Guerra Colonial

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La usurpación estatal del nacionalismo ruso

The State’s Seizure of Russian Nationalism

María José Pérez del Pozo
Universidad Complutense de Madrid, Madrid, España
mjperezp@ucm.es

Recibido: 02/05/2023
Aceptado: 05/06/2023

DOI: https://doi.org/10.33732/RDGC.12.82

Resumen

La autocracia y la Iglesia ortodoxa han sido dos pilares fundamentales en la construcción del nacionalismo ruso, que ha sobrevivido a los diferentes procesos de construcción estatal y a múltiples formas de relación con los pueblos no rusos. La Federación Rusa actual ha vivido un proceso de apropiación y exaltación del ideario nacionalista, convirtiendo en cotidianos los discursos patrióticos, civilizatorios y eurasianistas más radicales sobre los que impulsa un consenso social. El deterioro de las relaciones entre Rusia y Occidente, que se inicia en 2007, ha afilado el discurso imperial de Putin haciendo valer la importancia de Ucrania en el imaginario político y emocional ruso de forma definitiva y violenta en febrero de 2022.

Palabras clave
Nacionalismo, Autocracia, Imperio, Ucrania, Eurasianismo

Abstract

The autocracy and the Orthodox Church have been two fundamental pillars in the construction of Russian nationalism. This nationalism has survived the different processes of state building and multiple forms of relations with non-Russian peoples. The current Russian Federation has undergone a process of appropriation and exaltation of the nationalist ideology. The most radical patriotic, civilizing and Eurasianist discourses, on which a social consensus is promoted, have become a daily occurrence. The deterioration of relations between Russia and the West, which began in 2007, has sharpened Putin's imperial discourse by asserting the importance of Ukraine in the Russian political and emotional imaginary in a definitive and violent way in 2022.

Keywords
Nationalism, Autocracy, Empire, Ukraine, Eurasianism

INTRODUCCIÓN

El 12 de julio de 2021, Vladimir Putin publicaba su artículo «Sobre la unidad histórica de rusos y ucranianos» en el que presenta su propia interpretación de los siglos de historia compartida por ambos grupos sociales. El texto, considerado como justificación teórica del presidente ruso para iniciar la guerra contra Ucrania siete meses más tarde, finaliza con estas palabras:

«Estoy convencido de que la verdadera soberanía de Ucrania es posible precisamente en asociación con Rusia. Nuestros lazos espirituales, humanos y de civilización se han formado durante siglos, se remontan a las mismas fuentes, templados por pruebas, logros y victorias comunes. Nuestro parentesco se transmite de generación en generación. Está en los corazones, en la memoria de las personas que viven en la Rusia y Ucrania modernas, en los lazos de sangre que unen a millones de nuestras familias (…) Después de todo, somos un solo pueblo» (Putin, 2021: 10).

Este ensayo y los posteriores discursos y declaraciones de Putin con relación a Ucrania se inscriben dentro de una retórica nacionalista que se ha consagrado en el relato político ruso desde el final de la época soviética, y que está cargado de referencias al espacio postsoviético como principal área de influencia de su política exterior.

La excepcional aventura histórica de construcción del imperio ruso, caracterizada por la unidad geográfica de un territorio sin solución de continuidad, llevó implícita una particular relación entre los rusos y los grupos sociales dominados. De esta forma, como señala Radvanyi (2004: 12), todo el imperio fue metrópoli y el espacio vivido de los rusos se confundía con el de las otras nacionalidades. El final de la modificación de las fronteras y los cambios de regímenes políticos configuran, a partir de 1991, una realidad nacional extraordinariamente compleja donde la identidad rusa está en un permanente proceso de reinvención, con un difícil ajuste a los límites del Estado-nación. La nueva Rusia se ve obligada a acometer una búsqueda de identidad basada en la continuidad histórica del estado constreñido a la vez dentro de unas fronteras que excluían a una parte de la comunidad definida étnica y territorialmente como rusa. Esa conflictiva adaptación a la pérdida territorial por parte del nuevo estado ha propiciado una discusión permanente sobre la dimensión geográfica del nacionalismo ruso, debate alimentado por unas élites que han proyectado programas de política exterior inspirados en la hegemonía y la excepcionalidad rusas. Es así como el nacionalismo expansionista de Putin legitima la tutela política, económica, militar y cultural sobre el mapa eurasiático, y muestra la centralidad de Ucrania en el imaginario político ruso.

Partiendo de la enorme complejidad histórica y cultural rusa, el objetivo de este trabajo es analizar cómo la construcción del nacionalismo ruso, que se define por su posición con respecto a Europa occidental, a veces, afín y, otras veces, opuesta, ha sufrido una instrumentalización histórica por parte del poder político. Nos preguntamos, en qué medida la radicalización del discurso identitario y civilizatorio, desarrollado de forma progresiva en la larga etapa presidencial de Vladimir Putin, ha servido como legitimador de políticas de tutela hacia el espacio postsoviético, conduciendo finalmente a la invasion de Ucrania.

Nacionalismo e Imperio: las primeras corrientes nacionalistas

La religión, el Estado y su relación con el pueblo han sido las grandes fuentes inspiradoras de la conciencia nacional rusa. Desde la Edad Media existen unas constantes históricas y religiosas que van a inspirar la idea nacional. La experiencia vivida durante el Principado de Moscú, el Zarato y, particularmente, la etapa Imperial1, junto con la consagración de la Iglesia ortodoxa en 1589 como elemento de unidad, sirven de sustrato para sistematizar a partir del siglo XIX la construcción de los elementos teóricos fundamentales del nacionalismo ruso.

Marlène Laruelle (2011: 64) define la identidad nacional como «un constructo en constante evolución, sujeto a perpetuas renegociaciones e indicativo de los constantes ajustes de las sociedades ante nuevas situaciones políticas, económicas y sociales». En este sentido, la evolución política y el permanente expansionismo ruso han obligado a una constante adaptación desde la inicial esencia nacional basada en elementos de identificación2, hasta la construcción de un nacionalismo definido por la actitud adoptada por el estado ruso hacia las ideas y valores procedentes de Occidente. La influencia del constitucionalismo europeo y de los postulados de libertad e igualdad plantearon desafíos internos a los monarcas rusos a la hora de decidir la mayor o menor consideración del pueblo como base de su soberanía (Tsygankov, 2006: 8) y la aplicación de su mesianismo civilizatorio hacia las poblaciones sometidas en su política imperial (Hosking, 2012: 96).

De hecho, es la posición adoptada ante los comportamientos occidentales el elemento en torno al cual se define el debate entre las diferentes corrientes rusas sobre la identidad nacional. La apertura y renovación iniciada por Pedro el Grande (1682-1725), admirador de los modelos estatales de Suecia y el Reino Unido, afectó a la organización administrativa y militar, a la vida política, la economía, e incluso a la iglesia ortodoxa que pasó a estar sometida al poder del estado. También las campañas napoleónicas mostraron los temores y la admiración ante el contagio europeo que podía amenazar la estabilidad interna al introducir nuevas ideas sobre el romanticismo, la ciudadanía, el estado de derecho, etc., ideas que van a inspirar la revuelta de los decembristas a finales de 1825. A la vez, el triunfo sobre los franceses afianza los argumentos de aquellos que subrayan la excepcionalidad y superioridad rusa y la defensa de valores tradicionales.

Estas posturas acabaron por crear dos tradiciones distintas que enfrentaron a lo largo del siglo XIX concepciones opuestas del nacionalismo ruso: por un lado, los eslavófilos o civilizacionistas, que idealizaban la Rusia anterior a las reformas de Pedro el Grande, se enorgullecían de los valores rusos porque eran contrarios al empobrecimiento y decadencia espirituales de occidente, a su individualismo y ateísmo. Los primeros eslavófilos abogaban por la expansión hacia el este y sur del imperio donde proyectar la fuerza de futuro de un país con un proyecto mesiánico. Para esta corriente, Rusia aportaba a la humanidad dos aspectos centrales de su pensamiento: la preservación de la integridad del cristianismo ortodoxo y el espíritu comunitario (sobornost) que se mantenía en las comunidades campesinas. La segunda generación de eslavófilos, que son el germen del paneslavismo, surge a mediados del siglo XIX entre los eslavos occidentales, y van a fusionar el mesianismo con la superioridad de la raza eslava. De esta forma, escritores y filósofos rusos que simpatizaron con el paneslavismo encontraron la justificación al expansionismo imperial (Sánchez García, 1999: 307) que se desarrolla a lo largo del siglo XIX en Asia y el Cáucaso. Esta corriente influyó ya en cierta medida en la consideración interna de otros grupos étnicos dentro del imperio frente a la esencia nacional rusa. Dostoyevski fue un importante divulgador de estos postulados, que nos presenta al pueblo ruso marcado por el espíritu de sacrificio y victimismo histórico, como un componente de identidad rusa. Un siglo después, la obra de Solzenitsyn será utilizada al final de la URSS como un modelo de ideario nacionalista ruso: el pueblo que sufre la destrucción de su cultura por la revolución bolchevique y el totalitarismo soviético; su sacrificio solo ha recibido odio (Faraldo, 2020: 64).

La otra corriente del nacionalismo ruso es la formada por los llamados Occidentalistas que, atraídos por la cultura europea, denuncian la ausencia de un estado de derecho en Rusia, país al que consideran de segunda clase, atrasado y con instituciones obsoletas. Admiraban las libertades constitucionales europeas, especialmente las individuales por ser las más ausentes en Rusia. Sin embargo, confiaban en la propia naturaleza de la evolución que acabaría situando al país entre las potencias europeas. Pavel Milyukov, ministro de Asuntos Exteriores en los primeros meses de 1917 y líder de los liberales rusos, defendía la participación de Rusia en la Primera Guerra Mundial (IGM) como un tema de principios y de orientación identitaria de su país (Tsygankov, 2006: 5). Dentro de los occidentalistas aparecerán distintas tendencias a lo largo de los siglos XIX y XX que difieren en los medios para avanzar hacia una sociedad más moderna (Jovaní Gil, 2014: 169).

Estos planteamientos multifacéticos del nacionalismo afectaron, como es lógico, a la utilización de distintos recursos de política imperial que fueron evolucionando con el tiempo. Hosking (2012: 96) diferencia las estrategias utilizadas en los siglos XVI y XVII, cuyo objetivo era suprimir la resistencia para asegurar la integración en el imperio y la fidelidad al zar, de las tendencias que se van imponiendo en el siglo XVIII y principios del XIX que se proponen “civilizar” a los pueblos no rusos, imponer controles administrativos directos, pero manteniendo la tolerancia religiosa. A finales del XIX y principios del siglo XX, los funcionarios imperiales diferían en los objetivos a alcanzar: algunos trataban de inculcar el sentimiento de orgullo por pertenecer e identificarse con el imperio aunque preservando la cultura no rusa, mientras que otros adoptaban la lengua rusa en asuntos administrativos e imponían campañas de conversión religiosa, aunque con éxitos muy desiguales.

En Asia central, Rusia utilizó la participación de los jefes locales en los niveles más bajos de la administración cuyos cargos intermedios y locales eran ocupados por rusos. La convivencia y el entendimiento más o menos informal entre ambos grupos tuvo un éxito desigual, ya que las normas y tradiciones locales se enfrentaban en muchos casos con las leyes de la metrópoli. La influencia occidental contribuyó en cierta medida a que el afán de los funcionarios imperiales por convertir a los súbditos en ciudadanos implicara la tolerancia con el Islam. El estallido de la IGM y el reclutamiento de los musulmanes será el detonante de varios disturbios y de oleadas migratorias hacia China entre 1916 y 1917 (Hosking, 2012: 101).

Mucho más dramática fue la estructura imperial con las partes de Polonia incorporadas a finales del siglo XVIII, con población ucraniana y bielorrusa que fue obligada a convertirse a la religión ortodoxa. Los ucranianos mantenían aspiraciones independentistas dentro del imperio ruso que encontraban expresión en una cultura y lengua literaria propias. Para neutralizar esta amenaza, en 1870 se prohibieron las publicaciones y actividades públicas en lengua ucraniana. La represión contra los polacos y judíos fue aún más brutal, ya que ambos grupos tenían sólidas bases culturales, religiosas y, en el caso polaco, una experiencia histórica de estado independiente. Alejandro I, fiel a su alineamiento prooccidental, implantó un régimen constitucional experimental en Polonia. Sin embargo, no aplacó la rebelión contra la dominación rusa, por lo que se acabó imponiendo la ley marcial y el destierro a Siberia de parte del clero y la nobleza. Los judíos fueron confinados en Territorios de Asentamiento, sin acceso a la propiedad agrícola y sin voto en las elecciones locales, lo que les convirtió en víctimas fáciles de pogromos, mientras Nicolás II paralizaba cualquier intento emancipador. Posición muy diferente a la que mantuvo con Finlandia, a la que en 1905 le permitió restaurar el estatuto de autonomía; en cambio, los estonios y letones, que en esa fecha protagonizaron violentas protestas sociales y étnicas, fueron duramente reprimidos.

El Cáucaso fue, sin duda el territorio donde la dominación fue más violenta, en parte por su extraordinaria diversidad religiosa, lingüística, económica, cultural y étnica, y, en parte también, por una estrategia rusa de eliminación de oposición y de deportaciones masivas hacia el imperio otomano. Lejos de aplacar la cólera, ha perpetuado hasta hoy la rebeldía y la insurrección hacia Rusia.

Pero, la dominación sobre los pueblos no rusos generó el resentimiento no sólo entre ellos sino también entre los propios rusos que se perciben discriminados frente a otros grupos, particularmente los judíos. La incertidumbre generada por los cambios económicos, la incipiente industrialización, el creciente desarrollo educativo y una cierta cultura y progreso social van a radicalizar a los más acérrimos conservadores, defensores de la vida comunal, tradicional y religiosa. Estos desajustes sociales y la falta de instituciones para canalizar las quejas favorecieron la aparición de organizaciones políticas radicales, como la Unión de Pueblo Ruso (1905), vinculada a las Centurias Negras de San Petersburgo, defensora de los pogromos antijudíos, la pureza de la raza, el culto a la violencia y el dominio ruso (Sánchez García, 1999: 308).

EL EURASIANISMO

Este movimiento surge en la década de 1920 como una variante del paneslavismo que manifiesta su rechazo a la influencia occidental y centra su aspiraciones civilizacionistas en el espacio eurasiático. De esta forma, los eurasianistas adaptan su credo a la centralidad cultural e histórica rusa, a la vez que atenúan el fracaso de las aspiraciones expansionistas rusas en los Balcanes orientales -particularmente en Bulgaria- que había supuesto el Tratado de Berlín de 18783. Hay, por tanto, dos fundamentos en esta corriente: el geográfico y el civilizacional, que en función de la coyuntura del país se presentarán de forma conjunta o separada. A medida que los eurasianistas se fueron acercando al poder durante la fase soviética aportaron respuestas agresivas y expansivas a los dilemas rusos de seguridad dentro del estado y en política exterior.

El eurasianismo ha mostrado una flexibilidad que le ha permitido sobrevivir hasta hoy, subordinando un ideario fragmentado y con ciertos tintes academicistas4 a las necesidades del poder: del rechazo a los valores occidentales y al capitalismo, Lenin y Trotski pasaron a la doctrina de la revolución mundial, como el mayor desafío directo a Occidente; más tarde, el principio de la coexistencia pacífica con el capitalismo se acabará imponiendo, manteniendo, eso sí, una actitud expansiva para garantizar la seguridad de la URSS. Por su parte, Trubetskói, uno de los autores más importantes de esta corriente, defiende un nacionalismo paneuroasiático (Jovaní, 2014: 176), que considera la convivencia de todos los grupos nacionales en situación de igualdad, argumento que hacía factible la configuración del nuevo estado soviético.

A partir de 1991, con la independencia de Bielorrusia y de Ucrania, resurge un eurasianismo geográfico que acaba orientando a Rusia hacia Asia Central, convertida en área de interés prioritario de la política exterior rusa y sobre la que reclama en Naciones Unidas una posición de tutela internacional. Por su parte, Alexander Dugin5 es el más claro representante actual de un neoeurasianismo, con tintes antisemitas y fascistas. Contempla a Rusia como un imperio terrestre en constante expansión que encuentra justificación en el imperialismo global occidental6. El nuevo imperio de Dugin, que incluiría parte de Europa, Asia y Oriente Medio, tendría un carácter multicultural.

LA INGENIERÍA NACIONALISTA DEL PERIODO SOVIÉTICO

La irrupción de la revolución bolchevique en el momento en que se están construyendo las bases del nacionalismo ruso facilita la presión ideológica sobre cualquier idea nacional que pudiera considerarse una construcción social burguesa y reaccionaria. La nación no era un concepto liberador de masas; al contrario, Lenin había calificado a la nación rusa como “cárcel de los pueblos”. Por lo tanto, inicialmente desaparecieron las referencias a cuestiones identitarias rusas, en favor de una integración progresiva de las distintas naciones no rusas en el nuevo estado soviético. Este era el planteamiento de Lenin: “Completa igualdad de derechos de las naciones; derecho de autodeterminación de las naciones; fusión de los obreros de todas las naciones; tal es el programa que enseña a los obreros el marxismo, que enseña al mundo entero la experiencia de Rusia” (Lenin, 1980: 62).

Sin embargo, desde principios de los años 20, estos argumentos quedaron en mera retórica ya que, pese a la aparente ruptura con el pasado, perviven en la URSS las pulsiones más reaccionarias de la vieja Rusia: el centralismo imperial, el autoritarismo de un sistema de partido único, la fractura entre el pueblo y los gobernantes o el mesianismo comunista que sustituye al existente en la vieja cultura religiosa rusa. También pervive una política de nacionalidades similar a la de los zares.

En un primer momento, se promueve la identidad nacional como forma de consolidación del estado federal y de promoción de la modernización. Se utiliza el nombre étnico de las repúblicas, dirigidas teóricamente por las élites indígenas. Esta política de la Korenizátsiya (“indigenización”) comienza pronto a verse superada por la complejidad territorial-nacional del estado, como explica Hosking (2012: 163): “dado que los pueblos del antiguo Imperio ruso se habían mezclado, la asignación de un determinado territorio a un pueblo concreto suponía una simplificación excesiva; los que no pertenecían a la nacionalidad principal se sentían discriminados, y los cuadros locales tendían a favorecer en materia de vivienda, educación y empleo a los de su propia nacionalidad, lo que a veces perjudicaba a los rusos”. La nacionalidad se convirtió en un elemento más determinante para la vida de las personas que su propio origen social.

En los años 30 se emprenden procesos de rusificación a través de la lengua y la literatura; el ruso se convierte en la lengua del ejército y se generaliza el alfabeto cirílico. Para varios autores, el objetivo de estas campañas no era beneficiar el pueblo ruso, sino construir el pueblo soviético utilizando a los rusos como base puesto que eran los portadores de un gran estado (Hosking, 2012: 166), (Sánchez García, 1999: 311). El metanacionalismo soviético (Faraldo, 2020: 25) absorbió parte del nacionalismo ruso e impidió su desarrollo político, porque para el nacionalismo oficial el régimen político se concebía como la expresión de los intereses nacionales (García Perilla, Herrera Castillo, Devia Garzón, 2017: 91).

Durante la Segunda Guerra Mundial (IIGM), Stalin instrumentalizó los símbolos rusos en su propio beneficio: presentó a Rusia como la salvadora del resto del país frente al nazismo, recurrió en sus discursos a antepasados gloriosos rusos, se identificó a sí mismo con Iván IV, rehabilitó a la iglesia ortodoxa en 1941 a la vez que utilizaba el saludo de los patriarcas en sus alocuciones: “Hermanos y hermanas, compañeros…” (Sánchez García, 1999: 311). El mesianismo y el sacrificio se personalizan en los éxitos obtenidos en la guerra, ya no son algo abstracto o futuro.

Los años de Jruschov, caracterizados por cierta prosperidad económica, favorecieron el dinamismo cultural y la aparición de publicaciones que abogaban por rescatar restos de la cultura rusa, volcándose en la protección del patrimonio histórico, la recuperación de la grandeza cultural rusa y los problemas de la cultura contemporánea. El nacionalismo ruso acabó por convertirse en una corriente opositora y, en ocasiones, clandestina, que criticaba al régimen comunista por debilitar el colectivismo ruso, la agricultura y la iglesia ortodoxa. Incluso, políticamente, los rusos se presentan como víctimas de la abolición del partido comunista ruso en 1925, situándolos en inferioridad de condiciones con respecto a las otras repúblicas de la URSS. Como solución a esos problemas, algunos críticos, como Solzhenitsyn, creían que había que abandonar los planteamientos de gran potencia y volver a una producción más artesanal, mientras que otros abogan por fortalecer la posición imperial, la producción industrial y militar y el papel de los rusos frente a otros grupos nacionales, cuyos derechos debían ser recortados (Hosking, 2012: 179).

La etapa de Breznev aboga por la “indigenización” y cierto resurgimiento de las lenguas y culturas locales. De esta forma, a medida que el régimen pierde legitimidad ideológica aumenta los impulsos nacionalistas. Dentro de partido aparecen también varias tendencias: desde el llamado “Partido Ruso”, nacionalista, hasta la facción más occidentalista, representada por Andropov y su protegido, Mihail Gorbachov.

Las palabras de H. Carrère d’Encause (1984: 9), escritas para otro contexto, describen la situación de la URSS en sus años finales: “Legendariamente es el Estado de los trabajadores, los obreros y campesinos. Pero verdaderamente es, en primer lugar, un Estado de naciones”. La Perestroika y la Glásnost actuaron como bases de la “descolonización”, permitiendo que todas las corrientes nacionalistas emergieran en mayor o menor medida a la superficie, haciendo evidente la incoherencia de reprimir y alentar movimientos nacionalistas en las repúblicas federadas.

El nacionalismo soviético se vio completamente arrinconado cuando los movimientos nacionales republicanos reelaboraron y, en ocasiones, inventaron su ideario nacionalista por oposición al Estado que estaban a punto de abandonar, identificando lo soviético y lo ruso. Es significativo el ejemplo del Frente Popular de Estonia que, como la mayor parte de los frentes populares que aparecieron en esos años, fue favorecido por Gorbachov para controlar las iniciativas de la sociedad. Los estonios sirvieron de ejemplo para el resto de las repúblicas bálticas al proclamar su soberanía e instaurar un doble poder fáctico a raíz de la XIX Conferencia del PCUS, celebrada en el verano de 1988 (Carrère d’Encausse, 2016: 118).

Muy diferente era, en cambio, la búsqueda de la identidad nacional rusa -en la que aparecen multitud de tendencias de todos los espectros políticos-, que se oponía a la soviética y miraba a una Rusia imperial ya desaparecida. De hecho, los sucesos que marcan la crisis final del país están determinados por el enfrentamiento entre la URSS y Rusia. Es esta república la que comienza un proceso de construcción de instituciones en defensa de una difusa identidad nacional que nunca había llegado a desarrollarse de forma completa. Algunos identificaban al país con una estructura imperial, otros con la iglesia ortodoxa o las tradiciones campesinas. Era también una institución política, cierto que con poco poder dentro de la URSS, una tradición cultural, una lengua y grupo étnico. Para todas estas concepciones de la identidad, la ruptura de la URSS fue un hecho dramático, la pérdida de una patria y una hermandad, aunque fuera en muchas ocasiones más retórica que real. A la desazón que provoca la desintegración del país, hay que añadir la proliferación de conflictos en Moldavia, Asia Central o el Cáucaso, acelerando las ansias nacionalistas.

EL NACIONALISMO DE TRANSICIÓN: EL INICIO DEL PATRIOTISMO

Durante los años de la Perestroika y gran parte de los años 90, los estudios sobre nacionalismo ruso y del espacio postsoviético tuvieron un extraordinario auge. M. Laruelle (2019: 3)) señala que los estudios presentaban un esquema binario del nacionalismo: por un lado, el nacionalismo de los pueblos no rusos, especialmente de los bálticos, e incluso el nacionalismo moldavo, ucraniano y georgiano, que era considerado democrático y anticolonial al relacionarlo con su compromiso con Occidente y con los frentes populares prodemocráticos de la etapa de Gorbachov. Por otro lado, los estudios sobre el nacionalismo ruso presentaban a éste como conservador, autocrático e imperialista, identificándolo con el grupo radical Pamiat7. Una tercera visión del nacionalismo era la representada por los estudios sobre las minorías rusas en los países bálticos, que han tenido una consideración positiva del nacionalismo y han ampliado el marco de estudio del nacionalismo ruso vinculándolo al análisis cultural, evitando incurrir en sesgos negativos. El estudio de los nacionalismos más asociados a movimientos secesionistas, como el caso del Cáucaso, Chechenia y Tayikistán, presentan a éstos como casos de estudio para comprender los factores políticos y sociales que han conducido a una situación violenta.

Esta orientación teórica coincide con la búsqueda de una identidad nacional que intenta evitar el aislamiento de Rusia a través de cierta asimilación a occidente y a valores propios de una democracia formal, pero nunca se abandona la autoafirmación de gran potencia mundial, pese a la pérdida manifiesta de recursos e influencia. La política exterior del ministro Kozirev contribuyó a impulsar un cierto occidentalismo, aunque tanto la iglesia ortodoxa como el nuevo Partido Comunista que aparece en 1993 recuperaron el discurso de la especificidad rusa y dieron impulso a posturas más eurasianistas. Los acontecimientos políticos internos e internacionales favorecieron la expansión social de los elementos diferenciadores rusos frente a occidente: el enfrentamiento de 1993 entre Yeltsin y el parlamento, la guerra de Chechenia de 1994 y la derrota rusa, los conflictos étnicos en la vecindad del Cáucaso -Abjasia y Osetia del Sur- y en Moldavia, la marginación de la población rusa en los países bálticos, la doctrina multivectorial de Primakov reafirmando el papel eurasiático de Rusia, la expansión de la OTAN y, especialmente, la intervención de ésta en Kosovo. Todos estos hechos consolidaron de forma progresiva un discurso oficial de “fortaleza asediada” por un occidente que no respeta el área de influencia rusa ni su estatus de gran potencia. Esta narrativa, que explota sentimientos compartidos por el Estado y la sociedad, permitirá fusionar nacionalismo y patriotismo, a la vez que favorece la presidencialización del régimen y el crecimiento de la llamada “vertical del poder” (Hosking, 2012: 190). En este sentido, podríamos preguntarnos en qué medida el auge de un nacionalismo ruso, que se confunde cada vez más con la expresión radical de ideas de extrema derecha, ha podido ser la respuesta a una política occidental desairada y poco constructiva hacia Rusia. El Estado ha explotado ese victimismo para construir un sólido consenso social interno que sobredimensiona la percepción de amenaza en beneficio de un centralismo fáctico.

“EL PATRIOTISMO PUEDE CONVERTIRSE EN NACIONALISMO. ES UNA TENDENCIA PELIGROSA”8

La evolución política de Rusia desde el segundo mandato de Boris Yeltsin y, especialmente, desde el ascenso de Putin ha contribuido a que los estudios occidentales sobre el nacionalismo ruso adopten la perspectiva de la Ciencia Política (Laruelle, 2019: 4). De esta forma, las doctrinas políticas sobre el régimen ruso han servido de marco teórico sobre el que el resurgimiento del nacionalismo ruso y las derivas autoritarias se presentan como procesos que se refuerzan mutuamente. Aunque, según Laruelle (2019: 5), poco después ese marco teórico se vio superado por las aportaciones de la Sociología, la Antropología y los Estudios Culturales para abordar la investigación de los grupos xenófobos, a medida que las relaciones entre Rusia y EEUU se han ido deteriorando desde 2008, los estudios occidentales sobre el nacionalismo ruso han estado muy condicionados por la agenda política occidental y por las simplificaciones mediáticas. Este sesgo unido a la escasez de estudios comparativos sobre el nacionalismo ruso y occidental, por ejemplo, favorece, para Laruelle (2019: 6-7), resultados analíticos distorsionados cuando no erróneos, “que rechazan ver a Rusia como un país que se enfrenta -con sus propios matices y contexto- a los mismos retos y evoluciones que “Occidente””. A la vez, estos estudios presentan, de forma simplificada, un nacionalismo único y homogéneo, el dictado por el Kremlin9. Pero hay también otros actores que proyectan nacionalismo: la Iglesia ortodoxa, que ofrece un gran respaldo a las acciones del Estado, incluso a la brutal agresión a Ucrania; los partidos domesticados de la Duma, como el Partido Comunista o el Partido Liberal, nostálgicos soviéticos y xenófobos; el discurso de regiones y repúblicas con gran diversidad étnica; las clases medias urbanas o el nacionalismo rural; los jóvenes proeuropeos; las clases bajas; el nacionalismo de los intelectuales; los centros de investigación; publicaciones periódicas, etc. Todos estos discursos van a ser fagocitados progresivamente por el discurso del Kremlin a medida que aumente el “dilema de seguridad”10 ruso en relación a Occidente.

Aunque inicialmente, Putin muestra una política exterior de amplio abanico, conjugando el multivectorialismo de Primakov con cierto carácter europeísta sin abandonar el espacio postsoviético, con un perfil más reactivo que proactivo, a partir de 201211 asume una actitud pragmática y firme, capaz de ejecutar sus iniciativas en áreas geográficas desatendidas desde los tiempos soviéticos, como África, América Latina y Oriente Medio. A la vez, consolida un proceso de apropiación simbólica de elementos del pasado soviético e imperial y les atribuye un significado que vincula inexorablemente a la “nación” rusa. Este proceso utilitario, que acabará afectando a todos los aspectos políticos, económicos y culturales del país, ha servido para presentar al Estado ruso como un Estado nacionalista, ocultando la narrativa instrumental que esconde detrás, y secuestrando contenidos y debates sobre el nacionalismo que se desarrollaban al margen del Kremlin: numerosos centros y publicaciones que sufrían ya severas limitaciones, con el inicio de la guerra en Ucrania se han visto obligadas a suspender actividades, como el Centro de Investigaciones Sociológicas Independientes de San Petersburgo, cuya actividad científica fue declarada “política” en 2015 por el Ministerio de Justicia, ingresada en el registro de “agentes extranjeros” y, en 2022, obligada a suspender actividades; el Centro SOVA de Información y Análisis, vinculado al Grupo Helsinki de Moscú y dedicado a investigación sobre nacionalismo, xenofobia, relaciones entre iglesias y sociedad, etc., encuentra serias dificultades para trabajar, particularmente desde abril de 2023; lo mismo sucede con la publicación Ab Imperio, dedicada a la publicación de estudios sobre nacionalismo en el espacio postsoviético o el propio centro Levada de análisis demoscópico.

Para producir esta fusión doctrinal y crear cierto consenso en torno a las iniciativas del Estado, Putin acomete un eficaz revisionismo histórico incluso en el ámbito educativo, pone en marcha estrategias de soft power hacia los países de la vecindad (Pérez del Pozo, 2020) y financia con cargo al presupuesto estatal los programas de educación patriótica que se ejecutan a través de programas federales, regionales y locales (Khodzhaeva, Meyer, 2017). Además, hay en el discurso de Putin otros elementos de efectiva persuasión: en primer lugar, una gran flexibilidad en la semántica presidencial capaz de adaptarse a todos los grupos sociales, ya sea con expresiones vulgares o con referencias filosóficas a sus dos pensadores nacionalistas favoritos, Konstantin Leontiev e Ivan Ilyin (Lo, 2015: 6). En segundo lugar, las apelaciones patrióticas y a referencias al papel desempeñado por los rusos durante la IIGM, junto a la defensa de la familia y la religión y la condena de la homosexualidad. Y, por último, como señala Radvanyi (2018: 207), Putin ha situado la política internacional en el centro de la movilización patriótica y el consenso político, vinculando la seguridad y fortaleza del país a la defensa frente al asedio exterior. Tanto la anexión de Crimea, en marzo de 2014, como la intervención en Siria, en septiembre de 2015, le han reportado al presidente índices de popularidad inimaginables para cualquier líder occidental.

M. Laruelle (2019: 10) resume en cuatro niveles las interacciones entre los actores nacionalistas y la estructura estatal, esquema que se ha simplificado a medida que el Estado ha ampliado su discurso usurpando los temas de los movimientos nacionalistas:

  1. Nacionalistas de oposición total: acometen actos de violencia racista y organizan acciones callejeras contra el régimen. Incluye grupos de extrema derecha, algunos de los cuales están disueltos hoy, grupos creados por Limonov y Demócratas Nacionales, incluido el opositor encarcelado, Alexei Navalny.
  2. Nacionalistas de oposición media: son grupos que pueden beneficiarse de apoyo de los militares o de los servicios de seguridad. Algunos miembros de este grupo desempeñaron un papel relevante en la guerra del Donbás desde 2014.
  3. Nacionalistas estatistas cooptados: los que expresan sentimientos “nacionalistas estatistas” y apoyan al régimen más allá de leves críticas. Entre ellos, los líderes del partido comunista y del liberal, así como el propio Alexander Dugin. La guerra de Ucrania y la falta de resultados definitivos por parte del ejército ruso ha radicalizado a algunos miembros de este grupo, que defienden mayor agresividad militar rusa.
  4. Nacionalistas oficiales: figuras destacadas del aparato militar que actúan como intermediarios entre los movimientos populares y las instituciones estatales. Dentro de este grupo, Laruelle sitúa a varios diputados, asesores presidenciales y un alto funcionario y antiguo dirigente de Ródina.

Por otro lado, la última reforma de la Constitución, llevada a cabo durante la pandemia de la COVID 19, que entró en vigor en julio de 2020, no escapó tampoco al discurso nacionalista estatal: describe a la nación rusa como la fundadora del Estado, y hace también referencias a la religión, la tradición y el legado de la URSS. Además, consagra constitucionalmente el revisionismo histórico, al incluir un artículo sobre la defensa de la “verdad histórica”.

La guerra de Ucrania está rompiendo patrones en el interior de la sociedad rusa en lo que al ideario nacionalista se refiere, creando, por un lado, fidelidad incondicional al discurso patriótico oficial, mientras, por otro, la desafección al régimen encuentra nuevas y definitivas manifestaciones, como el abandono del país. La apropiación e instrumentalización del nacionalismo que ha realizado Putin y que expone en sus discursos y en sus canales de televisión obliga a la sociedad a considerar la guerra como un acto de defensa de la propia identidad nacional rusa.

También la guerra pone de manifiesto la diferente consideración de las etnias en el Estado para su reclutamiento, tanto en los primeros meses de la guerra como en la movilización llevada a cabo en septiembre de 2022: los medios documentan la procedencia mayoritaria de soldados de zonas rurales del Cáucaso, particularmente de la república musulmana de Daguestán, región pobre, castigada con la insurgencia islámica y el terrorismo, así como de las agrícolas repúblicas siberianas de Yakutia y Buriatia (La Vanguardia, 2022) (La Tercera, 2022). La diversidad étnica, que ha generado reflejos xenófobos constantes, particularmente hacia los ciudadanos del Cáucaso y Asia Central de donde procede la inmigración llegada a las grandes ciudades rusas, ha provocado una enmienda a la Ley sobre la Ciudadanía de la Federación Rusa para que los militares extranjeros del Ejército ruso puedan obtener la ciudadanía.

CONCLUSIONES

El nacionalismo ruso es un concepto caracterizado por una extraordinaria plasticidad porque ha dado legitimidad a decisiones dispares tomadas por élites en largos y turbulentos procesos históricos a lo largo de los cuales se imponía un dogma a los pueblos conquistados. Esa flexibilidad y su instrumentalización por el poder político de cualquier época han permitido la supervivencia de un término que presenta un desarrollo teórico difuso y de errática evolución. La apropiación de los elementos de identidad por parte del poder político ha terminado por vaciar de contenido el concepto y convertirse en un arma arrojadiza con la que legitimar autocracias y barbaries.

Por otro lado, si el nacionalismo ruso es un término que se define más por la otredad que por su propio ideario, una otredad, la occidental, que tomaba la iniciativa, y ante la cual Rusia reaccionaba, cabe preguntarse por qué en esa relación dialéctica es tan difícil construir un entendimiento sólido a lo largo de la historia, basado en el respeto y la confianza. La ruptura de la colaboración ha llevado en distintos periodos históricos a radicalizar el discurso ruso y sus concepciones mesiánicas -por cierto, muy similares a las norteamericanas-, antagónicas y eurasianistas.

Finalmente, el estudio del nacionalismo ruso presenta aspectos que distorsionan su comprensión: en primer lugar, están condicionados por la situación política de cada etapa histórica, alejándose de los conceptos sociales o culturales que aportarían más solidez doctrinal; y, suele presentar, asimismo, una asimilación con el concepto de identidad cultural, confundiendo una ideología política excluyente en sí misma, como es la ideología nacionalista, con una construcción cultural de valores, ideas y creencias compartidas por la sociedad. El nacionalismo ruso se reduce hoy a un patriotismo agresivo que se expresa en una guerra de aniquilación contra aquellos que considera miembros de su hermandad cultural, los ucranianos. Sobre los rescoldos de la guerra, el pueblo ruso volverá a buscar sus raíces identitarias.

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1 La consideración de Rusia como gran potencia a partir de las reformas del siglo XVIII consagra el componente imperial como esencial en el nacionalismo ruso.

2 En 1833, el Conde Uvarov, ministro de Educación de Nicolás I, sistematiza la opinión del historiador Nikolai Karamzín, defensor de la autocracia e inspirador de la corriente eslavista, primera manifestación nacionalista. Uvarov propone la “trinidad”: Autocracia, Ortodoxia y Nacionalidad. Lo que significa que Rusia debe su grandeza a la iglesia ortodoxa, a la ilimitada autoridad del monarca y a la devoción de un pueblo que reafirma el valor de la comunidad (sobórnost). La doctrina de Uvarov mantuvo vigencia hasta el final de la monarquía, en 1917.

3 Según Jovaní (2014: 175), el eurasianismo fue concebido por Petr Savistki durante su exilio en Crimea al final de la guerra civil rusa. Los intelectuales rusos exiliados en Bulgaria tras la revolución bolchevique contribuyeron a su elaboración que, finalmente, apareció más sistematizada en el manifiesto “Éxodo hacia el Este”, publicado en 1921.

4Jovaní (2014: 196) señala la identificación que los eurasianistas rusos hacen de sus postulados con la teoría del Heartland de Mackinder (1904), despertando un interés por la geopolítica que permite veleidades expansivas amparadas en una supuesta rusofobia occidental.

5 Su hija, Daria Dugina, murió en agosto de 2022, en un atentado con una bomba colocada en su coche del que las autoridades rusas acusaron a Ucrania. Dugina compartía los postulados políticos radicales de su padre. (El País, 21 de agosto de 2022).

6 El culto a la violencia y la guerra es una de las señas de identidad de los grupos y movimientos creados por Dugin y, en particular, el llamado Unión Eurasianista de la Juventud, creado en 2005 como respuesta a la Revolución Naranja de Ucrania. El grupo, que llama a la reconstrucción del imperio ruso multinacional, ha tenido a Ucrania como principal campo de operaciones violentas (Laruelle, 2019: 114).

7Pamiat (Memoria) es un movimiento nacionalista creado a principios de los años 80. El propio Dugin militó en esta organización durante su juventud. A partir del proceso reformista de Gorbachov y la introducción del multipartidismo, Pamiat sufrió una serie de escisiones a las que no sobrevivió. Sin embargo, ha sido referente de organizaciones y grupos surgidos posteriormente (Laruelle, 2019: 155)

8 Esta frase fue pronunciada por Putin en su conferencia ante el Club Valdai, en 2014.

9 Incluso el Kremlin es impulsor de nacionalismos aparentemente opuestos, con propósito instrumental. Para ello utiliza instituciones, grupos y movimientos que presentan aparentemente contradicción con el discurso oficial, pero que buscan objetivos concretos. Por ejemplo, el partido Ródina (Patria) ha pasado desde 2003 por todo el espectro ideológico posible, desde el ultranacionalismo hasta el nacional populismo, manteniendo, eso sí, un carácter extremista siempre. Se atribuye su creación al Kremlin con el propósito de restar votos al Partido Comunista. Generalmente, este tipo de conglomerados ideológicos del Kremlin buscan la captación de votos y el control social de grupos desafectos al régimen.

10 Este concepto, creado por la escuela del Realismo Político de Relaciones Internacionales, se basa en la creciente percepción de amenaza e inseguridad de un Estado a medida que otro realiza movimientos para reforzar su seguridad. El Estado que se siente amenazado tratará, a su vez, de reforzar su propia seguridad. El resultado será un clima generalizado de inseguridad mundial. Para un estudio teórico más profundo ver Jordán (2014).

11 Putin acusa a Occidente, particularmente a EEUU, de instigar y dar cobertura a las manifestaciones masivas celebradas a finales de 2011 y los primeros meses de 2012, coincidiendo con las elecciones parlamentarias y presidenciales. Como consecuencia, tras su reelección, el presidente agudiza el control mediático y la presión sobre las organizaciones no gubernamentales que reciben subvenciones extranjeras, que serán calificadas como “agentes extranjeros” y colocadas en el punto de mira de forma permanente; de hecho, al iniciarse la guerra en Ucrania, la mayor parte de estas instituciones ha visto suspendida su actividad.