Historia de Etiopía (La Catarata, 2022), de Mario Lozano Alonso
José Martínez Buendía
Graduado en Historia por la Universidad de Murcia. Máster en Historia y Patrimonio Histórico en la Universidad de Murcia. Investigador independiente
El libro objeto de recensión viene a rellenar un hueco de la historiografía sobre Etiopía en español, a la vez que es una muestra del creciente interés en el país del Cuerno de África. Etiopía pasa por ser para el imaginario occidental un páramo semidesértico en el que las hambrunas y la extrema pobreza hacen estragos, a pesar de que posee una riqueza histórica y patrimonial envidiable. Eso viene a demostrar el autor del presente título sello de la editorial La Catarata, el profesor e historiador Mario Lozano Alonso, pues tal como plantea, su objetivo no es otro que ayudar a aumentar el conocimiento sobre la historia etíope, lo que lleva a cabo mediante un recorrido cronológico desde su célebre prehistoria hasta la actualidad misma de la guerra de Tigray.
En el primer capítulo el autor comienza haciendo un recorrido por la geografía etíope, responsable tanto de la protección de sus habitantes como de su fragmentación política. El territorio está ocupado en su mayor parte por el macizo etíope, dividido en dos hacia el noroeste y el sureste por el valle del Rift. Al este el desnivel desciende hasta las planicies de Afar y al oeste hasta la cuenca del Nilo. A consecuencia de esta variada orografía hay en el país seis regiones ecoclimáticas en función de la altitud. También es responsable del mosaico etnolingüístico que puebla Etiopía, pues el gobierno etíope reconoce hasta ochenta grupos étnicos, siendo los más numerosos los oromos, amharas, somalíes, tigrinos y sidamos, de diversos grupos lingüísticos. La creencia religiosa más extendida es el cristianismo ortodoxo tewahedo, seguido por el Islam suní y por un no pequeño número de cristianos protestantes. Hasta la fundación del Estado de Israel los judíos etíopes, conocidos como Beta Israel, formaron un grupo importante en la región montañosa de Simién. Continúa el capítulo repasando la antiquísima prehistoria etíope, considerada la cuna de la humanidad al ser hogar del Australopithecus afarensis. Se cree que la aparición de las primeras cerámicas y de las primeras especies domesticadas tuvieron lugar entre el tercer y segundo milenio antes de nuestra era. Aunque en el norte se da por concluida la prehistoria con la aparición de la cultura aksumita en el s. I a. C., en el centro y el sur se extendió hasta el siglo XIV. Bajo el denominado como período preaksumita (ss. IX-IV a. C.) se enmarca el nacimiento de los primeros Estados en el norte de Etiopía, aunque se trata de un periodo muy poco conocido. Los hallazgos epigráficos permiten conocer la existencia de un reino llamado D’MT de influencia sabea, lo que revelan su cultura material y la tipología del templo de Yeha. Entre los siglos IV y I a. C. esta influencia parece diluirse y da paso al periodo protoaksumita, siendo su principal característica la erección de estelas funerarias.
El segundo capítulo está dedicado al reino de Aksum desde el siglo I a. C. hasta el VI. La ciudad homónima fue su epicentro. Se extendió por el norte del territorio y se enriqueció gracias a su privilegiada situación para el comercio a través del puerto de Adulis. Mantuvo cierto grado de control sobre el sur de la península arábiga hasta la segunda mitad del siglo III. Buena parte de los reyes aksumitas son conocidos por los hallazgos epigráficos. Uno de los más célebres fue Ezana, bajo cuyo reinado se produjo la conversión al cristianismo, y quien llevó a cabo acciones militares contra el reino de Meroe. Otro famoso monarca fue Kaleb, quien dirigió una exitosa campaña militar contra el reino de Himyar. La corte se desarrolló notablemente, pues contaba con sus propias cecas monetarias y con un personal capaz de realizar inscripciones en ge’ez, griego y pseudosabeo. En las últimas décadas la arqueología está permitiendo descubrir cómo era la vida de las capas más humildes de la población.
Inicia el tercer capítulo con la decadencia y caída del reino de Aksum desde mediados del s. VII, probablemente debido a una reducción progresiva de los recursos agrícolas y comerciales, con el consecuente traslado de sus habitantes a otros lugares. Pero, como advierte Lozano Alonso, es una época oscura en cuanto a las fuentes existentes. Un importante hito en la historia etíope fue la llegada al trono de la dinastía Zagwe, grupo agaw. Su legado más reconocible son las iglesias excavadas en roca por su rey epónimo, Lalibela. En 1270 los agaw fueron derrocados por Yekunno Amlak, amhara, quien dio inicio a la dinastía salomónica, así denominada porque sus monarcas dicen ser descendientes de Menelik, hijo de Salomón y de la reina de Saba. En este siglo comenzó la evangelización del macizo central. Las culturas que allí habitaban nos son conocidas por las referencias que hacen las fuentes provenientes de los reinos cristianos y musulmanes (además de por el estudio arqueológico), que hacen mención al reino de Damot, que probablemente deba ser identificado con la cultura Shay. En este capítulo también se aborda el surgimiento y la expansión del Islam en Etiopía. Algunos hadices hacen referencia a que los primeros musulmanes que pisaron suelo etíope lo hicieron en el s. VII, mientras que los restos arqueológicos nos conducen al s. IX. En la zona oriental la dinastía Walasma fundó el sultanato de Ifat en el s. XIII, que sobresalió por el control del comercio con el resto del mundo árabe y por el desarrollo de sus ciudades con respecto a sus homólogos cristianos, además de por el empleo del regadío. En el contexto de la lucha entre los reinos cristianos y musulmanes fue muy importante el control de las rutas comerciales. En el s. XV el núcleo del sultanato se desplazó al oeste, creándose el sultanato de Bar Sa’ad ad-Din o Adal y experimentando un resurgimiento hasta que fueron prácticamente subyugados por Zara Yaqob, quien llevó a cabo un primer intento de centralización política. Este siglo es testigo también de los intentos de la Etiopía cristiana por abrirse a sus correligionarios europeos, que de ella solo conocían los relatos legendarios del reino del Preste Juan. Luego de unas tentativas de embajadas con venecianos y aragoneses que siempre se perdían, fueron los portugueses los primeros europeos en visitar Etiopía de forma más o menos regular.
El estudio de estas relaciones se intensifica en el cuarto capítulo. En 1528, el imán Ahmad ibn Ibrahim Grañ comenzó una ardua campaña militar para conquistar a sus vecinos cristianos, objetivo que habría logrado de no ser por el auxilio de una escuadra portuguesa comandada por Cristóbal de Gama. Sus descendientes, al ser considerados jurídicamente portugueses y católicos requerían un clero católico que se encargase de sus necesidades espirituales, lo que conduce al asentamiento de una misión jesuita. El catolicismo no se fortaleció hasta la llegada de un segundo contingente de jesuitas, entre los que el autor destaca especialmente a Pedro Páez, autor de una Historia de Etiopía, y consejero del emperador Susenyos, quien terminó por convertirse al catolicismo. Sin embargo, las múltiples rebeliones ortodoxas acabaron con la abolición del catolicismo por parte de su hijo Fasiladas y con la persecución de los practicantes de esta fe a partir de 1634. Este nuevo monarca comenzó la construcción de una majestuosa corte en Gondar, valiéndose de técnicas e ideas constructivas que habían sido importadas de los jesuitas. Comienza así el periodo gondarino, que se extendió hasta 1769, aunque la mayor parte de estos años (prácticamente a excepción de los reinados de Fasiladas, Iyasu I y de la regencia de la reina Mentewab) estuvieron marcados por la inestabilidad política, debido a las múltiples rebeliones y disputas religiosas en el seno de la propia Iglesia ortodoxa etíope. Durante todo este periodo las relaciones con los Estados musulmanes se vieron fortalecidas, aunque los otomanos ya habían incorporado a su imperio el eyalato de Habash, una parte de Eritrea. Otro hecho importante señalado por el profesor Lozano es que tanto musulmanes como cristianos tuvieron que hacer frente a las grandes migraciones oromo desde el siglo XVI, que se valieron de aquella coyuntura y de su capacidad guerrera para apoderarse de buena parte del territorio. A lo largo de esta época, los oromo fueron aculturándose y abrazando el cristianismo y el Islam.
El título del quinto capítulo, ‘’descomposición y reunificación’’ es una perfecta síntesis de la historia política de Etiopía entre 1769 y finales del siglo XIX. Como indica el autor, durante la ‘’era de los jueces’’ (Zemene Mesafint), las élites locales acapararon el poder, arrebatándoselo al neguse negest, que se convirtió en una figura sin autoridad. Sería Tewodros II quien lograría la unificación, iniciando la paulatina modernización del Estado etíope. Tanto él como sus sucesores tuvieron que hacer frente a dos amenazas: las casi sempiternas rebeliones internas y la nueva amenaza del colonialismo. No obstante, en este momento los etíopes frustraron dos intentos de invasión egipcia y derrotaron a los italianos en Adua, aunque estos se apoderaron y expandieron la Eritrea otomana. Bajo el reinado de Menelik II se fundó Adís Abeba y se logró la mayor expansión territorial hasta entonces, más o menos similar a la actual.
El sexto capítulo se centra en los regímenes de Haile Selassie y el Derg. Selassie culminó la apertura internacional de Etiopía, con logros tales como la entrada del país en la Sociedad de Naciones. Aun así, no pudo evitar la ocupación de la Italia fascista entre 1936 y 1941. Como bien ha señalado el profesor Lozano, los dos grandes pilares del emperador fueron el ejército y su labor diplomática. A pesar de ello, los numerosos problemas internos (actividades guerrilleras en Ogadén y Eritrea, esta última anexionada tras la Segunda Guerra Mundial, las desigualdades sociales, la ineficiencia frente a las hambrunas) causaron el descontento del estamento militar, siendo depuesto Selassie y posteriormente asesinado, iniciándose en 1974 el régimen del Derg. Esta junta militar de corte comunista, que gozó de gran apoyo popular al principio, llevó a cabo medidas contraproducentes como las colectivizaciones, que empeoraron la situación humanitaria, desarrolló una severa política represiva y se enfrentó a numerosos conflictos armados dentro y fuera de sus fronteras. Finalmente, los movimientos guerrilleros propiciaron su derrota militar y la huida del dictador Mengistu.
El séptimo y último capítulo recorre las tres últimas décadas de Etiopía hasta nuestros días. Siendo uno de los países más empobrecidos del mundo, la economía etíope mejoró paulatinamente en un nuevo régimen basado en el etnofederalismo creando kilikoch o regiones basadas en las distintas naciones que componen Etiopía, destacando el desarrollo de la energía hidroeléctrica y las privatizaciones parciales. A pesar de todo, vivió una cruenta guerra con Eritrea, que se había independizado mediante un referéndum en 1993, el gobierno distaba mucho de ser democrático y los oromos estaban en constante tensión. La crisis interna pareció terminar con la llegada de Abiy Ahmed Ali, pues se puso fin a las disputas fronterizas con Eritrea y se amnistió a varios presos políticos. Señala el autor que en su gobierno hay una tendencia panetíope que sustituye al etnofederalismo anterior, con un mayor centralismo. Las protestas de los oromos han pasado a un segundo plano, pues en el momento en el que el autor escribía este libro las milicias del FPLT, el grupo político más importante de Tigray, se rebelaban, iniciándose así una guerra civil en la que Adís Abeba ha tenido el apoyo del gobierno eritreo y de las milicias oromos.
Podemos concluir afirmando que el autor consigue el objetivo propuesto por él mismo. El libro ofrece una condensada información, tratando cada periodo histórico con el mismo rigor y precisión, y haciéndose eco de las más hipótesis más actualizadas y desmontando aquellas que se tienen por desfasadas. Sus breves páginas logran despertar el interés del lector en la historia de Etiopía y el repertorio bibliográfico que cierra el libro se presenta como una herramienta imprescindible para ahondar en sus diversos aspectos. Supone, pues, una obra de primer orden para arrojar luz sobre el país ‘’que está llamado a ser la gran potencia africana’’.
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