Guerra Colonial

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El imperio británico (Debate, 2022), de Niall Ferguson

The British Empire, Niall Ferguson

Igor Barrenetxea Marañón
Universidad Internacional de La Rioja, Logroño, España

El historiador Niall Ferguson analiza en este ágil y ameno (pero no menos sesudo) libro las claves del ascenso y caída del imperio más grande de todos los tiempos. ¿Cuáles fueron? Desde luego, no es una historia fácil de contar y mucho menos llevar a cabo un recorrido de varios siglos, desde la constitución de sus bases hasta el momento de su declive y cierre a mediados del siglo XX, en un solo volumen, como él mismo indica. Pero, en cierto modo, hay que decir que Ferguson lo consigue de una manera hábil y certera, abordando su negrura (desde la piratería al terrible e inhumano tráfico de esclavos), sus aportaciones como entidad política al conjunto de los territorios y población que llegó a dominar (un cuarto del planeta). Penetra en la esencia de una realidad tan compleja como dinámica, que parte de la envidia y la ambición de todas las naciones europeas por imponer su hegemonía mundial. Las raíces del imperio arrancan ya, a lo largo del siglo XVI, a la estela (y envidia) de las riquezas que contenían los imperios coloniales español y portugués, cuando Inglaterra se embarcó en la búsqueda de su propio El Dorado. Y como no encontró ningún territorio que reuniera esas condiciones, actuó de otra manera: a través de la piratería. No solo atacaba la base financiera del imperio de los Austria, sino que se apoderó de su riqueza. Legalizó así los bucaneros y, en cuanto se apropió de Jamaica, convirtió Port Royal en una fortaleza inexpugnable para el refugio de sus barcos. Pero al mismo tiempo que sucedía esto, Inglaterra se topó con otro escenario propicio para sus ambiciones: el control de las rutas comerciales.

Poco a poco, sus empresarios se interesaron por una serie de productos, al principio caros y exclusivos, pero luego de enorme demanda (los hitos de la globalización) como fueron el azúcar, el café y, por supuesto, el té, a los que se sumarían más tarde los ricos tejidos procedentes de la India. Activó un provechoso comercio internacional que se fue consolidando a medida que se fortalecía el control de rutas y ciertos territorios y enclaves. Y nacería, en 1600, la que se convertiría en la todopoderosa Compañía de las Indias Orientales -hubo otras más, pero ninguna tan importante- que durante un siglo monopolizaría una amplia gama de productos a lo largo y ancho del planeta, y que facilitaría el camino a la constitución del imperio.

Fue un proceso lento y, por descontado, conflictivo. Porque ese control del comercio y del mercado se daba en competencia con otros países, como Holanda. De hecho, de las sucesivas derrotas contra los Países Bajos, los británicos iban a extraer una importante lección: la relevancia de contar con un sólido sistema financiero. Así, en 1694 se crearía el Banco de Inglaterra. Esta estrecha relación entre ingleses y holandeses les llevó a repartirse el comercio oriental, Indonesia y las especias para Ámsterdam, la India y sus tejidos para Londres. Inglaterra establecería a partir de ahí puntos de apoyo en la India para sus factorías en Madrás, Bombay y Calcula. Si bien la Compañía se enfrentaría a diversas dificultades (como el trapicheo de sus empleados y el contrabando ilegal a expensas de su monopolio), los problemas intestinos de la India ayudaron a su consolidación. A mediados del siglo XVIII, el reino mogol se estaba desintegrando, lo cual fue aprovechado por los británicos. Además, la unión de los parlamentos escocés y británico, en 1700, fortaleció a Gran Bretaña. Y otro gran hito, sin duda, serían los beneficios de la Guerra de Sucesión española, al apoderarse de Gibraltar (y Mahón) controlando, así, el acceso al Mediterráneo.

Su única gran competidora en este dominio mundial sería Francia a la que acabó enfrentándose en la guerra de los siete años (1756-1763) que, según Ferguson, fue lo más parecido a una conflagración mundial de la época. La guerra afianzó la superioridad naval británica con grandes éxitos (como el bloqueo naval de Francia), que le propició la base para su victoria en tierra (desde Canadá, pasando por el Caribe a India).

Como sintetiza el autor: “Primero piratas, luego mercaderes, y ahora los británicos eran los gobernadores de millones de personas en ultramar” (p. 75).

Aunque el objetivo principal de los británicos en la India fue la obtención de riquezas, también hubo cierto interés por su cultura, idioma y religión. De ahí que destacase la figura de Warren Hastings, primer gobernador general de Bengala (1773), que se sintió admirado por este nuevo entorno; muchos integrantes de la Compañía se casaron con mujeres indias y se produjo hasta una cierta fusión cultural. Claro que todo este dominio se apoyaba no sólo en una hábil gestión y administración, sino en base a una fuerza militar bien armada. Eso no le evitaría enfrentarse a diversas crisis y tener que sufragar costosas campañas bélicas no todas exitosas (como la afgana).

Sin embargo, tanto el control comercial como marítimo no fueron suficientes para constituir las bases de un imperio tan grande, hizo falta, indica Ferguson, otro factor crucial: la colonización. Entre el siglo XVII y 1950, nada menos que veinte millones de personas abandonaron las islas británicas en busca de nuevas oportunidades. Fueron pocas las que regresaron. Fue la cifra de emigración más alta de los países europeos, clave para explicar por qué tantos continentes se volvieron blancos. El dominio de una parte de Irlanda (el Ulster) se convertiría, a la postre, en el “laboratorio experimental” para hacer lo mismo en otros lugares del imperio y consolidar su fortaleza. Partiendo de aquí, Ferguson se ocupa de explicar la colonización americana.

Esta dio comienzo en 1578, pensando que aquellas nuevas tierras eran un paraíso de “leche y miel”. Pero no fue un proceso de acomodación sencillo en primera instancia. Si bien, un elemento que captaría la atención sería la libertad religiosa. Aquellos grupos de puritanos que no se sentían cómodos en Gran Bretaña, pero tampoco en Europa, oyeron hablar del Nuevo Mundo y decidieron dar el salto. Los primeros peregrinos arribarían el 9 de noviembre de 1620, instalándose en las costas de Nueva Inglaterra. La colonización también implicó la roturación de tierras y la expansión de los núcleos habitados y, por desgracia, las poblaciones indígenas fueron las que sufrieron las tristes y amargas consecuencias. Las cifras son concluyentes a este respecto, de los dos millones de indios que habitaban EEUU en 1500, tres siglos más tarde, se había reducido a trescientos veinticinco mil.

Mientras tanto las condiciones en las ricas colonias del Caribe fueron muy distintas, siendo el azúcar el producto estrella; pero los niveles de supervivencia eran menores. Así que se convino en utilizar mano de obra esclava, la única capaz de soportar tales rigores en el trabajo de las plantaciones. Por lo que el tráfico de esclavos entre África y el Caribe se hizo muy lucrativo (a pesar de sus riesgos). Nada menos que tres millones y medio de africanos fueron transferidos por la fuerza entre 1662 y 1807 (uno de cada siete moría en el trayecto), triplicando la población blanca. Para 1770 se había encontrado un equilibrio en un provechoso comercio triangular entre Gran Bretaña, África Occidental y el Caribe. Pero la situación cambió por completo en las colonias americanas; a los ricos contrabandistas de Boston, quienes fueron los que provocaron el estallido popular el 16 de diciembre de 1773, les disgustaba que fuese en Westminster donde se dirimiesen sus temas propios (incluidos los impuestos). El intento centralizador de los gobiernos británicos reforzó más su voluntad de ser independientes. Así que el 4 de julio de 1776 se aprobaba en Pensilvania la Declaración de Independencia. Pero, a pesar de que la independencia sería un duro revés para Londres, fue todo un acicate para abrirse a nuevos horizontes. Cuando en 1770 el navegante y explorador James Cook alcanzó las costas de Australia, no vio en ellas un lugar demasiado provechoso. De hecho, aconsejó que sería “un lugar ideal para arrojar a los delincuentes” (p. 141). Dicho y hecho. El primer convoy zarparía de Portsmouth el 13 de mayo de 1787, con 700 colonos forzados, arribando a Sídney ocho meses más tarde; y hasta 1853, nada menos que unos cuarenta y ocho mil hombres y mujeres fueron enviados allí, en los barcos del infierno. Así, Gran Bretaña alcanzó dos objetivos: aliviaba sus cárceles y limpiaba sus tierras de indeseables y cimentaba la colonización efectiva de tierras inhóspitas. Claro que Australia no sólo ofrecía penalidades, sino oportunidades que bien aprovechadas podían hacer que muchos de aquellos reos encontraran su lugar y acomodo, y se convirtieran en prósperos propietarios, como así sucedería. De nuevo, sería la población aborigen la que más sufriría la colonización, si se resistían no se dudaba en aniquilarlos, como casi ocurre con los maoríes en Nueva Zelanda.

Tras la independencia de EUU, señala el autor, Canadá pareció ser la colonia más fiable en el continente americano, gracias a los realistas que habían huido hacia el territorio. Pero también allí tuvo sus problemas, los québécois (de habla francesa) y los reformadores no estaban contentos al no ser tenidos en cuenta por el consejo legislativo y el gobernador, lo que provocó su sublevación. Hubo miedo en Westminster, pero la situación se gestionó mejor que en EEUU, ofreciéndoles unas instituciones propias, algo que se acabaría imitando en Australia y el resto de territorios.

A lo largo del siglo XVIII, el imperio se fue ensanchando y ampliando siguiendo unos valores mercantilistas, pero la era victoriana sería diferente: “Soñaban no sólo con dominar el mundo, sino redimirlo” (p. 153). Y pusieron sus ojos en el continente negro. Aunque había algunas zonas más desarrolladas que Australia o Canadá, Tombuctú o Ibadam, los consideraron como bárbaros, lastrados por sus religiones politeístas, sus múltiples enfermedades autóctonas y el esclavismo. Por lo que una nueva partida de hombres fueron con una clara misión: civilizarlos. Pero no siempre estas buenas intenciones se tradujeron en consecuencias positivas. La primera presencia británica, por ejemplo, en Sierra Leona, en 1562, estuvo destinada a controlar el tráfico del comercio de esclavos; dos siglos más tarde, una escuadra se instaló allí para impedirlo. Este cambio moral fue inducido gracias a la cuestión religiosa. Zachary Macaulay, Henry Thornton o William Wilberforce, unieron fuerzas para acabar con el tráfico en términos legales, por una cuestión moral. Si bien, no sería hasta finales del siglo XVIII cuando comenzó un proceso imparable para su prohibición.

Uno de aquellos singulares personajes que encarna por antonomasia ese espíritu victoriano fue, sin duda, David Livingstone, médico y misionero que se dio cuenta de que cristianizar a las tribus africanas era una misión titánica. De ahí que, comprendiendo que con las prédicas no conseguiría nada, se convertiría, a partir de 1848, en explorador para la Royal Geographical Society. Recorrería cuatro mil ochocientos kilómetros por la cuenca alta del rio Zambeze, topándose con las cataratas Victoria (1855).

En la India británica, la situación discurriría de forma muy diferente, porque allí las religiones politeístas y monoteístas se encontraban más enraizadas, por lo que hasta el siglo XIX no se había planteado ni mucho menos cristianizar a esas gentes. Al contrario, sus funcionarios y militares se habían acomodado a su forma de vida hasta 1813, cuando todo cambió. Los evangelistas iniciaron una intensa labor cristianizadora, lo que supondría, en palabras de Ferguson, un “choque de civilizaciones” (p. 178). Sin embargo, la reina Victoria sí entendió mejor la situación y el 1 de noviembre de 1858 proclamó la renuncia a imponer sus convicciones al resto del imperio. De esta manera, se liquidaría la Compañía de las Indias Orientales y se elegiría a un virrey para el gobierno de la India que respetaría las costumbres locales.

El momento de mayor apogeo británico fue bajo el gobierno de la reina Victoria. Gran Bretaña había liderado la revolución industrial, poseía los puertos comerciales más importantes y una fuerza naval incontestable, la Royal Navy. Un tercio de los buques mercantes del mundo eran suyos. Y aunque la reconversión de los barcos de vela al vapor, a partir de los años 20, fue vista con preocupación por el Almirantazgo, la armada británica supo adaptarse a los nuevos tiempos. Se empezaron a construir barcos más grandes y acorazados. Y eran más rápidos, con lo que la conexión entre los distintos puntos del imperio se veía favorecida reduciendo el tiempo de navegación. A ello hay que sumar otros factores de cohesión del imperio: el telégrafo, ferrocarril y la cartografía. La suma de todos estos elementos configuró la entidad de un imperio global en el que la revolución de las comunicaciones fue esencial para entender su entidad.

Pero no faltaron los problemas, como la conflictividad que surgiría en Jamaica (1865) por la discriminación de la población. Otro tanto ocurriría en la India cuando el nuevo virrey, George Frederick Samuel Robinson, quiso cambiar las leyes (ley Ilbert), por las que los tribunales indios pudieran juzgar a blancos, lo que puso en evidencia la realidad racista imperante. Y el virrey aceptó un compromiso, pero fue el inicio del despertar de “una genuina conciencia nacional india” (p. 247). En 1885, dos años más tarde de la controvertida ley, daría lugar el Congreso Nacional Indio, quien canalizaría el nacionalismo indio. Si para los británicos era lucrativo el sostener el dominio en la India, indica Ferguson, no lo era tanto para sus habitantes. Aunque aportaron aspectos para su modernización como el impulso de grandes infraestructuras, irrigación, industria, sanidad (vacunación) y agua corriente (saludable). En términos generales, eso no enriqueció a los indios. Así y todo, considera que les fue mucho mejor con el gobierno británico que con el mongol. Pero todo había cambiado y las nuevas élites nacionalistas (educadas en centros británicos) estaban pugnando por que así fuera.

A inicios del siglo XX, la India había dejado de ser la joya de la corona y los nuevos imperialistas abogaban por volver a las raíces, buscar nuevos mercados, impulsar nuevas colonias y si fuera necesario emprender guerras para imponerse. “Los últimos años de la reina Victoria fueron una época de soberbia imperial” (p. 263).

Ahora bien, esa arrogancia británica se vio confrontada con la realidad africana. Si a mediados del siglo XIX todavía la mayor parte del interior de África era un continente desconocido, para 1880, cerca de los diez mil reinos que lo integraban se convirtieron en 40 estados bajo control europeo (salvo Abisinia y Liberia) Y Gran Bretaña se quedó con una buena tajada del pastel. Londres iba a contar con dos elementos clave para ello: su fortaleza financiera y su potencia de fuego; amén de hombres con iniciativa y ambición como Cecil Rhodes o George Goldie. También, en 1874, el primer ministro Disraeli aprovechó la ruina de Egipto para adquirir sus participaciones en el apetecible Canal de Suez. En 1884, se organizó una Conferencia en Berlín para satisfacer a todas las partes en África y aquello fue “un verdadero pacto de ladrones” (p. 278).

En todo caso, el imperio británico no dejaría de ampliarse. En 1909 llegó a tener 20,5 millones de kilómetros cuadrados bajo su control o dominio. Además de obtener lo que deseaba en África, había logrado lo mismo en Extremo Oriente, adquiriendo Borneo, Malasia, una parte de Nueva Guinea y varias cadenas de islas en el Pacífico (además de los enclaves en China). También en lugares fuera de su dominio directo, como Argentina y Brasil, cobraría influencia. A pesar de este orgullo, también se advertía que todo imperio acababa en declive y final. John Robert Seeley, en su libro, The Expansion of England, abordaba esta cuestión señalando que había ocasión de evitar la decadencia con la ayuda de los colonos y las innovaciones. Su mensaje calaría profundamente.

Otra cuestión importante que se plantea radica en saber si el imperio era beneficioso para los británicos de las islas. Y no lo era tanto por las cargas fiscales y por la falta de beneficios. Sí, en cambio, para los dos millones y medio de migrantes que encontraron en Canadá, Australia y Nueva Zelanda lugares donde prosperaron. Ahora bien, “para que fuera popular el imperialismo, no era preciso que diera beneficios; a muchos les bastaba con que fuera emocionante” (p. 298).

Claro que no todo eran alegrías. Algunos habían pervertido las ideas de Darwin hasta ese punto en el que se definía al mundo por razas, tanto por una cuestión física como emocional. Se colocaba a la raza anglosajona en esa falsa cúspide y, por descontado, a los africanos en su base, lo cual convertía a los oficiales británicos en el arquetipo del hombre ideal. Como destaca Ferguson, los habría, pero muchos de ningún modo representaban ese modelo. En todo caso, el imperio se iba a ir enfrentado a diversos desafíos, como la costosa campaña en Sudán en 1898 o contra los bóeres, que provocaron las primeras miradas críticas contra el imperialismo, como señalaría J. A. Hobson, en Imperialism: A Study (1902), tintadas con una pizca de antisemitismo.

Aunque en 1880 los grandes rivales de Gran Bretaña eran Francia y Rusia, la situación cambió de forma radical con el auge de Alemania. El siglo XX daría lugar al fin del imperio británico; no fueron los movimientos centrífugos nacionalistas los que precipitaron su fin, sino la amenaza de otros imperios. Y aunque el británico no fuera ideal, considera que trató por lo menos a sus habitantes mucho mejor que otros países (caso alemán o japoneses). En 1914, Churchill se convertiría en el primer lord del Almirantazgo, y pensó que la rivalidad con Alemania podía encontrar sus puntos de acuerdos, incluso, que el gran enemigo sería Rusia en Asia Central. Pero… el atentado en Sarajevo lo cambió todo. Las potencias europeas se movilizaron calculando mal lo que iba a suceder. Gran Bretaña se mantuvo a la expectativa hasta que los alemanes invadieron Bélgica, lo que determinó su intervención en favor de Francia y Rusia. La guerra fue vista como europea, pero también iba afectar a todo el planeta. Alemania no tuvo en cuenta un factor muy relevante para el desarrollo de la contienda, la Gran Bretaña ampliada, o lo que es lo mismo, los recursos que podía movilizar de su imperio. Un tercio de las tropas movilizadas provinieron de las colonias de ultramar, Australia, Nueva Zelanda, Sudáfrica, India y Canadá, hasta de Hong Kong y Singapur.

El problema para el imperio, destaca Ferguson, fueron las consecuencias de la paz, a pesar de las buenas intenciones del presidente Wilson, los vencedores se repartieron el botín de los perdedores. Oriente Medio fue dividido entre Gran Bretaña y Francia, al igual que las colonias alemanas en África y en el Pacífico. El imperio británico se hizo más extenso y su poderío marítimo se acrecentó. La victoria parecía disponer de la gran paz británica en el mundo. Pero los gastos de la contienda habían sido cuantiosos y los nuevos dominios no trabajaron tantos beneficios, al contrario. También se empezaron a mostrar otros síntomas de que el imperio comenzaba a tener los días contados, con muchas dudas sobre su entidad. La Gran Guerra había marcado un antes y un después para Londres, una “crisis de confianza en el imperio” (p. 369) enorme, debido a las inmensas pérdidas humanas y al ingente costo económico. Asimismo, se produjeron cambios en la economía global. EEUU le ganaba la partida y las reglas de juego cambiaron. Londres no supo encarar los nuevos retos. A esto se le sumó la presión de los nacionalismos, como el irlandés y los indios.

Tristemente, un gran admirador del imperio británico fue un político alemán, Adolfo Hitler, quien ambicionaba emularlo a nivel continental. Para Hitler, la única crítica que se les podía hacer era calificarles de demasiado blandos. Y hasta lo consideraba una pieza clave para el equilibrio mundial y un freno a EEUU y Japón en sus ambiciones. Hitler consideró que un pacto de coexistencia con Gran Bretaña era factible. Algunos políticos británicos, como Halifax, estuvieron tentados de aceptar. Por fortuna, Churchill se negó en redondo. Pero la contienda fue una dura prueba de fuego. Una vez más, en conjunto, la aportación de los diferentes países que componían el imperio británico a ganar la guerra fue muy significativa, aunque sin la participación de EEUU no habría sido posible, esta vez, alzarse con la victoria. Sin embargo, Roosevelt, a pesar de la estrecha relación que le unía a Churchill, consideraba que la era del imperialismo europeo había pasado. La misma Carta del Atlántico, firmada en 1941, descartaba ese continuismo. La realidad era inapelable, la deuda de Gran Bretaña era ingente y los cimientos del vasto imperio habían sido económicos. Cuando tras la crisis del Canal de Suez, en 1956, demostró la evidencia de que el imperio ya no era viable, el proceso en el que Westminster comenzó a deshacerse del mismo tampoco fue adecuado; en la India, por ejemplo, señala Ferguson, “dejaron un caos que casi deshizo dos siglos de gobierno ordenado” (p. 403). Lo mismo sucedería en Palestina.

Ferguson pone el factor económico como el más determinante del declive británico. En suma, “el imperio británico, que había estado efectivamente en venta en 1945, fue desmembrado en vez de ser absorbido; fue liquidado en vez de conseguir un nuevo propietario” (p. 408). Paradójicamente, el imperio británico, en vez de aliarse con Hitler, en 1940, para sobrevivir, se enfrentó a su tiranía, pero su victoria fue pírrica. ¿Suficiente para purgar su pasado? se acaba por preguntar el autor dejando la pregunta sin responder. Con todo, concluye, el imperio británico fue evolucionando, al principio, asumiendo reveses, hasta que fue explotando sus virtudes dando lugar a una supremacía económica global que duraría un par de siglos (XVII y XVIII), pero que se vio gravemente afectada por las guerras mundiales. De país de emigrantes pasó a convertirse en receptor. En todo caso, incide en que su legado ha sido profundo, permitiendo la propagación del capitalismo liberal, el parlamentarismo democrático, así como su lengua. Claro que el mismo Ferguson reconoce que también hubo sombras, como el sistema esclavista o la limpieza étnica de ciertos grupos nativos. Y que se enfrascó en innumerables conflictos. Aun así, supo sostener una cierta paz global que se vio amenazada por el imperio alemán o japonés, mucho más voraces, a los que pudo derrotar. Así mismo, añade que los estudios que se han hecho sobre el colonialismo británico revelan que las primeras colonias acabaron por coger caminos muy positivos en su devenir, si bien, puntualiza, otras no tanto.

A pesar de todo, a su parecer, el balance que se puede hacer del imperialismo británico es muy positivo; fue enriquecedor para todas las partes implicadas y también a nivel global, al estimar que fue el motor que movió el mundo hacia su desarrollo actual. Y aunque esta tesis final es discutible, no deja de ser una valiosa aportación para entender el papel que ha jugado Gran Bretaña en la historia mundial.