Guerra Colonial

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Los preparativos del asedio de México-Tenochtitlan: construcción de bergantines y organización de tropas

The preparations for the siege of México-Tenochtitlan: construction of brigs and organization of troops

Martín F. Ríos Saloma

IIH/FFyL-UNAM

Recibido: 2/09/2020; Aceptado: 14/11/2020

Resumen

En el presente trabajo se analiza la organización de la hueste aliada que sitió a la ciudad de México-Tenochtitlan durante el verano de 1521 insertando la estrategia militar desarrollada por Hernán Cortés en una tradición de larga data que hunde sus raíces en la plena Edad Media castellana que se reactualizó durante la guerra de Granada. En ese sentido, se pone de manifiesto, una vez más, la importancia de la operación anfibia, se analiza la estructura y organización de la hueste aliada al tiempo que se resalta el hecho de que fue la experiencia castellana de la guerra de sitios la que se impuso para llevar a cabo el sometimiento de la capital mexica.

Palabras clave

Asedio, Conquista, Edad media, Guerra, México.

Abstract

This paper analyzes the organization of the allied host that besieged Mexico City-Tenochtitlan during the summer of 1521, inserting the military strategy developed by Hernán Cortés in a long-standing tradition that has its roots in the Castilian Middle Ages, which was updated during the war in Granada. In this sense, the importance of the amphibious operation is revealed once again, the structure and organization of the allied host are analyzed while highlighting the fact that it was the Castilian experience of siege warfare that was imposed to carry out the submission of the Mexican capital.

Keywords

Conquest, Mexico, Middle ages, Siege, War.

1. De Sevilla a Tenochtitlan: herencias y continuidades en la tradición militar hispana

El sitio y conquista de la ciudad de México Tenochtitlan por parte de las huestes castellanas y sus aliados indígenas ha sido ampliamente estudiado en la época contemporánea por autores como Miguel León-Portilla (1987), José Luis Martínez (1995), Hug Thomas (2004), Laura Matthew y Michel Oudjik (2007); Enrique Semo (2019), Mathew Restall (2019), Camilla Townsend (2006) o Federico Navarrete (2019). Estos últimos tres autores en particular han insistido tanto en la importancia de las alianzas establecidas por Hernán Cortés y los gobernantes de los diferentes altépetel que constituían la zona central de Mesoamérica como el importante proceso de traducción lingüística y cultural realizado por Malitzin, factores ambos que explicarían el éxito de la empresa.

Sin embargo, no debe olvidarse que la que fuera la ciudad más rica de Mesoamérica a fines del periodo posclásico fue conquistada -en última instancia- por la fuerza de las armas y si bien autores como el propio José Luis Martínez o Hugh Thomas han relatado con detalle a partir de las fuentes disponibles el desarrollo del asedio, me parece que aún no se ha insistido lo suficiente en el hecho de que la organización del ejército cortesiano se nutrió de una larga experiencia desarrollada en la península Ibérica al menos desde el siglo XIII y si bien el conocimiento de las formas de hacer la guerra en el mundo mesoamericano, así como del territorio, por parte de los capitanes indígenas aliados resultó fundamental, la experiencia castellana no puede ser desestimada o soslayada.

En efecto, a lo largo de la primera mitad del siglo XIII el monarca castellano Fernando III conquistó las ciudades musulmanas de Córdoba (1236), Jaén (1246) y Sevilla (1248), en tanto que su hijo Alfonso X conquistó Murcia (1266). La guerra desarrollada en contra de las capitales andalusíes fue, como lo demostró Francisco García Fitz (2001) hace casi dos décadas, una guerra de sitios por cuanto las batallas campales eran costosas en recursos y vidas humanas. En el caso de Sevilla, particularmente, se puso en marcha una estrategia anfibia que consistió en el cerco de la ciudad por tierra y el bloque de los accesos fluviales a la misma por parte de la flota encabezada por Ramón Bonifaz. Esa experiencia se proyectaría en el siglo siguiente en la “batalla del Estrecho” en la que la flota castellana se disputó con las armadas musulmanas el domino del Estrecho de Gibraltar, guerra que se saldó con el triunfo del monarca Alfonso XI en la batalla del Salado (Ayala, Palacio, Ríos, 2016).

En los primeros años del siglo XV, Fernando de Antequera conquistó a través de un sitio la ciudad que le dio nombre y aunque las treguas firmadas por los monarcas castellanos Juan II y Enrique IV con el reino musulmán de Granada detuvieron las campañas militares cristianas sobre el último reducto musulmán peninsular durante casi 60 años, fue precisamente la toma de la villa fronteriza de Zahara por parte del emir de Granada, Muley Hasan, a fines de febrero de 1482, la que detonó las hostilidades entre Castilla y el reino nazarí y es bien sabido que fueron en primera instancia los señores de la frontera quienes respondieron al ataque con el asedio y conquista de Alhama.

La guerra de Granada (1482-1492) fue en realidad una guerra de sitios en la que una a una fueron tomadas las distintas poblaciones que articulaban el reino y si la conquista de la capital en enero de 1492 por parte de los Reyes Católicos se hizo en realidad a partir de las negociaciones establecidas entre los soberanos y las autoridades musulmanas (Ladero, 1993a: 142-158) , la conquista de Málaga en el año de 1487, por ejemplo, supuso un enorme esfuerzo bélico en el que sólo la combinación del uso continuado de la artillería, el empleo de la armada para evitar el socorro musulmán procedente del norte de África u otras ciudades nazaríes, el reclutamiento de caballeros, peones y tropas auxiliares, así como el establecimiento de un hospital de campaña y un sistema de abastecimiento y provisión de víveres permanente permitió el triunfo de las huestes cristianas tras tres meses de asedio hasta que la ciudad, como Tenochtitlan cuarenta años después, se rindió presa del hambre Pulgar, 1943: 281-336).

Hernán Cortés, que nació en 1485 (Martínez, 1995: 15), era muy pequeño para tener conciencia de la guerra de Granada y nunca participó en las campañas militares en Nápoles al lado del Gran Capitán, por lo que no pudo haber experimentado la utilidad de las reformas militares emprendidas por éste. Sin embargo, esa larga tradición en las formas de hacer la guerra a través del asedio, así como las innovaciones tecnológicas (uso de la artillería) y militares (organización de cuerpos especiales, sistemas de avituallamiento, hospitales de campaña, etc.) (Ladero, 1993a: 163-264) puestas en marcha durante la conquista de las ciudades granadinas quedaron consignadas por los cronistas de la época y formaron parte del bagaje con el que se trasladó allende el mar la primera generación de conquistadores y pobladores asentados en las Antillas a la que pertenecía Cortés.

Cabe preguntarse entonces sobre la forma en la que dicha tradición militar pudo reflejarse en la organización del ejército cortesano y si tal experiencia pudo resultar definitoria a la hora de emprender las acciones bélicas contra la ciudad de México-Tenochtitlan. Naturalmente, no se niega la importancia de los pactos y alianzas establecidas por el capitán extremeño con los señoríos del Altiplano central y la cuenca de México, como tampoco se pone cuestiona el peso definitorio que tuvo el número de efectivos indígenas de los que dispuso Cortés, pero sí se quiere resaltar la manera en que la estrategia anfibia y el desarrollo del asedio con base en la tradición castellana, resultaron elementos definitorios para obtener el triunfo militar.

No volveremos a contar en las siguientes líneas el desarrollo del sitio, conocido por la historiografía en sus líneas generales, sino que centraremos nuestra atención en aquellos pasajes de las fuentes que nos permiten comprender mejor la organización del ejército conquistador.

2. La construcción de los bergantines: la conjunción de dos tradiciones marítimas

Sabido es que los meses en los que Cortés y sus hombres fueron aposentados por Moctezuma en sus casas resultaron cruciales para que los castellanos pudieran reconocer los sistemas defensivos de la ciudad y la posición casi inexpugnable que su condición lacustre le otorgaba. También es conocido el hecho de que en la célebre Noche Triste las canoas dificultaron enormemente la huida de los cristianos -Bernal Díaz recuerda una laguna «cuajada de canoas» (Díaz del Castillo, 1991: 382)- y que muchos de ellos murieron ahogados en el intento. Ello, naturalmente, llevó a Cortés a tomar conciencia de que para dominar la ciudad de México Tenochtitlan era necesario dominar primero el lago. La única forma de dominar el lago era mediante la construcción de naves que tuvieran el tamaño adecuado para transportar los cañones, caballos y a un número suficiente de hombres, pero que al mismo tiempo poseyeran poco calado para poder navegar sobre aguas poco profundas.

Flor Trejo y Guadalupe Pinzón (2020) han señalado recientemente que los bergantines ideados por Cortés fueron el resultado de la fusión de «experiencias y conocimientos náuticos de dos culturas navegantes»: la mediterránea y la antillana. En efecto, apuntan las autoras que de la larga tradición del Mediterráneo se tomaron elementos como el velamen, la cordelería y los distintos artefactos de hierro que Cortés recuperó de las naves con las que había hecho el viaje de exploración desde Cuba antes de deshacerse de ellas, en tanto que de la tradición antillana se incorporó el aprovechamiento de las maderas locales, así como la forma de las canoas. Las canoas también eran conocidas en Tenochtitlan y desde tiempos antiguos se utilizaban para trasladarse de una ribera a otra y para la pesca y no fue sino hasta fechas relativamente tardías que se utilizaron como arma de guerra (Bueno Bravo, 2005: 202). Sin embargo, estas embarcaciones eran movidas por la fuerza humana, carecían de velamen y por su tamaño no podían acoger a muchas personas.

Los bergantines comenzaron a construirse en Tlaxcala en octubre de 1520 (Cortés, 1985: 125; Martínez, 1995: 164), recayendo la responsabilidad en el carpintero Martín López (Díaz del Castillo, 1991: 425), quien se hizo ayudar de los indios de Huejitzingo y Tlaxcala los cuales le suministraron las maderas necesarias. Trejo y Pinzón (2020) señalan que las maderas empleadas fueron pino, roble y encino y que de los propios pinares se obtuvo la brea y las resinas necesarias para impermeabilizar los casos de las naves. El aparejo para equipar las naves fue mandado traer tanto desde la Villa Rica de la Veracruz como de Santo Domingo y Cuba, donde se procuró la compra de caballos, pólvora, espadas, ballestas, velas, estopa y clavos.

Los bergantines fueron puestos a punto a mediados de marzo de 1521. Cuando estuvieron casi listos, sus piezas fueron trasladadas a espaldas de los indígenas de Tlaxcala y Huejotzingo desde la ciudad aliada hasta Texcoco, una ciudad situada en la ribera del lago que rodeaba a Tenochtitlan. Para proteger el camino de las naves, Cortés encargó al capitán Hernando de Sandoval que con sus hombres protegiera el camino y asolara las villas tributarias de Texcoco; según Diego Muñoz Camargo, «fueron en guarda de estos bergantines más de diez mil hombres de guerra» (2013: 208-209). Una vez hecha la travesía por tierra y asentados en Texcoco, los aliados indígenas construyeron los diques necesarios para terminar las naves y, una vez listas, se construyó un vaso comunicante entre la tierra firme y la laguna por el que las naves fueron botadas el 28 de abril de 1521 -el mismo día en que se llevó cabo el alarde- tras mes y medio de arduo trabajo protagonizado por ocho mil indígenas de los señoríos de Texcoco y Culhuacán (Cortés, 1985: 162). Se construyeron en total 13 bergantines de dimensiones similares: entre 11 y 13 metros de largo; entre 3 y 4 metros de ancho y una altura que oscilaba entre el medio metro y los 70 centímetros (Martínez, 1995: 169). Las naves tenían capacidad para transportar 25 hombres con su capitán, con sus armas y una artillería. Cada bergantín era movido por la fuerza del viento y de 12 remeros, colocados 6 a babor y seis a estribor. A ellos se sumaban 6 ballesteros y escopeteros. En total Cortés había reservado para su armada un total de 300 españoles, «todos los más gentes de mar y bien diestra» (Cortés, 1985: 164).

El sitio formal de México-Tenochtitlan inició el 30 de mayo de 1521 y Cortés, consciente de la importancia de su armada en la guerra anfibia que estaba por comenzar, quedó al mando de los bergantines en general, aunque puso al frente de cada una de ellas a personas familiarizadas con el arte de marear. Según el testimonio de Antonio de Solís, los capitanes nombrados fueron:

«Pedro de Barba, natural de Sevilla; García de Holguin, de Cáceres; Juan Portillo de Portillo, Juan Rodríguez de Villa-fuerte, de Medellín; Juan Jaramillo, de Salvatierra, en Extremadura; Miguel Díaz de Auz, aragonés; Francisco Rodríguez Magarino, de Mérida; Cristóbal Flores, de Valencia de don Juan; Antonio de Carabajal, de Zamora; Gerónimo Ruiz de la Mota, de Burgos; Pedro Briones, de Salamanca; Rodrigo Morejón de Lobera, de Medina del Campo; y Antonio Sotelo, de Zamora» (Solís y Rivadeneyra, 1970: 391).

A pesar del esfuerzo humano y el ingenio puestos en la construcción de los barcos, lo cierto es que durante las primeras semanas éstos no fueron tan eficaces como hubiera sido deseable. Es cierto que los cañones podían destrozar a la distancia las defensas de los mexicas, los puentes de las calzadas y bombardear las casas de la periferia, así como también lo es que desde las naves los ballesteros y escopeteros tiraban con facilidad sobre los defensores desde una posición que éstos no esperaban, pero también es verdad -como lo testimonia una y otra vez Bernal- que muy rápidamente los mexicas aprendieron a defenderse estas naves, colocando estacas para impedir su paso, concentrando los ataques con flechas y hondas desde las canoas: «como Cortés vio -recuerda Bernal en algún momento de su relato- que se juntaban tantas flotas de canoas contra sus trece bergantines, las temió en gran manera, y era de temer, porque eran más de cuatro mil canoas» (Bernal, 1991: 503).

A la postre, y a pesar de los muchos reveses sufridos a lo largo de los dos meses y medio que duró el asedio, los bergantines se mostraron como un elemento fundamental en la guerra anfibia: destruían, como hemos dicho, las defensas y las infraestructuras, protegían la carga de la infantería desde las calzadas, bloqueaban el paso de víveres a la ciudad de Tenochtitlan y los tomaban para abastecer al ejército liado y, en fin, protegían el real donde estaba asentado Cortés, acciones todas ellas que recuerdan a las flotas castellanas que en los asedios de Sevilla o Málaga sirvieron de apoyo invaluable a la infantería.

3. La organización de las tropas

El ayuntamiento constituido en la Villa Rica de la Vera Cruz otorgó a Hernán Cortés, entre el 15 y el 25 de mayo de 1519 el título de capitán general. Ello significaba concederle el mando militar superior según una tradición militar y jurídica que hundía sus raíces en la segunda mitad del siglo XIII, dado que ya en la segunda Partida, título XXIII, Ley 5, Alfonso X el Sabio dedicaba varias leyes a definir y explicar las funciones y obligaciones de los «cabdillos», de quienes decía, debían tener «esfuerço, maestría e seso». (Alfonso el Sabio, 1843: 872). Durante la guerra de Granada, la reorganización a la que fueron sometidos los ejércitos cristianos por parte de los Reyes Católicos dio a los capitanes designados por nombramiento real un mayor protagonismo; dentro de esta reorganización, surgió el cargo y título de capitán general que fue concedido, por ejemplo, a Íñigo López de Mendoza y Quiñones, primer conde de Tendilla y capitán general del Reino de Granada, o a Gonzalo Fernández de Córdoba en sus empresas napolitanas.

Con base en esta tradición jurídica y militar, al capitán general competían diversas funciones -consignadas en las Partidas- tales como: mantener el orden y la disciplina dentro de la tropa, procurar su avituallamiento, aposentarla correctamente, llevarla por caminos seguros, determinar la estrategia a seguir en el campo de batalla, organizar a los distintos cuerpos del ejército para desarrollar el ataque, procurar el correcto abastecimiento de armas y pertrechos de guerra y, en fin, infundir valor y coraje a sus hombres. Si nos atenemos a las fuentes cronísticas, es fácil constatar que Cortés cumplió con todas sus obligaciones como capitán y que su liderazgo militar fue reconocido tanto por los soldados españoles como por los indígenas.

Uno de los documentos a los que se ha prestado poca atención son a las Ordenanzas militares mandadas pregonar por Hernán Cortés en Tlaxcala el 22 de diciembre de 1520 en las mismas fechas en las que se construían los bergantines. Se trata de un documento sumamente valioso que muestra, por una parte, el hecho de que Cortés consideraba la guerra que estaba a punto de emprender en contra de Tenochtitlan como una guerra justa y una guerra santa por cuanto se hacía «en servicio de Dios Nuestro Señor y de la Sacra Católica Majestad»; por la otra, poro que refleja hasta qué punto Cortés estaba versado en el derecho de guerra y en las necesidad práctica de imponer el orden a su tropa. Así, en diecisiete ítems, Cortés prohibía y castigaba la blasfemia, el juego, la desobediencia, la porfía, la burla, las riñas, el hurto, la cobardía, la osadía y el fraude a la hacienda real con penas que iban desde una multa de 12 pesos de oro hasta la pena capital, pasando por los azotes y penas pecuniarias de alto valor (Martínez, 1990: 164-169).

Pero las ordenanzas también muestran con nitidez cómo se organizó el ejército castellano. El mando supremo correspondía a Cortés como capitán general. Éste, a su vez, nombró capitanes -Pedro de Alvarado, Cristóbal Olid, Gonzalo de Sandoval, Juan Rodríguez de Villafuerte, Francisco Verdugo, Pedro Diricio, Andrés Monjaráz (Cortés, 1985: 154) etc.- quienes «por [tener] mejor acaudillada a su gente» -nótese la reminiscencia de las Partidas-, debía tener «sus cuadrillas de veinte en veinte españoles, y con cada una cuadrilla un cuadrillero o cabo de escuadra, que se apersona hábil y de quien se deba confiar» (Martínez, 1990: 167). Dichos cuadrilleros debían rondar por las noches y tenían a su cargo la organización las velas del real. Cada capitán, a su vez y como forma de identificarse, debía llevar consigo «tambor y bandera para que rija y acaudille mejor la gente que tenga a su cargo». Los soldados, por su parte, estarían organizados en compañías y «cuando oyeren tocar el tambor de su compañía», debían salir «a acompañar su bandera, con todas sus armas en forma y a punto de guerra» (Martínez, 1990: 167). Finalmente, con el fin de mantener el orden y la seguridad durante los desplazamientos, el capitán general mandaba que cuando fuese movido el real, «cada capitán sea obligado de llevar por el camino toda su gente junta, y apartada de las otras capitanías, sin que se entrometa en ella ningún español de otra capitanía ninguna» (Martínez, 1990: 167).

Como ocurría en la península ibérica antes de iniciar un asedio o la víspera de una batalla campal, el 28 de abril Cortés realizó el alarde en Texcoco. El pasaje de la tercera carta en el que el futuro marqués del Valle relata la forma en que se hizo es harto conocido, pero merece la pena volver sobre él para analizar los efectivos con los que contaba: 86 combatientes a caballo; 118 ballesteros y escopeteros; más de 700 peones de espada y rodela -Cortés no especifica el número exacto-; tres tiros gruesos de hiero, quince tiros de pequeños de bronce y 10 quintales de pólvora. La suma de estos efectivos da un total de 904 hombres de guerra, que si sumamos los «y tantos peones» bien podría ser una cifra redondeada que oscilaría entre los 910 y los 950 españoles. A ellos deben sumarse los más de «cincuenta mil hombres de guerra» venidos de Tlaxcala, Huejotzingo, Chalco y otros pueblos, que llegaron encabezados por sus propios capitanes a Texcoco «cinco o seis días antes de la pascua del espíritu santo». (Cortés, 1985: 163). Si tomamos por buenas las cifras cortesianas, al menos como un indicativo, resultaría que la proporción sería de 52 soldados indígenas por cada combatiente extranjero. Mathew Restall (2019: 382) ha sugerido recientemente que por cada combatiente cristiano habría 200 soldados mesoamericanos, en tanto que Federico Navarrete, más prudente, reduce la proporción 1 a 100 (Navarrete, 2019: 90). Ante la imposibilidad de establecer el número exacto, tomando las cifras mayor y menor, y redondeando el número de españoles a 950, resultaría que el ejército aliado conformado por indígenas y españoles oscilaría entre 50 000 y 190 000 efectivos. Sin duda, la cifra media de 90 000 es una estimación razonable.

A lo largo del mes de abril el propio Cortés había recorrido la ribera del lago con el fin de «tomar avisos para poner el cerco a Temixtitan por la tierra y por el agua», de tal suerte que cuando llegaron los ejércitos aliados fue sencillo organizar al ejército en tres compañías. Pedro de Álvaro fue nombrado capitán y se le dio la encomienda de establecer su real al poniente de la laguna, en Tacuba; tuvo a su cargo 30 hombres de a caballo, 18 ballesteros y escopeteros, 150 peones de espada y rodela y más de 25 000 soldados tlaxcaltecas. Cristóbal de Olid, por su parte, debía asentarse al sur de la laguna, en Coyoacán, y tuvo bajo su mando 33 hombres de a caballo, 18 ballesteros y escopeteros, 160 peones de espada y rodela «y más de veinte mil hombres de guerra de nuestros amigos». El establecimiento de la guarda al oriente de la laguna, en Iztapalapa, correspondió a Gonzalo de Sandoval, quien tuvo bajo sus órdenes 24 hombres de a caballo, 4 escopeteros, 13 ballesteros, 150 peones de espada y rodela y más de 30 000 aliados indígenas (Cortés, 1985: 163-164).

Analizando los pasajes cortesianos es patente el hecho de que la experiencia medieval se reflejó en la preparación del sitio. La estrategia consistía, como ocurrió en Sevilla o en Málaga, rodear la ciudad por todos los flancos posibles con el doble propósito de cortar el paso de los bastimentos y atacarla simultáneamente por las tres calzadas y por el agua. Y así como es necesario poner de relieve la naturaleza anfibia de la estrategia, también lo es el subrayar la forma en que la experiencia reciente de la guerra de Granada se materializaba en el sitio de Tenochtitlan: primero, con el uso sistemático de las armas de fuego, pues aunque no puedan compararse los 18 cañones empleados por Cortés con los 200 que tuvo a su disposición el rey Fernando en el sitio de Málaga (Ladero, 1993b: 688), su poder destructor era similar; segundo, con la organización del ejército castellano en al menos seis cuerpos especializados que recuerda nítidamente a los cuerpos que se configuraron durante la década 1482-1492 y que muestra el tránsito de los ejércitos medievales a los ejércitos modernos: a) la caballería; b) el de los peones de espada y escudo; c) el de los ballesteros; d) el de los escopeteros; e) el de la artillería y f) el de la armada; tercero, con una estructura de mando bien definida gracias a la cual Cortés pudo controlar en todo momento tanto la posición geográfica de su ejército como las acciones militares.

4. El asedio: logística y abastecimiento de las tropas aliadas

La experiencia acumulada a lo largo de cinco ciclos en la guerra de sitios -al menos desde la conquista de Toledo en 1085- llevó a Cortés buscar la rendición de México-Tenochtitlan por hambre y sed. Fue así como una de las primeras acciones consistió en ordenar a Alvarado y Sandoval que con sus hombres destruyeran las fuentes los caños por los que entraba el agua dulce a la ciudad de Tenochtitlan (Cortés, 1985: 164). A continuación, con la acción conjunta del ejército de tierra y de los bergantines, se machacaron los pueblos ribereños que, como Iztapalapa o Xochimilco, aún se mantenían en amistad con Tenochtitlan. Por último, con los bergantines se bloqueó el acceso de las canoas a la ciudad de Tenochtitlan y con guardas españolas e indígenas los accesos de las calzadas para que vitar que la gente escapara y recibiera bastimentos.

Establecido el cerco, Cortés se dirigió a Churubusco, donde estableció el real y un campamento en toda regla. Edificado al principio de «ruines chozas» (Cortés, 1985: 177), se pidió el auxilio de los pueblos indígenas para que edificasen casas de adobe y de madera, mostrando así la voluntad de permanecer en el sitio hasta la conquista de la ciudad, tal y como había ocurrido con la construcción del campamento de Santa Fe a las afueras de la ciudad de Granada en el verano de 1491. Según el propio testimonio de Cortés, en su real habría unas dos mil personas, entre españoles e indígenas (Cortés, 1985: 177).

No es este el lugar para narrar el desarrollo del asedio (Martínez, 1995: 190-205; Isabel Bueno, 2015; Ríos Saloma, 2015: 209-223). Sólo insistiremos en el hecho de que las tácticas militares empleadas no fueron distintas de las empleadas en la guerra de Granada: bombardeo de los arrabales y las defensas de la ciudad de Tenochtitlan con la artillería; cargas de caballería; cargas de infantería protagonizadas las más de las veces por los soldados indígenas; intervención de los cuerpos especiales -ballesteros y escopeteros- así como de los bergantines en momentos de peligro para el ejército aliado; destrucción e incendio de las casas de los barrios que se iban conquistando y toma de cautivos -aunque Cortés y Díaz del Castillo hacen pocas alusiones a este acto de guerra, acaso por la férrea defensa que oponían los mexicas, acaso por considerarlos paganos e idólatras. Desde el real, Cortés se comunicaba con sus capitanes a través de recados y mensajes cortos enviados por medio de mensajeros para reorganizar las tropas, dirigir las cargas y articular las defensas.

En este punto es necesario subrayar, siguiendo a Federico Navarrete, la importancia militar que tuvieron los capitanes y huestes indígenas, hasta ahora relegadas a un segundo plano. En la línea abierta por Michel Oudjik y Laura Matthew (2007) e Isabel Bueno (2015), el investigador mexicano sostiene que «[…] la inmensa mayoría de los combatientes indígenas fueron los encargados de realizar las primeras cargas en las batallas, de derruir las edificaciones y las fortificaciones enemigas, de construir protecciones para los ejércitos indoespañoles, de tomar prisioneros a los enemigos y vigilarlos, de cubrir la retirada de los españoles» (Navarrete, 2019: 91). Naturalmente, fueron los soldados de los distintos pueblos mesoamericanos los que sufrieron el mayor número de bajas.

Una de las mayores novedades de la guerra de Granada fue el sostenimiento de un gran ejército a lo largo de un tiempo prolongado al punto que, para Miguel Ladero Quesada, fue precisamente la necesidad de vituallar al ejército cristiano uno de los detonantes del desarrollo de la fiscalidad y del perfeccionamiento de la burocracia castellanas durante el reinado de los Reyes Católicos (Ladero, 1993a: 267-269). Este autor ha analizado con detenimiento la gran cantidad de recursos financieros obtenidos en particular por Isabel para la compra de bastimentos y la contratación de recuas, así como la notable participación de las ciudades andaluzas en el suministro de bastimentos, particularmente de cereales. Una vez más, la experiencia granadina se trasladó a la naciente Nueva España, de tal suerte que Cortés ordenó a las ciudades aliadas que proveyeran al ejército de maíz, guajolotes, pescado, frutas y yerbas comestibles (Cortés, 1985: 177). A ellos se sumaban los bastimentos que los bergantines interceptaban a las canoas aliadas de los mexicas, así como las tortillas que preparaban las mujeres indígenas resguardadas en Tacuba. A falta de animales de tiro y carga, fueron los propios cargadores indígenas -tamemes en náhuatl- los encargados de llevar los bastimentos sobre sus espaldas. Si consideramos que el cerco duró casi tres meses, podemos hacernos una idea de la eficacia con la que funcionaron los sistemas de avituallamiento para sostener a un ejército que, hemos dicho, podría estar conformado por unas 90 000 personas repartidas en tres grandes campamentos.

Un último elemento que debe señalarse es, como corresponde a un campamento militar moderno, la instalación de un hospital de campaña en el real. Bernal Díaz recuerda al soldado Juan Catalán, quien hacía las veces de médico ayudado por numerosas mujeres indígenas que cuidaban de los enfermos. Tal fama tenía que, a decir del cronista, hasta los tlaxcaltecas acudían a él para ser curados. No es difícil imaginar que en la atención y sanación de las heridas provocadas por las flechas y las pedradas lanzadas por los enemigos en gran cantidad -a Bernal se le figuraba como «granizo»- (Bernal, 1991: 505), tanto la herbolaria de tradición indígena como la medicina occidental se conjugaron para curar a la mayor cantidad posible de heridos y que pudieran volver pronto al combate.

Si hacemos caso a los testimonios indígenas que reprodujo Miguel León Portilla en su antología de textos indígenas sobre la conquista, fue el hambre y la gran mortandad generada entre los sitiadores las que finalmente hicieron que éstos rindieran la ciudad (León-Portilla, 1987: 165-166). Desde la perspectiva militar, la tradición castellana de la guerra de sitios se había mostrado, una vez más, como la estrategia más eficaz para rendir una ciudad, como lo había escrito Alfonso X en la segunda mitad del siglo XIII: a saber «que las uillas grandes non se toman sino por fambre, o por furto o por cauas». (Partida II, título XXIII, ley 26. Alfonso X el Sabio, 1843: 886)

5. Conclusiones

Tras este análisis es posible establecer enunciar al menos tres conclusiones. La primera consiste en afirmar que es necesario realizar una re-lectura de las fuentes cronísticas bajo nuevas ópticas de análisis. Esa vuelta a las fuentes permitiría continuar la investigación por los derroteros ya explorados relativos a la participación indígena en la conquista de Tenochtitlan y a la manera en que los diversos altépetl pudieron percibir la presencia de Hernán Cortés y sus hombres con el fin de utilizarlos en beneficio propio en el marco de las luchas dinásticas y políticas que caracterizaron los últimos años del periodo posclásico. Ello de ninguna manera invalidaría, sin embargo, la actuación y voluntad del de Medellín sino que, por el contrario, permitiría calibrar mejor hasta qué punto, con base en la experiencia mediterránea acumulada al largo de los siglos en el arte de hacer la guerra, Cortés y sus hombres supieron sacar partido de esas divisiones, tejer alianzas y encontrar un lenguaje político y militar común.

La segunda conclusión consiste en sostener que, sin negar el protagonismo y la importancia de las milicias indígenas conquistadoras, desde una perspectiva de la estrategia militar, resulta claro que éstas sirvieron en buena medida como tropas auxiliares -por más que llevaran el peso de las cargas de infantería- y que, aunque sus conocimientos bélicos sobre las formas de la guerra mesoamericana y del terreno resultaron fundamentales durante la preparación del sitio y el desarrollo de las escaramuzas y batallas, en última instancia la estrategia militar que se impuso fue la castellana. Guerra simbólica por naturaleza, la guerra mesoamericana tenía unas implicaciones cosmológicas poco o nada patentes a los soldados españoles para quienes, por el contrario, sin olvidar su ethos caballeresco, lo importante era rendir a la ciudad de manera efectiva y para ello no dudaron en poner en práctica las distintas estrategias cuya operatividad y eficacia se había mostrado sumamente útil a lo largo de los siglos en la lucha contra el islam.

Finalmente, podemos afirmar que, a pesar de los ríos de tinta que han corrido sobre la conquista de Mesoamérica en general y de México-Tenochtitlan en particular, aún quedan diversas problemáticas por analizar. Una vía por explorar, por ejemplo, sería estudiar cómo se comunicaba el capitán extremeño con los capitanes tlaxcaltecas o huejotzingas durante el desarrollo del sitio de la capital mexica. Ello mostraría o bien una faceta nueva de Malitzin en su papel de transmisora de órdenes militares o bien, podría mostrar el hecho de que el lenguaje militar al final no era tan distinto y era comprensible por las personas de dos tradiciones culturales diferentes. De igual manera, sería interesante releer las crónicas, particularmente las de tradición indígena, con el fin de determinar si los soldados indígenas llegaron a dominar las armas occidentales, particularmente las espadas y ballestas, que no serían muy disímiles a la tecnología bélica con las que contaban o si, pudiendo usarlas, prefirieron mantener el empleo de sus armas tradicionales.

A quinientos años de la caída de México-Tenochtitlan, nos encontramos en un momento idóneo para releer las fuentes del siglo XVI, libres de prejuicios e ideologías nacionalistas de uno y otro signo, y comprender mejor a partir de los propios marcos referencias de los múltiples protagonistas de la conquista, ese complejo proceso de incorporación de las tierras que se llamarían la Nueva España a la Monarquía Hispánica, sin olvidar que el aspecto militar es tan sólo una perspectiva de análisis entre muchas posibles.

Bibliografía

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