Guerra Colonial

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Estados Unidos: de colonia a superpotencia

The United States of America: from colony to superpower

Alfredo Crespo Alcázar

Universidad Nebrija

Recibido: 3/05/2019; Aceptado: 26/06/2019

Resumen

Con el presente ensayo bibliográfico pretendemos exponer de manera sucinta qué camino transitó Estados Unidos para, en poco más de siglo y medio, pasar de colonia a superpotencia. Hemos acotado cronológicamente este trabajo, de tal manera que abarca sólo hasta el final de la Segunda Guerra Mundial, fecha que estimamos marca ese inicio como superpotencia global. Para desarrollar este tema hemos comentado cuatro obras sobresalientes que exponen de manera fiel y rigurosa la evolución a todos los niveles y en todos los ámbitos de Estados Unidos. Cuatro libros, en definitiva, escritos desde el rigor académico que abordan un objeto de estudio complejo y con numerosos matices que diseccionan sin incurrir en el abuso del metalenguaje.

Palabras clave

Estados Unidos, Segunda Guerra Mundial, colonia, superpotencia.

Abstract

With the present bibliographical essay we intend to expose succinctly what road the United States traveled to, in little more than a century and a half, to move from colony to superpower. We have delimited this work chronologically, in such a way that it covers only until the end of the Second World War, date that we estimate marks that beginning as a global superpower. To develop this theme we have commented on four outstanding works that expose in a faithful and rigorous way the evolution at all levels and in all areas of the United States. Four books, in short, written from the academic rigor that addresses a complex object of study and with numerous nuances that dissect without incurring in the abuse of the metalanguage.

Keywords

United States, World War II, colony, superpower.

1. Las obras escogidas: pluralidad y rigor

Nos encontramos con cuatro obras indispensables para conocer la historia de Estados Unidos, nación surgida en el siglo XVIII, cuyo indiscutible protagonismo actual en los asuntos globales se desarrolló a través de un proceso gradual que encontramos meticulosamente explicado en los libros de Tovar, Neila, Josa y Pani. Todos ellos coinciden en señalar dos acontecimientos determinantes que hicieron las veces de catalizador a la hora de encumbrar a Estados Unidos a la categoría de nación de referencia internacional: las dos guerras mundiales, si bien su reacción al término de las mismas resultó antagónica.

Las cuatro obras que analizamos resultan complementarias en tanto en cuanto cada una aborda el objeto de estudio otorgando prioridad a una disciplina académica, interrelacionándola con otras áreas del conocimiento. Al respecto, la historia, la ciencia política, la economía, la sociología y la filosofía permean por los libros seleccionados, apareciendo el rigor científico en todas sus páginas. Este rasgo el lector lo verá refrendado en el abundante manejo de bibliografía y fuentes consultadas. Asimismo, los cuatro autores optan por una exposición cronológica, lo que facilita la lectura y ordena el contenido.

No obstante, cada autor contempla a Estados Unidos de manera diferente. En efecto, más críticos se muestran Neila y Pani, si bien esto no implica que Josa y Tovar incurran en la condescendencia. Por el contrario, estos dos últimos ponen en valor el rol desempeñado por Estados Unidos en el panorama internacional, una cuestión que en ocasiones desde determinados altavoces mediáticos se repudia recurriendo a tópicos plagados de simplicidad. Florentino Portero, prologuista de la obra de Pedro F.R. Josa, hace referencia a este hecho cuando señala que, ante el protagonismo de las tesis neoconservadoras durante los gobiernos de George W. Bush (2000-2008), muchos periodistas y académicos españoles despreciaron aquéllas, sin profundizar en sus bases ideológicas.

En íntima relación con la idea anterior, el profesor Juan Tovar huye del pensamiento políticamente correcto emitiendo una imagen alejada de la euforia cuando aborda la figura de Barack Obama, refiriéndose en los siguientes términos a su política exterior: «no ha enunciado una política digna de tal nombre, (…), más allá de la política de nation building at home, que combinaría la prevalencia otorgada a la política interna con una política exterior menos activista y más pragmática que la de su predecesor» (págs. 183-184). Además, también corta de raíz con el mito que ha rodeado a la persona y al mandato presidencial de John Fitzgerald Kennedy, citando algunos de sus fracasos.

Otro ejemplo de «incorrección política» por parte del Doctor Tovar lo encontramos cuando disecciona las dos gobiernos de Ronald Reagan, figura denostada por amplios sectores de la izquierda. Al respecto, Tovar se aleja de los lugares comunes, afirmando que « (Reagan) demostró en la elaboración de su política internacional una enorme complejidad y una riqueza de contradicciones y paradojas que deberían alejarle de la simplicidad o la caricatura con la que tradicionalmente se le ha asociado por parte de sus críticos» (p. 127).

Igualmente, hallamos diferencias en el periodo cronológico abordado en las cuatro obras. Así, las de los doctores Tovar y Neila llegan hasta el momento actual, escrutando los primeros esbozos de la presidencia de Donald Trump. En este sentido, merece la pena destacar que ambos autores dejan de lado los aspectos más mediáticos y anecdóticos que rodean al controvertido personaje, para centrarse en aquellos de verdadera enjundia, como los relativos a su política exterior: su oposición a los grandes tratados comerciales, la consideración de China y de Méjico como actores desleales o la visión ciertamente peyorativa mostrada sobre los aliados europeos de la Casa Blanca (Tovar, 2017). Por su parte, las de Erika Pani y Pedro F.R. Josa no cubren la etapa iniciada a partir de noviembre de 2018 ya que fueron editadas antes de la victoria electoral del Partido Republicano.

2. Construcción de la nación vs política exterior

Esta podría ser una de las características de Estados Unidos durante el siglo XIX: el predominio de la política interior sobre las relaciones internacionales. Sin embargo, se trata de una aseveración excesivamente genérica, que las obras de Neila, Tovar y Josa desmenuzan eficazmente.

Pani, por su parte, se detiene en los avatares por los que discurrió la política doméstica del país, escenario al que concede mayor peso cuantitativo. Al respecto, se muestra crítica con el progreso experimentado Estados Unidos en la aludida centuria, en tanto en cuanto aquél también generó desigualdad y exclusión entre amplios sectores de la sociedad: «sólo eran lo suficientemente responsables para votar, se argüía, los dueños de bienes raíces, cuyas tierras los arraigaban a la comunidad y los comprometían con el orden, el bienestar de la comunidad y la defensa de la propiedad» (Pani, p.72). Asimismo, las conductas racistas se manifestaron con claridad durante buena parte del siglo XIX. En este sentido, tanto Pani como Neila reprochan la pervivencia esclavitud, factor que en última instancia desencadenó la guerra civil.

Aún con todo ello, el crecimiento económico de Estados Unidos resultó imparable a lo largo del siglo XIX, facilitado por la construcción de infraestructuras y por el espectacular desarrollo tecnológico. Este progreso material, unido al clima de libertad religiosa y política, atrajo a ciudadanos de diferentes partes del mundo que identificaban a la «joven república» con el país de las oportunidades.

A este fenómeno alude José Luis Neila explicando cómo en la recta final del siglo XIX se produjeron una serie de transformaciones económicas e industriales que alteraron la política mundial. Estados Unidos se valió de su posición privilegiada (gran evolución científica, riqueza de materias primas, menores niveles de conflictividad social que en Europa, ausencia de peligros externos…) para posicionarse definitivamente en el escenario internacional, comenzando a cuestionar la hegemonía de Gran Bretaña.

Continuando con su desarrollo interno, Estados Unidos estableció un sistema político en el cual determinadas instituciones propias de Europa, como la monarquía y la aristocracia, no tenían cabida. Además, su Constitución trazó un equilibrio entre los poderes del Estado, evitando de esta manera que la presidencia pudiese degenerar en una tiranía. Pani desarrolla este asunto de enorme trascendencia, explicando que el Estado no se vinculaba con ninguna dinastía, ni con el mandato religioso. En íntima relación con este argumento, el gobernado constituía una pieza clave al entenderse que era el depositario de la soberanía, no un súbdito.

El profesor Neila, al hilo de esta cuestión, afirma que la creación de Estados Unidos y su opción por la República supuso un cuestionamiento general de la monarquía como forma de organización política. Además, como apunta Erika Pani, la ruptura de la antigua colonia con Inglaterra se produjo a través de una revolución que resultó menos abrupta y traumática que la francesa. De hecho, cabe recordar que los excesos de esta última fueron condenados por pensadores de la relevancia de Edmund Burke. Finalmente, otro de los rasgos que se consolidaron en Estados Unidos a lo largo del siglo XIX fue el bipartidismo.

3. La tibieza inicial de la política exterior de Estados Unidos

¿A qué obedeció la cautela inicial de Estados Unidos en lo relativo a la política exterior? A esta cuestión responde el Profesor Neila señalando que la razón principal radicó en que los Padres Fundadores de la (nueva) nación eran realistas, no utópicos. En congruencia con este planteamiento, reconocieron y asumieron la debilidad militar de Estados Unidos con respecto a las grandes potencias europeas del momento como Inglaterra o Francia.

El ejemplo de esta postura lo hallamos en el discurso de George Washington de 1796 en el que reivindicó la neutralidad, el aislamiento y la libertad de navegación, aspecto este último determinante para la supervivencia del país. Juan Tovar apunta, asimismo, que el citado George Washington era contrario a establecer alianzas permanentes con las naciones europeas, las cuales mostraban tendencia a la guerra entre ellas por motivos como la ambición o la ira.

En consecuencia, el clima de enfrentamiento permanente en el que se hallaba sumida Europa tras la revolución francesa influyó notablemente en la orientación de la política exterior de Estados Unidos, la cual se vertebró alrededor de dos conceptos o de dos aspiraciones: neutralidad y aislamiento. El primer gran viraje de este modelo teórico lo encontramos en 1823 con la formulación de la Doctrina Monroe, susceptible de traducirse en la máxima «América para los americanos».

Para Tovar, la Doctrina Monroe significó la presentación de la estrategia que seguiría Estados Unidos con relación a las luchas por la independencia que las colonias españolas en América Latina estaban librando contra la metrópoli. Ante este fenómeno, Estados Unidos respondió reconociendo a las nuevas naciones que iban surgiendo, a las que además envió personal diplomático, subraya José Luis Neila. Para Pedro Josa, la Doctrina Monroe colocó a Estados Unidos en el panorama internacional. Por su parte, Erika Pani muestra una actitud más crítica con las intenciones de Estados Unidos a la hora de pronunciar esta doctrina, aseverando que sirvió para justificar sus intervenciones posteriores en América Latina.

Cronológicamente hablando, la segunda gran doctrina fue la del Destino Manifiesto, base ideológica para legitimar la expansión hacia el Oeste y proseguir la construcción de la nación. El componente religioso, providencialista y moralista ocupó un espacio fundamental en esta nueva doctrina: «la expansión de la democracia en la frontera del Oeste se legitimaba desde un discurso moderno al asociar la democracia, la cristiandad, la paz y la civilización con la noción de progreso. Se articulaba una malla textual de persuasión legitimadora de la conquista. La homogeinización del territorio en términos de homología legal e institucional en torno a la democracia y la República se presentaba como la vía para la construcción de la paz» (Neila, p. 25).

La suma de ambas doctrinas refleja que los planteamientos en política exterior de la «joven república» habían sufrido una alteración notable, producto sobre todo de la influencia de los aspectos comerciales. En efecto, el desarrollo económico experimentado le exigía disponer obligatoriamente de nuevos mercados a los que vender sus excedentes y de los que obtener materias primas que garantizasen el frenético ritmo de producción en el interior del país, lo que multiplicó su actividad diplomática y también los enfrentamientos bélicos con potencias extra-regionales venidas a menos, como España, a la que derrotó con suma facilidad en 1898.

A pesar de la división, tanto a nivel de la clase política como de la opinión pública, que la guerra contra España suscitó en el interior de Estados Unidos, su desarrollo significó el triunfo de aquellas posturas partidarias de un rol más activo en los asuntos internacionales, representadas por los presidentes Willliam McKinley y Theodore Roosvelt. Especialmente relevante resulta la figura del segundo, al que el Dr. Josa asocia con un internacionalismo conservador, en función del cual, Estados Unidos debía sustituir a Gran Bretaña como árbitro del concierto mundial, rol que asumió cuando participó en la Conferencia de Algeciras en 1906.

El profesor Juan Tovar también valora el viraje introducido por Theodore Roosevelt en la política exterior norteamericana, simbolizado en su corolario de 1904: Estados Unidos debía expandirse del Atlántico al Pacífico e intervenir en América Latina sólo si alguna de sus naciones no cumplía con sus obligaciones internacionales. Con todo ello, esta sucesión vertiginosa de acontecimientos convirtió el aislacionismo más en un mito que en una realidad tangible: «una nación que hacia 1900 había cuadruplicado la extensión de sus territorios, que se había comprometido en guerras de conquista, que había actuado con vigor para acceder a mercados en todo el globo y que acababa de embarcarse en su imperio ultramarino, difícilmente podía catalogarse de aislada”» (Neila, p. 31). Para Erika Pani, Estados Unidos se había transformado en la potencia hegemónica en el hemisferio occidental «atribuyéndose el derecho a intervenir en las repúblicas hermanas de América Latina» (p. 152).

No obstante, de una manera más general puede afirmarse que Estados Unidos había extraído una lección en función de las dinámicas que se estaban observando a nivel internacional: si deseaba un orden mundial basado en el respeto de la ley y del orden, clave para sus intereses comerciales, debía estar presente en los grandes foros internacionales.

4. Hacia el idealismo wilsoniano

El rol que Theodore Roosevelt había diseñado para su país en el panorama internacional quedó en el olvido durante los años siguientes (presidencia de William Taft). Dicho con otras palabras, Estados Unidos retornó a un cómodo aislacionismo, en un momento en el cual a nivel doméstico afrontaba numerosos retos, en muchas ocasiones derivados de su progreso material como nación. Al respecto, Theodore Roosevelt y Woodrow Wilson pusieron en marcha una legislación progresista: el primero a través de unas ambiciosas leyes anti-trust; el segundo, defendiendo medidas como la existencia de un seguro médico o de un salario mínimo para los trabajadores.

Conviene detenernos en la figura Wilson. En su discurso de investidura de 1913 se centró sobre todo en la situación interna (económica, social, política…) de Estados Unidos, sin otorgar protagonismo al escenario que se estaba viviendo en la «vieja Europa», cuyas principales naciones difícilmente podían ocultar el rearme acelerado y la militarización que estaban llevando a cabo desde hacía varios años.

Con relación a su política exterior, Wilson defendía la libertad de las naciones para elegir su forma de gobierno, un aspecto en el que Estados Unidos no debía inmiscuirse. Este punto de vista se manifestó con nitidez cuando estalló la Primera Guerra Mundial con la defensa de la neutralidad, una política que varió gradual y radicalmente, como corroboró la intervención norteamericana en la contienda bélica a partir de 1917.

En efecto, el inicial compromiso por la neutralidad lo valoraron positivamente los votantes norteamericanos, permitiendo a Wilson ganar las elecciones de 1916, subraya Pani, autora que también aporta una razón de peso a la hora de analizar esa conducta del presidente: el hecho de que Estados Unidos fuera un «crisol de nacionalidades», complicaba decantarse, cuando menos al inicio de la guerra, por uno de los bandos en litigio. José Luis Neila cita otras razones, complementarias con las expuestas por Erika Pani, para explicar la neutralidad inicial: la seguridad que le brindaban los dos Océanos, la magnitud de recursos con los que contaba, la lejanía con respecto a los principales escenarios de conflicto y una opinión pública que, si bien mostraba simpatías hacia los aliados, era contraria a intervenir en la guerra.

Para Pedro Josa, cuando Wilson intervino en la Primera Guerra Mundial no se guió por patrones cortoplacistas. Por el contrario, lo hizo pensando en el sistema mundial posterior, el cual debería modelarse a imagen y semejanza de las ideas de Estados Unidos, es decir, de las ideas Wilson, entre las que Neila enumera la seguridad colectiva, la reducción de armamentos y el principio de autodeterminación. El Dr. Josa subraya con acierto un hecho: este ambicioso plan del Presidente relativo a la reconstrucción post-bélica, debería refrendarlo el pueblo norteamericano «poco dispuesto a las grandes empresas internacionales» (pág. 91).

Asimismo, entre los argumentos empleados por Wilson para justificar la intervención de su país en la contienda bélica hubo uno fundamental: atribuyó la responsabilidad total de la guerra a Alemania y al Káiser, contraponiendo el sistema político norteamericano (democracia liberal) con el germano, al que identificó como sinónimo de autocracia. Con ello, Wilson no se desmarcaba de la visión peyorativa que sus antecesores en el cargo, empezando por los Padres Fundadores, habían mostrado sobre Europa y sus gobiernos.

Existe una coincidencia en los cuatro autores en lo relativo a las razones que impulsaron definitivamente a Estados Unidos a participar en la Primera Guerra Mundial. Al respecto, la interceptación del telegrama Zimmermann resultó determinante, si bien previamente el gobierno de Wilson había transitado de su inicial neutralidad hacia una actitud mucho más crítica con Alemania, en particular por el recurso de esta nación a la guerra submarina, lo que acarreó graves perjuicios comerciales a Estados Unidos.

Este viraje puede observarse en dos grandes discursos de Wilson, como recoge Juan Tovar. Por un lado, el titulado Making the world safe for democracy (2 de abril de 1917) en el cual reafirmaba la jerarquía de la democracia liberal en las relaciones internacionales, lo que lleva a Tovar a sentenciar que «las cruzadas por la democracia y la idea de la “nación indispensable” tienen aquí sus orígenes» (p.23), influyendo décadas después en las presidencias de Bill Clinton y George W. Bush. Por otro lado, el discurso de 8 de enero de 1918, en el cual señaló sus famosos 14 puntos sobre los que se debería cimentar la futura paz.

A partir de ahí, el Doctor Tovar disecciona milimétricamente las características del idealismo wilsoniano reflejando sus fuentes, sobresaliendo entre las mismas el excepcionalismo americano y la influencia de la teoría del destino manifiesto. Lo fundamental es que el idealismo wilsoniano tuvo un recorrido corto en la política exterior norteamericana, insiste Tovar: de hecho, no reapareció hasta la llegada al gobierno de Bill Clinton, ganador de las elecciones presidenciales de 1992. Para el Profesor Josa, Woodrow Wilson defendía el derecho de autodeterminación como respuesta al nacionalismo y de una manera más amplia, la democratización del mundo a través de un nuevo sistema de relaciones entre los estados. En consecuencia, bajo su presidencia Estados Unidos daba un paso más a la hora de implicarse en los asuntos mundiales.

El profesor Neila subraya que hasta ese momento Estados Unidos se había mostrado contrario a participar en las «corruptas» guerras de los europeos, manteniéndose de este modo inalterable la visión negativa que de los asuntos del «viejo continente» habían formulado los Padres Fundadores. Para el Dr. Neila, el idealismo de Wilson se centró en una serie de ejes fundamentales: la concepción de la democracia como un sistema de gobierno más justo que las monarquías y las autocracias, defensa de la descolonización y prevención de la guerra mediante la creación de instituciones internacionales (sobresaliendo entre las mismas la Sociedad de Naciones).

Woodrow Wilson hizo un manejo excelente de la propaganda, prosigue Neila, proyectando así el poder de Estados Unidos, convencido de que su país tenía un rol (vocablo que podemos entender como sinónimo de «misión») fundamental a la hora de extender la paz y la armonía internacional. Para Wilson, en definitiva, su país representaba el paradigma del progreso (Neila, p. 191).

En lo que al escenario doméstico se refiere, la intervención en la Primera Guerra Mundial supuso cambios trascendentes, de los cuales el Profesor Neila enumera algunos: incremento del presidencialismo, incorporación de las mujeres y de algunas minorías a las tareas de producción, uso del cine y de la propaganda para proyectar sentimientos germanófobos, represión del movimiento pacifista, limitación de la libertad de expresión, persecución a todo el que obstruyera el alistamiento obligatorio….

Además, hay que señalar que en el interior del país se produjeron con asiduidad conductas germanófobas, destacando el boicot a la lengua alemana. También se constataron actos de violencia contra emigrantes alemanes, los cuales tendían a vivir en comunidades cerradas. Por tanto, como sucediera en los países que tomaron parte en la Primera Guerra Mundial, también en Estados Unidos se desarrolló un notable nacionalismo que contenía abundantes dosis de populismo, incentivado por personalidades de relevancia pública como el propio presidente Wilson o el ex presidente Theodore Roosevelt.

5. El fracaso de Wilson y de su internacionalismo

El objetivo de Wilson de democratizar a los contendientes en la Primera Guerra Mundial chocó frontalmente con las aspiraciones reales de los vencedores. En efecto, por un lado Francia quería rentabilizar la derrota de Alemania, debilitando a ésta todo lo posible con el fin de evitar una nueva agresión. Por otro lado, Inglaterra deseaba mantener vivo el equilibrio de poder europeo. En consecuencia, «lejos de representar el espíritu de una paz sin vencedores, acabó por ser una paz impuesta cuya letra se alejaba en numerosos puntos de la visión wilsoniana del nuevo orden internacional» (Josa, pág. 97). Personalidades del momento, como el economista británico John Maynard Keynes lamentaron la paz que se había impuesto a Alemania, en la cual había primado el revanchismo de algunos de los vencedores, en particular de Francia.

Erika Pani hace referencia a este hecho, en concreto al desconocimiento por parte de Wilson de lo que era la política en Europa: aunque el presidente de Estados Unidos aconsejó no avasallar a Alemania, los aliados le impusieron un desarme unilateral, ocuparon el Ruhr y le exigieron el pago de unas indemnizaciones económicas que difícilmente podía afrontar (Pani, p. 187). Consecuentemente, el revanchismo se apoderó de amplios sectores de la sociedad alemana.

En el interior del país se celebraron apasionantes debates sobre la conveniencia o no de que Estados Unidos se integrara en la Sociedad de Naciones. Al respecto, Pedro Josa señala que los republicanos no aceptaban el rol que Wilson había trazado para Estados Unidos («policía mundial») porque implicaría una intervención permanente en cuantos conflictos se produjeran en escenarios geográficamente alejados.

Con todo ello, el rechazo final del Senado al Tratado de Versalles supuso dejar «el timón de las relaciones internacionales en manos europeas» (Josa, p. 104). A nivel de Estados Unidos, se impuso el unilateralismo aislacionista practicado durante los años veinte, el cual partía de una premisa: «Estados Unidos podría ocuparse mejor de sus propios asuntos, y dejar que el resto hiciese lo mismo. Mientras europeos y asiáticos se veían condenados a convivir con las crecientes tensiones que amenazaban con romper el frágil equilibrio de posguerra, Estados Unidos se preparaba para vivir su particular década feliz» (Josa, p.107).

6. Estados Unidos y el mundo: ¿hacia una nueva etapa por separado?

La década de los años 20 presentó unas características bien nítidas. Durante su desarrollo, la violencia perpetrada por grupos de extrema derecha y de extrema izquierda asomó ya al término de la Primera Guerra Mundial y mantuvo una presencia constante y frecuente. Estados Unidos también sufrió la violencia aunque ésta fue más de tipo étnico y racial.

No obstante, el rasgo que caracterizó al país fue una suerte de euforia en tanto en cuanto había sido la nación victoriosa en la Primera Guerra Mundial y, al contrario que el resto de países participantes, había sufrido menores pérdidas humanas y materiales. Los gobiernos republicanos que guiaron los destinos de Estados Unidos en estos años 20 priorizaron la actividad comercial (estableciendo elevados aranceles y reivindicando el laissez faire), aprobaron leyes de inmigración muy restrictivas (en particular, para evitar la llegada de ciudadanos procedentes del centro y del sur de Europa) y eliminaron aquellas otras orientadas a prohibir la concentración empresarial. El aislamiento con respecto a los asuntos globales en ningún momento se vio cuestionado ni por la opinión pública ni por el establishment político.

Asimismo, el escenario interno de Estados Unidos nada tenía que ver con el de la mayoría de los países europeos. En efecto, los gobiernos del «viejo continente» tenían serias dificultades para afrontar los problemas domésticos, en un momento en el cual la polarización social se multiplicaba a gran velocidad, al mismo tiempo que se alzaban cada vez más voces contrarias a la democracia liberal y partidarias de soluciones autoritarias. La Italia de Mussolini fue el precedente aunque no el único caso.

Esta época de prosperidad, vinculada a gobiernos del partido republicano, finalizó con el crack del 29, tras el cual, el panorama internacional presenció numerosos cambios, como refleja el Doctor Neila: Gran Bretaña abandonó el patrón oro, la URSS puso en marcha planes quinquenales, Alemania vio el ascenso de Hitler al poder y en Estados Unidos aparecieron leyes de neutralidad cuya finalidad era prevenir, como sinónimo de evitar, toda participación en la política europea.

No obstante, una nueva figura emergió entonces en la política norteamericana: el presidente Franklin Delano Roosevelt, miembro del partido demócrata, formación que ganó ininterrumpidamente todas las presidenciales desde 1932 hasta 1948, incluidas estas últimas. La primera victoria electoral de F.D. Roosevelt en 1932 hay que interpretarla en clave estrictamente doméstica, en un momento en el cual el escenario internacional mostraba síntomas preocupantes (auge del fascismo y del nazismo, apogeo de las purgas stalinistas, hundimiento de la Sociedad de Naciones…) corroborados conforme avanzaron los años 30 (anexión de Austria por parte de Alemania, ocupación de Etiopía por Italia, militarización de Japón…).

Aún con ello, durante los primeros años al frente de Estados Unidos, F. D. Roosevelt concedió mínima importancia a la política exterior, ejemplo de ello es que al igual que hicieron otras muchas naciones y gobernantes, mostró inicialmente una actitud contemporizadora hacia Hitler. Esta conducta del norteamericano comenzó a mutar cuando tuvo lugar la invasión de Polonia, calificando el expansionismo del Eje como un peligro para la civilización (Pani, p. 205).

7. F.D. Roosevelt durante la Segunda Guerra Mundial

Como sucediera con Wilson en la Primera Guerra Mundial, F.D. Roosevelt también mostró una evolución notable en su postura hacia la guerra y hacia los participantes en ella. En efecto, en el presidente norteamericano se observó una transformación gradual que en última instancia culminó con la intervención de Estados Unidos en la contienda bélica.

Para Pedro Josa, en un primer momento F.D. Roosevelt, aunque siguió fiel al aislacionismo de sus predecesores republicanos (Warren Harding, Calvin Coolidge y Herbert Hoover), también fue consciente de que el escenario en Europa podría desembocar en una nueva guerra. Como hizo Woodrow Wilson, para no ponerse en contra a la opinión pública, al principio defendió la neutralidad.

F.D. Roosevelt popularizó expresiones como la que definía a su país como «arsenal de la democracia». Esto se fue traduciendo en un cada vez mayor apoyo al esfuerzo de los aliados, entre otras razones porque el presidente norteamericano era contrario a la política de apaciguamiento propugnada por el Primer Ministro británico Neville Chamberlain, cuyos resultados se estaban mostrando más que negativos. F.D. Roosevelt en un primer momento se marcó como objetivo mantener la guerra alejada de Estados Unidos, de ahí la obligatoriedad de producir la mayor cantidad de armamento destinado a los aliados, dentro de los cuales sobresalía la figura del nuevo Primer Ministro británico Winston Churchill.

En este sentido, Churchill en todo momento trató de persuadir a Roosevelt para que Estados Unidos interviniera en la guerra. Al principio sólo obtuvo un compromiso económico pero vinculado a las expectativas que el presidente norteamericano tenía para el mundo de posguerra (rechazo de la expansión territorial de los vencedores, creación de unos mínimos de bienestar internacional, devolución de la soberanía a aquellos países ocupados por Alemania y liberalización del comercio). Algunas de estas aspiraciones chocaban con los intereses británicos, contrarios a todo aquello relacionado tanto con la aplicación del principio de autodeterminación como con la eliminación del proteccionismo. Mayor cercanía se observaba entre ambos estadistas en lo relativo a las indemnizaciones derivadas de la guerra: en ningún caso Alemania asumiría en exclusiva el pago de las mismas. En íntima relación con esta idea, Churchill y Roosevelt querían evitar que en el futuro Alemania se convirtiera en una amenaza para la paz.

Durante el desarrollo de guerra, F.D. Roosevelt también se mostró como un fino analista del escenario internacional. En este sentido, asociaba un triunfo de Alemania con la destrucción de la democracia y de las libertades asociadas a ella. El factor que provocó la entrada en la guerra fue el bombardeo de Pearl Harbor realizado por Japón en diciembre de 1941. A partir de ese momento, la actividad diplomática de F.D. Roosevelt resultó frenética. Se sucedieron los encuentros con los dirigentes aliados, en particular con Churchill pero también con Stalin.

Estas personalidades políticas tenían como objetivo común la derrota del Eje pero a partir de ahí, había notables diferencias entre ellos, en particular en lo relativo a cómo sería el nuevo orden mundial cuando finalizase la guerra. La lección que había extraído Roosevelt, quizás no sólo de la guerra sino del desarrollo del siglo XX hasta ese momento, descansó en la creencia de que su país no podía por más tiempo ampararse en un aislacionismo que resultaba retórico en la mayoría de las ocasiones.

Al respecto, F.D. Roosevelt en las conferencias de Teherán y Yalta defendió una serie de planes cimentados en aspectos como: desarme, descolonización (algo contrario a las expectativas británicas), nuevo marco político y territorial, disolución del imperialismo europeo y una limitada implicación de Estados Unidos en los asuntos europeos, considerando que de los mismos deberían ocuparse principalmente Reino Unido y la URSS (Neila, p. 264).

Roosevelt falleció en abril de 1945, esto es, cuando la guerra aún no había concluido. En consecuencia, no pudo observar los cambios que se produjeron en el orden mundial a partir de 1945, en el cual, las viejas naciones europeas, muchas de ellas con imperios cada vez más tambaleantes, ya no dominaban el mundo. Asimismo, como sucediera al término de la Primera Guerra Mundial, Estados Unidos también salió fortalecido militar, política y económicamente de la contienda bélica, sin olvidar que durante el desarrollo de la misma, al igual que ocurrió en 1917-1918, se incrementaron los poderes del presidente, se intensificó la propaganda para lograr la unidad de la sociedad civil y se controló la información a través de agencias especializadas, nos recuerda el profesor José Luis Neila.

Con todo ello, el nuevo panorama distaba mucho de ser idílico y, conforme se avanzó en la década de los años 40, más lejos quedaron las perspectivas expuestas por F.D. Roosevelt entre 1939-1945. En efecto, de la guerra emergieron dos superpotencias (Estados Unidos y la URSS) que tejieron una notable red de aliados, si bien en el caso de los aliados soviéticos lo fueron más por imposición que por voluntad propia. Entre Washington y Moscú apareció y se consolidó un antagonismo que reemplazó a la cooperación desarrollada entre 1941-1945, situando a las cuestiones de seguridad en un lugar preferente.

Se iniciaba de esta manera la «Guerra Fría» que se desarrolló hasta 1991, momento en que aconteció la implosión de la Unión Soviética. Durante estas décadas, el aislacionismo desapareció por completo de la agenda norteamericana, asumiendo un liderazgo sin fisuras del bloque occidental, fenómeno que tuvo como punto de partida la presidencia de Harry Truman pero que no se detuvo en él. Por el contrario, a partir de 1945 los sucesivos gobiernos de Estados Unidos entendieron que su país debía jugar un rol de actor principal en el panorama internacional, bien mediante relaciones bilaterales, bien como miembro de organizaciones como Naciones Unidas.

También irrumpieron en el escenario internacional numerosos nuevos estados consecuencia del proceso de descolonización así como una panoplia de organizaciones internacionales (regionales y supranacionales) que limitaron pero no socavaron la soberanía estatal. En lo que a Europa occidental se refiere, con el apoyo económico, militar e ideológico de Estados Unidos inició un proceso de reconstrucción post-bélica cuyos resultados fueron sobresalientes, como corrobora la prosperidad y el crecimiento que caracterizó a sus países durante el periodo 1945-1973.

8. En conclusión

Las dos guerras mundiales resultaron determinantes en la irrupción de Estados Unidos como potencia global. No obstante, su comportamiento al término de ambos conflictos bélicos fue diferente, cuestión abordada con rigor por las cuatro obras elegidas, referentes obligatorios para quienes se dediquen a las relaciones internacionales, la historia o la ciencia política. Consecuentemente, todo académico o investigador que tenga como objeto de estudio la política exterior de Estados Unidos deberá recurrir a estos cuatro libros.

Bibliografía

Erika Pani, Historia mínima de Estados Unidos. Turner, Madrid, 2016.

Juan Tovar, La doctrina en la política exterior de Estados Unidos: de Truman a Trump. Catarata, Madrid, 2017.

Pedro F.R Josa, La gran revolución americana. Raíces ideológicas de la política exterior de Estados Unidos. (Prólogo de Florentino Portero). Encuentro, Madrid, 2015.

José Luis Neila, El destino manifiesto de una idea: Estados Unidos en el sistema internacional. Editado por la Universidad Autónoma de Madrid, Madrid, 2018.

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