Guerra Colonial

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El nacionalismo vasco en el exilio y sus estrategias de acción: posibilismo, pragmatismo y escisiones (1937-1979)

Basque nationalism in exile and its strategies of action: possibilism, pragmatism and splits (1937-1979)

David Mota Zurdo
Universidad de Valladolid, Palencia, España
david.mota@uva.es

Recibido: 30/12/2022
Aceptado: 17/04/2023

DOI: https://doi.org/10.33732/RDGC.12.80

Resumen

La historia del nacionalismo vasco está principalmente marcada por cuatro factores: la creación del Partido Nacionalista Vasco (PNV), la fundación del primer gobierno autonómico, el exilio y la aparición de Euskadi Ta Askatasuna (ETA), su principal escisión. Partiendo de estos elementos, en este trabajo se analiza la evolución de esta ideología política durante el exilio, atendiendo a su origen y estrategias: desde la intransigencia aranista al posibilismo aguirrista, desde el independentismo al autonomismo, desde la radicalidad al pragmatismo, desde la acción exterior a la resistencia interior, desde el atlantismo al europeísmo. Por último, se ofrece un balance conclusivo donde se hace hincapié en el porqué de las diferentes orientaciones estratégicas del PNV y en las influencias ideológicas que propiciaron sus diferentes escisiones.

Palabras clave
PNV, ETA, Exilio, Guerra Civil, Franquismo

Abstract

The history of Basque nationalism is mainly marked by four factors: the creation of the Basque Nationalist Party (PNV), the foundation of the first autonomous government, the exile, and the appearance of Euskadi Ta Askatasuna (ETA), its main split. Starting from these elements, this work analyzes the evolution of this political ideology during the exile, attending to its origin and strategies: from Aranist intransigence to Aguirre's possibilism, from independence to autonomism, from radicalism to pragmatism, from external action to internal resistance, from Atlanticism to Europeanism. Finally, a conclusive balance is offered, emphasizing the reasons for the different strategic orientations of the PNV and the ideological influences that led to its different splits.

Keywords
PNV, ETA, Exile, Spanish Civil War, Francoism

PREÁMBULO. EL NACIONALISMO VASCO EN LA RESTAURACIÓN, DEL INTEGRISMO A LA MODERACIÓN

En 1894, Sabino Arana creó el primer centro nacionalista vasco, el Euskeldun Batzokija: una sociedad regida por restrictivos requisitos de raza y religión, que buscó diferenciar el nosotros (los vascos) frente a los otros (los españoles) en un contexto de oleada migratoria propiciada por la Segunda Revolución Industrial. El 31 de julio del año siguiente, Arana constituyó el PNV bajo el lema de “Dios y Ley Vieja” (Jaungoikoa eta Lege Zaharra). Este primigenio PNV tomó como modelo el romanticismo alemán, adoptó una concepción esencialista y racista de la nación y remarcó su profundo integrismo religioso basado en la tradición. Para ello, partió de una perspectiva victimista de su historia. Para Arana, España (o Castilla) era su principal enemigo, porque el problema de su nación era exclusivamente de responsabilidad española: el liberalismo y la monarquía constitucional habían derogado los fueros, su sempiterna ley tradicional, la norma divina por la que se habían regido desde tiempos inmemoriales. Por consiguiente, los españoles, a diferencia de los vascos, eran enemigos de Dios: unos impíos. Arana propuso, por ello, la independencia vasca mediante presupuestos teleológicos: obtener un Estado propio construido sobre bases raciales. Una confederación que comprendiera los antiguos territorios forales a ambos lados de los Pirineos sin que el euskera jugara necesariamente un papel determinante para lograr así la salvación de los piadosos católicos vascos (Elorza, 1978; Granja, 2015).

Pero este nacionalismo racista, antiespañol y contrario a la modernidad política y social que representaban liberales, republicanos y socialistas evolucionó en los primeros años del siglo XX. Fruto de la influencia que ejerció sobre el partido la inclusión del grupo fuerista de Ramón de la Sota en 1898, más posibilista, las bases del PNV comenzaron a mutar y estas transigieron en algunos de sus dogmas: se pasó desde su rechazo a lo moderno y lo industrial a considerar a estos como factores con los que evidenciar la supremacía vasca; la independencia fue sustituida por la autonomía; y el partido optó por una praxis fuerista previa a la emergencia del nacionalismo. Además, a través de la “evolución españolista” de Arana y de su labor política pragmática como diputado en las Cortes, este aceptó la soberanía de España y propuso dentro de su integridad territorial luchar por una autonomía radical aprovechando cualquier oportunidad para mantener la foralidad y recuperar otros derechos perdidos (De Pablo y Mees, 2005: 22).

Tras su muerte en 1903, hubo sectores que no aceptaron estos cambios, que se radicalizaron y que optaron por retornar al primer aranismo. Ese grupo extremista, encabezado por su hermano Luis y por Ángel Zabala, se enfrentó duramente al sector posibilista de Sota durante los años inmediatamente posteriores al fallecimiento del fundador del PNV, pero llegaron a un compromiso en 1906 que estableció cuál sería la doctrina del partido: catolicismo, pureza racial, difusión del euskera y restauración foral. El PNV se convirtió así en un partido católico, de orden y conservador (Mees, 1992: 49).

Durante los años de la Primera Guerra Mundial, sobre todo tras la expulsión de Luis Arana del partido por su germanofilia y autoritarismo en 1915, el PNV experimentó una importante expansión territorial y un crecimiento exponencial como partido-comunidad impulsando sectores juveniles, centros de sociabilidad y órganos de prensa y propaganda. La clave de su consolidación fue la aceptación de que la supervivencia de la nación debía anteponerse a la independencia. Hubo, pues, una modulación de su discurso y de sus bases programáticas, concentrando sus esfuerzos en la acción social y cultural, de la que emergieron organizaciones como el sindicato Eusko Langileen Alkartasuna-Solidaridad de Trabajadores Vascos (ELA-STV). El partido incluso cambió de nombre en 1916 y pasó a denominarse Comunión Nacionalista Vasca (CNV), un nombre que representaba mucho mejor su naturaleza doctrinal: sus militantes, en tanto que miembros de una comunidad nacional y religiosa, eran seguidores de la palabra de Cristo y de la de Arana (Granja, 2009: 31).

Este giro estratégico permitió al nacionalismo vasco cosechar muchos éxitos electorales entre 1917 y 1919, al punto de que se convirtió en uno de los principales ejes del triángulo político vasco (derechas, izquierdas y nacionalismo). En la década de 1910, siguiendo el modelo de acción política de la Lliga Regionalista catalana, CNV conquistó la Diputación de Bizkaia y logró en 1918 la primera minoría nacionalista vasca en las Cortes. Apoyado en su progresivo auge y en sus victorias electorales, el nacionalismo vasco optó entonces por solicitar al Gobierno de España un estatuto de autonomía dentro de la integridad territorial del país. Una comisión planteó su texto incidiendo en una significativa descentralización administrativa y propuso que se dotara de autonomía política real a los territorios vascos. Sin embargo, no prosperó por cambios en el gobierno y la oposición de la derecha (Granja, De Pablo y Rubio, 2020: 150-154).

En este contexto, con la finalización de la Gran Guerra, los líderes nacionalistas vascos trataron de internacionalizar su causa y conseguir apoyos. El 25 de octubre de 1918 dirigieron un telegrama al presidente de Estados Unidos (EUA) Woodrow Wilson en el marco de la Conferencia de Paz de París en la que este defendió el principio de las nacionalidades. En el documento le recordaron que pueblos como el vasco, ajenos al conflicto internacional, continuaban viviendo subyugados por otras naciones y, por tanto, debían ser tenidos en cuenta en la política de equilibrio europea. Se trató de un gesto puramente testimonial que no tuvo repercusión, siquiera propagandística (Azcona, 2013: 96-97).

Esta bicefalia estratégica, caracterizada por movimientos pendulares entre moderación y radicalidad, entre autonomismo e independencia, constató no sólo la existencia de dos almas cada vez más distanciadas en el seno del partido, sino también aquel oportunismo sabiniano de tratar de obtener todo tipo de rédito que fuese beneficioso para el nacionalismo vasco, máxime cuando las dificultades para lograr la autonomía y el retroceso electoral de este movimiento político fueron hechos consumados. El sector ortodoxo del nacionalismo vasco se fijó entonces en el Sinn Féin irlandés y mostró simpatías por la insurrección armada para la consecución de sus objetivos políticos. Esa ala radicalizada, representada por un joven Elías Gallastegui (Gudari), se mostró muy crítica con la dirección del partido y su política autonomista y propuso recuperar la pureza doctrinal. CNV, apoyada por Sota, decidió por ello expulsar a la facción extremista que, a su vez, creó una nueva organización: PNV Aberri (Elorza, 1978: 389-390; Juaristi, 1997: 207-268; Fernández, 2016: 67-68).

La organización escindida adaptó el modelo irlandés de partido-comunidad al nacionalismo vasco creando, por un lado, organizaciones sectoriales como Emakume Abertzale Batza (sección femenina) y los mendigoxales (montañeros), y, por otro, medios de propaganda como el periódico Aberri. A diferencia de CNV, el nuevo partido tuvo otro cariz en aspectos concretos: dotó a su discurso de tintes anticapitalistas y sólo aceptó pactar con fuerzas políticas nacionalistas. Así, en 1923, se sumó a organismos de representación como la Triple Alianza, en la que estuvieron presentes otros nacionalismos subestatales como el catalán y el gallego (Estévez, 1991: 417).

Poco duró esta experiencia. El golpe de Estado de Miguel Primo de Rivera cortocircuitó el activismo político nacionalista y sus organizaciones tuvieron que orientar sus iniciativas a la cultura y el deporte. Las medidas adoptadas por la dictadura contra el separatismo prohibieron los nacionalismos periféricos, que fueron desterrados, y acto seguido, varios líderes nacionalistas, entre ellos Gudari y sus seguidores, marcharon al exilio para evitar la cárcel, concentrando sus esfuerzos en la actividad propagandística en América (De Pablo, 2008: 200).

La vuelta a la relativa normalidad se produjo a principios de la década de 1930 con el final de la dictadura, la caída de la monarquía alfonsina y el advenimiento de la Segunda República. Ahora bien, los nacionalistas vascos no apoyaron las reuniones antimonárquicas y sus respectivos pactos, y se mantuvieron al margen de la vida política española. De hecho, no aceptaron las invitaciones del republicanismo para sumarse al Pacto de San Sebastián de 1930, que fue el preludio del cambio de régimen. El nacionalismo vasco se concentró, pues, en acercar posturas entre Comunión y Aberri, como acabó ocurriendo el 16 noviembre de 1930 en el que ambos partidos se reunificaron. Aquel día los nacionalistas vascos se reunieron en Bergara (Gipuzkoa) para recuperar la denominación PNV, ratificar la doctrina aranista, la confesionalidad del partido y la identificación de Euskadi como entidad nacional vasca construida en base a la raza, el idioma y los fueros. Si bien, no todos se sumaron. Apenas 15 días después de esta reunión, nació en Bilbao Acción Nacionalista Vasca (ANV), que se situó a la izquierda, se autodenominó republicano y criticó el anquilosamiento doctrinal aranista (Granja, 2009a: 35-52).

SEGUNDA REPÚBLICA, GUERRA CIVIL Y EXILIO: EL APOGEO NACIONALISTA

Aunque la reunificación nacionalista vasca trajo consigo la escisión de ANV y la presencia del grupúsculo radical de Gallastegui, el Jagi-Jagi, su surgimiento no resintió al nacionalismo vasco como sí ocurrió en las décadas de 1910 y 1920. Durante la Segunda República, el nacionalismo vasco moderado, el del PNV, experimentó un gran desarrollo, por un lado, concentrando sus esfuerzos en la consecución del estatuto de autonomía, y, por otro, experimentando una meteórica evolución ideológica desde el integrismo católico hacia la democracia cristiana y/o la aconfesionalidad política.

Durante los primeros años del régimen republicano, el partido jeltzale1 fue aliado del carlismo y con este planteó a las Cortes republicanas un estatuto clerical (Estatuto de Estella) que contempló la firma de un concordato con la Santa Sede y múltiples disposiciones político-religiosas. El objetivo fue aislar al territorio vasco de la anticlerical República española, de ahí que las fuerzas políticas de izquierdas, entre ellas el socialista Indalecio Prieto, lo denominara Gibraltar vaticanista. Sin embargo, aquel texto no prosperó y el PNV, presidido entonces por un guardián de la ortodoxia como Luis Arana, tuvo que buscar otras salidas estatutarias, que finalmente encontró cuando apoyó el proyecto de Estatuto de las Comisiones Gestoras, desligándole por completo del carlismo y provocando importantes dimisiones de la vieja guardia, como la del hermano del fundador del partido (Granja, 2009a: 319)

Los sectores radicales como Jagi-jagi y los mendigoxales tuvieron una notable presencia durante estos años. El regreso del exilio de Gallastegui en 1931 contribuyó a que su credo tuviera un enorme calado entre muchos fanáticos nacionalistas. Fruto de su propaganda, estos juraron amor eterno a la patria planteando estrategias fatalistas contra el régimen republicano a cambio de lograr la independencia. El Gobierno de la Segunda República trató de atajar este tipo de demostraciones, que fundamentalmente consistieron en huelgas de hambre, pero la censura y la persecución de estas actitudes sólo contribuyó a engrosar su lista de adeptos. Fascinados por el Irish Republican Army (IRA), llegaron a ser miles, uniformados, organizados paramilitarmente, armados y entrenados: dispuestos a dar la vida por la patria y a enfrentarse a cualquier otro grupo juvenil, especialmente de la izquierda, para defender sus ideales (Fernández, 2016: 73-74).

No obstante, esta sensibilidad fue minoritaria y escasamente representativa del nacionalismo vasco en su conjunto. De hecho, el PNV, incluso con la aparición de ANV, continuó siendo hegemónico, principalmente porque supo adaptarse. En este cambio, fue fundamental la entrada en el partido de jóvenes políticos democrático-liberales, entre ellos, José Antonio Aguirre, Manuel Irujo o Francisco J. Landaburu, que siendo diputados recondujeron al nacionalismo vasco hacia el posibilismo y la aceptación plena del régimen republicano. No en vano, en febrero de 1936, estos no dudaron ni en ir de la mano de las izquierdas a las elecciones, en coalición con el Frente Popular, ni en acordar en octubre de ese año la aprobación del estatuto para crear el Gobierno vasco (Mees, 2019: 76; Agirre, 2022: 40).

El primer Ejecutivo autónomo fue de hegemonía nacionalista, aunque con importante presencia socialista, republicana y comunista, y quedó bajo control de Aguirre, que fue su primer presidente o lehendakari. Este controló un territorio muy limitado, restringido fundamentalmente a Bizkaia, y, debido a la Guerra Civil, actuó como si se tratara de un Estado soberano, acuñando moneda, creando su propio cuerpo policial (Ertzaña) y estableciendo su propia acción exterior, entre otras iniciativas. Si bien, la mayoritaria presencia del PNV en el Gobierno de Aguirre contribuyó a que no hubiera revolución social en este territorio y que se respetara tanto a la Iglesia como a los católicos (Granja, 2009b: 70-71).

La experiencia de este primer Ejecutivo vasco sobre el espacio vasco acabó el 19 de junio de 1937, cuando el ejército sublevado tomó Bilbao. Pocos días después, Franco derogó el concierto económico de Gipuzkoa y Bizkaia y ni siquiera se preocupó por abolir el estatuto, por haber sido aprobado en pleno conflicto. El descalabro y la zozobra empezó inmediatamente después. En su huida hacia Cantabria, el PNV, controlado por Juan Ajuriaguerra, decidió unilateralmente el abandono de la contienda pactando por separado una rendición simulada en Santoña ante las tropas voluntarias italianas. Núñez Seixas (2006) ha explicado elocuentemente el porqué de esta decisión: una parte importante del PNV, como otros partidos nacionalistas, concibieron la guerra como un conflicto contra el invasor español. Por eso, perdido el territorio y de acuerdo con sus presupuestos ideológicos, la continuidad en una contienda ajena a los intereses de Euskadi ya no tenía sentido: luchaban por la patria vasca no por la república. El propio contenido del acuerdo, el conocido Pacto de Santoña, reforzó esa argumentación: el PNV de Ajuriaguerra y las fuerzas italianas llegaron al compromiso de que estas evitarían perseguir a la población civil vasca, respetarían la vida de los combatientes vascos y evacuarían al extranjero a los dirigentes nacionalistas situados en territorio cántabro. El pacto, que supuso la capitulación de buena parte del Ejército vasco, no se cumplió y sólo debilitó la resistencia (Cándano, 2006; Palumbo, 2019).

Los nacionalistas vascos tuvieron que emprender entonces un largo exilio. Algunos marcharon directamente a Francia o se trasladaron a diferentes países de América, pero otros, que no aceptaron la rendición de Santoña, entre ellos varios miembros del Gobierno vasco, optaron por continuar la guerra del lado republicano y se trasladaron a Barcelona. En la capital condal, el gabinete Aguirre formó la Brigada vasco-pirenaica, atendió a los refugiados vascos, colaboró con la Generalitat de Lluis Companys, trató de intervenir en la política republicana a través de los catalanistas y encabezó diferentes iniciativas diplomáticas a favor de la legalidad republicana, incluida la propaganda. En última instancia, la defensa de la República era la defensa del estatuto de autonomía, del autogobierno (Alonso Carballés, 2007: 685).

Así se entienden algunas iniciativas conjuntas de partido y Ejecutivo. En 1938 dos delegaciones, una del PNV y otra del Gobierno vasco, acudieron a EUA con la finalidad de ganarse la simpatía de los católicos norteamericanos, influir sobre la Administración de Franklin D. Roosevelt y, por consiguiente, lograr el fin de la política de no intervención en la guerra española que tanto estaba perjudicando al Gobierno de la República. Aunque en sus acciones propagandísticas se centraran en la defensa de la patria vasca frente al invasor español, los republicanos no interfirieron: interesaba la imagen de moderación democristiana que ofrecían los nacionalistas vascos ya que cuestionaba la dicotomía planteada por el franquismo en EUA de que la contienda era una cruzada católica contra el comunismo (Mota Zurdo, 2016).

En paralelo, ese mismo año, los nacionalistas vascos impulsaron en París la Liga Internacional de Amigos de los Vascos (LIAB, en sus siglas en francés): una institución para la propaganda nacionalista que se creó para revertir el recelo francés hacia la oleada de refugiados nacionalistas vascos y republicanos. Su objetivo fue influir sobre el gobierno galo con apoyo de intelectuales y personalidades políticas francesas, pero también marcar diferencias con otras nacionalidades y/o ideologías de cara a una mejor receptividad. Desde esta institución, estrechamente conectada con la delegación del Gobierno vasco en París y las juntas extraterritoriales del PNV (organizaciones representativas del partido fuera de territorio vasco), se canalizó la propaganda hacia la causa vasca, publicando, por ejemplo, el diario Euzko Deya en París (Jiménez de Aberásturi, 1999: 93).

Los nacionalistas vascos estuvieron en la capital catalana hasta febrero de 1939 cuando muchos se vieron obligados a elegir entre exiliarse definitivamente en Francia -y otros países europeos y/o americanos- y reanudar desde allí su actividad o vivir en la clandestinidad con el riesgo de ser encarcelados y/o fusilados. En Francia, cientos de exiliados nacionalistas fueron a parar al campo de concentración de Gurs (Chueca, 2006); otros tantos con responsabilidades políticas institucionales, como José María Lasarte, Antón Irala y el propio lehendakari, se vieron obligados a esconderse debido a la persecución del comisario de Policía Pedro Urraca Rendueles. Durante su cacería, Urraca acabó capturando al catalanista Companys y las autoridades franquistas obtendrían, además, documentación comprometida de los grupos nacionalistas de la resistencia interior (Recondo y Recondo, 2011: 453, 486 y 489).

Sobre el terreno vasco, Ajuriaguerra se encargó de organizar desde la cárcel la resistencia nacionalista vasca y, posteriormente, tras ser liberado en 1943, desde la clandestinidad. El jeltzale Luis Álava Sautu, miembro del Servicio Vasco de Información (SVI), enlace de Ajuriaguerra, también fue uno de los activos de la resistencia antifranquista. En la primavera de 1940, la entrada de los alemanes en París provocó que la documentación del PNV y del Gobierno vasco en el exilio cayera en manos franquistas. Los informes incautados desvelaron la existencia de una red de información clandestina dedicada a ayudar a los presos nacionalistas vascos y a espiar a favor de los Aliados: la red Álava. El mismo año de la liberación de Ajuriaguerra, el citado Álava fue fusilado por los franquistas (Jiménez de Aberásturi y Moreno, 2009: 416-417).

ESPERANZA Y CONFIANZA CIEGA EN EL AMIGO AMERICANO: EL FACTOR AGUIRRE

Tras la victoria de Franco en la Guerra Civil, varios dirigentes nacionalistas, entre ellos Irujo y Aguirre, impulsaron desde el otro lado de los Pirineos un programa de acción política que evidenció la radicalización de su discurso: decidieron patrimonializar el Gobierno vasco exigiendo a todos los partidos la aceptación de la línea nacional vasca, es decir, que estos (socialistas, republicanos y comunistas) trabajaran por la autodeterminación y al margen de sus centrales españolas. Si ya la exigencia de la obediencia nacional vasca (o sometimiento a las directrices marcadas por el PNV) generó importantes fricciones, sobre todo con el socialismo, el estallido de la Segunda Guerra Mundial (SGM) no hizo más que complejizar el panorama político del exilio. En 1940, tras muchas disputas entre nacionalistas y socialistas, se llegó a una solución condicionada: se pactó que la articulación de mayores cotas de autonomía para Euskadi estaría siempre sujeta al logro del restablecimiento democrático en España (Mees, 2006: 33-39).

Pero el contexto no acompañó. Ese mismo año, la fulgurante ocupación nazi de Europa sorprendió a Aguirre durante un viaje familiar, perdiéndose su rastro en Bélgica. La ausencia del dirigente nacionalista, al que se creyó muerto durante casi un año, generó enorme consternación en el exilio y contribuyó a la disgregación del partido y del gobierno. Muchos dirigentes decidieron emigrar a América y ante la acefalia de poder se produjeron diferentes anomalías institucionales. Mientras que en el sur de Francia Heliodoro de la Torre y Jesús María Leizaola continuaron al frente del Gobierno vasco, Irujo decidió unilateralmente tomar la iniciativa: en la primavera de 1940, constituyó el Consejo Nacional de Euzkadi (CNE) que, cubriendo el supuesto vacío de poder dejado por el presidente vasco, actuó como organización soberana, desvinculada de la República española (Jiménez de Aberásturi, 1997: 61).

El exministro de Justicia recuperó así la independencia como objetivo nacional y sometió la colaboración de las organizaciones dependientes del Gobierno vasco a diferentes condiciones, enterrando puntualmente el preacuerdo con los socialistas y la política de colaboración sin contraprestación con los Aliados que había impulsado Aguirre antes de desaparecer. Entre julio de 1940 y noviembre de 1941, el CNE ofreció el SVI -su principal activo- a Reino Unido y Francia. A cambio exigió que estos reconocieran un gobierno provisional vasco liderado por los miembros del CNE y tener acceso directo tanto al primer ministro británico Winston Churchill como al líder de la Francia Libre Charles De Gaulle, refugiado en la capital inglesa. Irujo recuperó con este plan la idea del Estado tapón vasco que los jeltzales ya habían ofrecido a estos dos países durante la Guerra Civil con el objetivo de tener voz en la esfera internacional y aprovechar el contexto para lograr un Estado soberano (Pablo y Mees, 2005: 204-205).

La decisión creó un cisma en el PNV. Según la mayoritaria interpretación jeltzale sobre la SGM, el apoyo de las potencias aliadas sería fundamental para la recuperación del territorio vasco y, por consiguiente, la ayuda sin requisitos contribuía a sumar réditos para cuando llegara la caída de los totalitarismos. En definitiva, de comprometer a los Aliados para que se implicaran en la caída de Franco. Irujo puenteó esta estrategia sin obtener resultados tangibles: las elevadas exigencias de un minúsculo grupo político nacionalista, como el del CNE, enterraron cualquier tipo de avance en esas hipotéticas negociaciones y las postergó a la reaparición del lehendakari en EUA (Jiménez de Aberásturi, 2002: 116-117).

La llegada del presidente vasco a Nueva York en 1941 fijó la atención del gobierno y del partido en el gigante americano. De hecho, las instituciones nacionalistas aprovecharon el liderazgo incuestionable de Aguirre, convertido en todo un símbolo, en un guía mesiánico capaz de casi todo tras haber evitado la muerte desasiéndose de la persecución nazi y franquista en la Europa ocupada. Estando ya en la Gran Manzana, disolvió el CNE, reorganizó su gobierno y concentró todos sus esfuerzos en brindar su apoyo a los Aliados, especialmente a EUA. La SGM era, en su opinión, una guerra ideológica en la que pugnaban tres concepciones distintas del orden mundial: democracia, fascismo y comunismo. Y los nacionalistas vascos debían estar del lado de la libertad (Niebel, 2022; Mees et al., 2014; Mota Zurdo, 2016).

Partiendo de esta premisa, tanto el PNV como el Gobierno vasco aprovecharon el contexto. Aguirre decidió internacionalizar la causa vasca situándola dentro de la lucha de las democracias y, para ello, una vez más, ofreció sin contraprestación su principal valor: el SVI, que continuó estando controlado por el partido por ser una pieza fundamental de su actividad patriótica. Los Servicios, que mantuvieron un estrecho contacto, primero, con la Coordinator Office of Information (COI) y la Office of Strategic Services (OSS), y, segundo, con el Federal Bureau of Investigation (FBI), se dedicaron a seguir de cerca las actividades fascistas y comunistas en Latinoamérica durante toda la SGM. Incluso el presidente vasco se convirtió en uno de los principales propagandistas de la democracia estadounidense en la América de habla hispana (incluidos los exiliados de distintas nacionalidades en EUA), colaborando con la Coordinator of Inter-American Affairs de Nelson A. Rockefeller y otras agencias del Departamento de Estado (Mota Zurdo, 2017a y 2019). Algunos miembros y colaboradores del SVI tuvieron una trayectoria dilatada en la OSS y en el FBI, como agentes de campo, como fue el caso de José Laradogoitia (alias Bromo), y como informadores, como ocurrió con el profesor y delegado Jesús Galíndez (alias Agente Rojas NY-507S) (Mota Zurdo, 2017b y 2017c).

Se inició así una colaboración que comprendió dos etapas diferenciadas en las que tanto el gobierno como los nacionalistas vascos orientaron toda su política hacia el establecimiento de una relación preferencial con el país del tío Sam. El primer periodo, que ocupó los años de la SGM, se caracterizó por la política independentista de los jeltzales, omnipresente en las iniciativas del Ejecutivo vasco, y por su acción al margen de la República. Como se ha indicado, el PNV vio en la hipotética derrota de Hitler y Mussolini una posibilidad muy real para sus objetivos nacionales: que su caída viniera aparejada del derrocamiento del franquismo y, por tanto, que la independencia fuera finalmente una salida al problema vasco2. Los nacionalistas vascos incluso crearon sus propias fuerzas militares con la esperanza de regresar a Euskadi. Por ello, crearon el embrión de un futuro ejército, la organización paramilitar Euzko Naia, e impulsaron el Batallón Gernika, que participó en la eliminación de los últimos reductos nazis en el sur de Francia. Pero esta estrategia fracasó en 1945 cuando EUA redirigió sus intereses hacia la contención del comunismo (Mota Zurdo, 2017d; Oiarzabal y Tabernilla, 2017).

Dio comienzo así una segunda fase, que concentró el grueso de la Guerra Fría, y que estuvo marcada por la decepción, la frustración y el fracaso. Durante los años de la SGM y hasta la retirada de embajadores de 1946 que recomendó la Organización de las Naciones Unidas (ONU), los nacionalistas vascos se volcaron en situarse cerca de los Aliados con la esperanza de que una vez derrotado el nazismo las fuerzas norteamericanas cruzaran el Bidasoa y acabaran con el último de los socios de Hitler: la España franquista. A finales de 1944, Spencer Phenix, uno de los representantes de la OSS en España, ya había avisado a William Donovan, director de esta agencia, de la necesidad de continuar con la desfascistización de Europa rebasando la frontera hispanofrancesa porque “las consecuencias de una política de no intervención podrían ser desastrosas no sólo para España sino también para la causa de la democracia y la libertad en otras partes del mundo” (National Archives and Records Administration, NARA, RG 59, Departamento de Estado, 5234, Documento 852.00/12-1944, 16 de diciembre de 1944, Carta de Spencer Phenix a William Donovan ).

Pero esa posibilidad nunca llegó: la propagación del comunismo por Europa y la reconstrucción del continente readaptaron los intereses de la Casa Blanca. Si en el pasado Franco había sido un enemigo, en el nuevo contexto internacional era un aliado apetecible para contener al comunismo. Un bastión antibolchevique que, además, era geoestratégicamente fundamental para EUA al ser la puerta europea al Mediterráneo (López Zapico, 2008: 236)

Tras la SGM, los nacionalistas vascos continuaron manteniendo relaciones con los norteamericanos, pero en paralelo reanudaron los contactos con las instituciones de la Segunda República, asumiendo de nuevo el estatuto de 1936. En el variable contexto internacional, la unidad política se convirtió en requisito para que prosperaran las iniciativas de recuperación de la democracia en España. Aguirre, su gobierno y los nacionalistas vascos, al menos hasta 1953 en que se firmaron los Pactos de Madrid entre España y EUA, concentraron sus esfuerzos en resucitar el Gobierno de la Segunda República, en impulsarlo y en hacer de él una alternativa atractiva para lograr el apoyo norteamericano. Se volcaron en los debates de la ONU sobre la cuestión española, haciendo encaje de bolillos con la política estadounidense, y, en 1948, expulsaron del gobierno a su único consejero comunista para mostrar su alineamiento con la Administración Truman. Ahora bien, no por ello dejaron de estar en otras iniciativas, como la alternativa monárquica que impulsó el plan Prieto en 1947 para establecer en España una monarquía constitucional que colocara a Don Juan de Borbón en el trono (Mota Zurdo, 2016).

La política atlantista del Gobierno vasco y de los aguirristas3 estuvo repleta de ensoñaciones, de optimismo y de falta de una perspectiva realista. A través de esta, estos justificaron la postura estadounidense durante la primera Guerra Fría so pretexto de que la democratización de España -y, por consiguiente, la recuperación de la autonomía- debía posponerse en aras de salvaguardar a Europa del comunismo. Incluso algunos dirigentes nacionalistas se convencieron de que la derrota soviética era prioritaria, como ya había sucedido con el nazismo, y, por tanto, la inoperancia estadounidense frente al franquismo era hasta comprensible. De hecho, en abril de 1947, el presidente vasco llegó a justificar el envío de Paul T. Cullbertson como encargado de negocios a Madrid -el subterfugio utilizado por los norteamericanos para representar sus intereses en España- con el argumento de que iba “a facilitar un tránsito del régimen, favoreciendo a los elementos democráticos” (Centro de Patrimonio Documental de Euskadi-IRARGI, GE-77-2, 15 de abril de 1947, Carta de Aguirre a Irala). La realidad, empero, fue mucho más cruda. Mientras los nacionalistas vascos defendían este posicionamiento, la ayuda económica y militar norteamericana a España comenzaba a ser efectiva (Azurmendi, 2013: 10; Viñas, 2003: 63).

En mayo de 1985, Irala disculpó la inactividad norteamericana contra el franquismo con cierta elocuencia. Escribió una carta a Jesús Insausti, presidente del PNV, y le explicó las consecuencias que había tenido la política del exilio sobre la causa vasca. Uno de los factores determinantes para que EUA no interviniera contra Franco fue la Operación Reconquista de España que lanzó el Partido Comunista en 1944, pues demostró, en el marco de la Guerra Fría, que…

…el método de usar la fuerza para el cambio de régimen, p.e. en la España franquista, exigía la aplicación del mismo método, p.e. en Polonia, cosa a la que no estaban dispuestos los soviéticos, lo que, a fin de cuentas, conducía inevitablemente a una nueva guerra”.

Por tanto, de las palabras de Irala se infería: no es que EUA no quisiera intervenir, sino que el escenario internacional y el efecto contagio sobre otros países le obligó a rehusar (Irala, 1997: 125-126)

UNA PÍLDORA BASTANTE AMARGA: EL FRACASO DE LA POLÍTICA PRO-ESTADOUNIDENSE Y LA APUESTA EUROPEÍSTA

Los policy planner vascos erraron en su interpretación de la política española del Departamento de Estado durante la primera Guerra Fría. El mantenimiento de relaciones con miembros del exilio republicano no obligaba a los norteamericanos a nada, máxime cuando nunca habían considerado opción siquiera las alternativas democráticas presentadas por las fuerzas republicanas. La escasa trascendencia que tuvieron las huelgas generales de 1947 y 1951, que promovió el PNV en el interior del País Vasco para demostrar su fortaleza, fueron el canto de cisne de la generación del exilio nacionalista. Y los pactos de Madrid de 1953 fueron la crónica de una muerte anunciada desde el final de la SGM: el fracaso de la estrategia pro-estadounidense de Aguirre (Mota Zurdo, 2016).

Pero de nuevo hubo políticos nacionalistas que extrajeron conclusiones positivas. En uno de los momentos más frágiles para el exilio vasco, Pedro Beitia, funcionario internacional en la UNESCO, exagente del SVI y exdirector de la Oficina de Prensa de Euzkadi (OPE), demostró que la nebulosa del optimismo había cortocircuitado cualquier atisbo de racionalidad a la política pragmática de etapas pretéritas. El político vasco no quiso ver en la firma de los pactos un varapalo a sus relaciones con EUA sino una ventana de oportunidad:

El pacto [de Madrid de 1953] era para nosotros una píldora bastante amarga, pero lo que sorprende es que al cabo de catorce semanas no haya un solo dirigente responsable antifranquista o no-franquista –ni dentro ni fuera– que haya pensado o haya dicho que el pacto es un instrumento aprovechable para apretar las clavijas –o meter una cuña– al régimen. […] Es la primera vez que se abre a la infiltración; a la presión directa internacional. Por lo visto, las gentes no parecen darse cuenta de las posibilidades de explotación de este hecho (NARA, RG59, Departamento de Estado, POL 12, Basques, Contenedor 4, 14 de enero de 1954, carta de Pedro Beitia a Joseba Rezola, p. 1.).

Pese a estas interpretaciones sui generis, el descalabro se precipitó. El exilio nacionalista vasco se sintió decepcionado y traicionado por su principal aliado ante las ya muy evidentes dificultades para recuperar con rapidez la democracia en España. Habían pasado más de 15 años desde que abandonaran precipitadamente Bilbao y desde entonces sólo habían dado tumbos como refugiados. Los pactos de Madrid, al igual que la firma del Concordato con la Santa Sede, sólo legitimaban al régimen franquista. Era imposible identificar en estos acuerdos ningún indicio esperanzador. Y no había opciones para recuperar el autogobierno sobre el territorio en un tiempo prudente, sobre todo, ante la desaparición de organizaciones unitarias nacionalistas de resistencia como el Consejo Delegado (De Pablo y Mees, 2005).

Así, se produjeron abandonos sonados en cascada. Uno de ellos fue el del destacado líder del PNV Juan Ajuriaguerra que decidió dejar la primera línea de acción durante un tiempo. En paralelo, algunos miembros del partido decidieron retornar al País Vasco y otros tantos emigraron a América, bien para abandonar la política o bien para volcarse en la vida pública de sus países de acogida y hacer una extravagante política nacionalista, como sucedió en Argentina con Pedro Basaldúa que fue protagonista en la orientación ideológica democristiana de determinados sectores políticos bonaerenses (Zanca, 2020: 574).

No obstante, algunos de los emigrantes fueron a parar a núcleos ultranacionalistas, como los creados en Venezuela, México, Argentina o Francia, donde hubo simpatizantes del Jagi-Jagi y de sectores disidentes de la línea oficial del PNV. Entre ellos hubo políticos de dilatada trayectoria independentista como Gudari, que, tras un largo periodo de exilio en Irlanda, muy alejado del PNV, decidió regresar al País Vasco francés en la década de 1950, dónde entró en contacto con jóvenes nacionalistas que se decantaron por la versión más intransigente de la ideología, entre ellos, José Antonio Etxebarrieta. También otros como Manuel Fernández Etxeberria (Matxari), que desde finales de la década de 1950 y hasta la de 1970, difundió desde Caracas un aranismo fanático a través de publicaciones como Irrintzi, Frente Nacional Vasco y Sabindarra (Rivera y Fernández, 2019: 25). Estos sectores se opusieron al Gobierno y al partido por su moderación, su inacción, su declive, su alianza con las izquierdas y su proximidad a las instituciones españolas. Y solicitaron constantemente cambio y acción para conseguir la independencia vasca sin etapas ni escalonamientos (De Pablo y Mees, 2005: 294).

En efecto, el PNV y el Gobierno vasco habían entrado en crisis por el escaso éxito de su acción exterior, por la represión a sus miembros (como sucedió durante las huelgas de 1947 y 1951), por los continuos errores políticos y por la desconexión entre las generaciones del exilio y las del interior. Por ejemplo, en México, los nacionalistas vascos Antonio Ruiz de Azua (Ogoñope) y José Luis Irisarri criticaron la labor del Gobierno vasco, considerándola poco efectiva, recaudatoria y escasamente relevante para los intereses nacionales (Mota Zurdo, 2016: 347). Pero es que, además, dentro de Euskadi -también de España- había emergido una nueva realidad para la sociedad al calor del crecimiento económico desarrollista que contribuía a la fijación de otros objetivos y al uso de otros medios para su consecución. Al exilio nacionalista no le quedó más alternativa que seguir tratando de promover -con enorme dificultad- acciones en el interior o volcarse en otros escenarios que les situaran en una posición privilegiada en el futuro como era el tren del europeísmo, donde Euskadi pudiera ser libre dentro de una futura Unión Europea de carácter federal (Arrieta, 2007).

El sector mayoritario del PNV apostó por la construcción europea, vinculada siempre a su evolución democristiana. Estuvo presente en la fundación de los Nuevos Equipos Internacionales en 1947, impulsó el Consejo Federal Español del Movimiento Europeo dos años después y en 1951 constituyó el Consejo Vasco por la Federación Europea. Pero este activismo fue mucho menor que el de etapas precedentes. Realmente, la década de 1950 fue una fase en la que el nacionalismo vasco moderado mostró un perfil bajo contra el franquismo, fruto de la falta de relevo generacional, la muerte y abandono de dirigentes destacados (entre ellos, el presidente del PNV Doroteo Ciáurriz en 1951, y el lehendakari Aguirre en 1960), el desencanto producido por la falta de apoyos internacionales a su causa y por la dilatación de su situación de exilio (Arrieta, 2021).

En 1956 el PNV y el Gobierno vasco trataron de revertir esta situación de progresivo anquilosamiento e inacción institucional convocando el Congreso Mundial Vasco, donde se fijaron líneas y objetivos de acción a seguir en el futuro. Sin embargo, la deseada unidad de acción que se buscó para este encuentro quedó desdibujada por las voces discrepantes hacia la trayectoria de las instituciones y del partido. Federico Krutwig fue uno de ellos. Este sugirió elevar el nivel de contundencia en las acciones y propuso el empleo de la violencia como mecanismo de lucha antifranquista (Villa, 2009: 140-141).

Se trató de una propuesta en consonancia con otros sectores nacionalistas discrepantes como Ekin, que desde 1952 se habían radicalizado revisitando la historia vasca desde perspectivas mitificadoras y profundizando en la pureza del nacionalismo vasco (Fernández, 2016). Cuatro años después, estos integraron Euzko Gaztedi (EGI), las juventudes del PNV, y en 1958 constataron la inoperancia del Gobierno y del partido. A partir de ahí comenzaron a actuar al margen del PNV, consumándose la escisión de EGI-Ekin ese mismo año a consecuencia de las discrepancias entre sus representantes (José María Benito del Valle, Julen Madariaga, José Manuel Aguirre y José Luis Álvarez Enparantza) y Ajuriaguerra, que había regresado a la política antifranquista jeltzale a mediados de la década de 1950 (De Pablo, 2019: 45-46).

Estos jóvenes estuvieron recibiendo dinero del exilio venezolano con permiso de la dirección del partido y del SVI (Arrieta, 2021: 396), y constituyeron uno de los múltiples grupúsculos ultranacionalistas, como el citado de Matxari o el de Iker Gallastegui (Gatari), que desde Venezuela e Irlanda enardecieron los ánimos violentos (Fernández, 2016). Es más, según se ha sostenido en otras investigaciones, miembros del SVI se habrían infiltrado en EGI para favorecer la entrada de Ekin, reprobar desde dentro las iniciativas de la dirección del partido y allanar el camino para la creación de una organización que utilizara la lucha armada para acabar con el franquismo (Ibarzabal, 2015; Mota Zurdo, 2021).

En este sentido, no sorprende que Landaburu, uno de los líderes de la vieja guardia nacionalista moderada, hiciera autocrítica en 1958 y describiera la situación del partido en tono pesimista: “si en un momento dado dejásemos de existir como colectividad, nadie se daría cuenta. Estamos perdidos en el espacio como un robot americano […] No hemos sabido hacer nada contra Franco” (De Pablo y Mees, 2005: 288). El 31 de julio de 1959 parte de aquellos jóvenes críticos tomaron una nueva denominación: ETA. La aparición de esta escisión, la más importante en la historia del PNV, sumado al fallecimiento repentino de Aguirre al año siguiente, que fue sustituido por Leizaola, un político de menor talante, puso fin a un largo periodo de monopolio jeltzale. Durante todo ese tiempo el nacionalismo vasco transitó desde la esperanza y el posibilismo a la decepción y el desencanto por la imposibilidad de recuperar la democracia y lograr la construcción nacional.

UNA NUEVA ERA: EL FIN DEL MONOPOLIO JELTZALE Y EL REGRESO A EUSKADI

En 1959, ETA hizo su puesta en escena ante los dirigentes de las instituciones vascas y se autodefinió como una organización patriótica, demócrata, aconfesional y apolítica que defendía el principio de autodeterminación de los pueblos. Se proclamó legataria del Gobierno vasco y entroncó su trayectoria con los soldados nacionalistas de la Guerra Civil (los gudaris), disputando la legitimidad histórica al PNV con el objetivo de retomar el conflicto en el que sus predecesores habían resultado derrotados. La reacción inmediata del PNV fue impedir la entrada en el Gobierno vasco tanto a ETA como a otras fuerzas antifranquistas surgidas durante la dictadura. Fue una de las medidas que mantuvo el Ejecutivo Leizaola hasta 1979, mientras su acción política se limitó a mantener viva la llama del exilio vasco y, de este modo, disponer de un asidero al que el nacionalismo vasco moderado pudiera recurrir llegado el momento del regreso de la democracia (Granja, 2009b: 86-87).

Durante las décadas de 1960 y 1970, la relación PNV-ETA fue de amor-odio. Según ha indicado Arrieta (2021: 398), ambos “compartían el mismo sustrato identitario y cierta complicidad solidaria ante la represión del régimen, que llevaba a unos y a otros a legitimar el uso de la violencia”. Pero su justificación en base a la acción represiva del franquismo no implicó que la praxis de ambas organizaciones fuera idéntica. Los jeltzales siempre priorizaron la movilización y el activismo simbólico frente a la lucha armada. ETA procedía del mismo tronco nacionalista, pero sus referentes eran otros. De hecho, su naturaleza y práctica violenta encaja en el contexto de las luchas anticoloniales y de liberación nacional de Cuba, Argelia, Vietnam o Israel, que habrían tomado como modelo (Azcona y Madueño, 2021).

Por consiguiente, es a través de estos espejos como pueden identificarse las discrepancias PNV-ETA de estas décadas, ya que el marxismo y el tercermundismo fueron la nota predominante de los citados movimientos emancipatorios. A todo ello se sumaron, además, los ataques de algunos de sus ideólogos. En Vasconia (1963) y La insurrección en Euzkadi (1964), Federico Krutwig vertió durísimas palabras y amenazas contra la dirección del partido y del gobierno, a los que tildó de traidores a la causa nacional. El Gobierno Leizaola y la directiva jeltzale no toleraron ni las acusaciones ni el desprecio, sobre todo a tenor del contexto: la unidad continuaba siendo la premisa principal del Ejecutivo vasco y la estrategia, que Pedro Beitia cultivaba en EUA, era la de mantener el alineamiento con Washington, mostrar una línea de acción anticomunista y no dar pasos en falso en el complejo contexto de Guerra Fría (Mota Zurdo, 2015: 98).

Pero las reacciones fueron heterogéneas. Por un lado, Irujo se mostró enérgico: había que marcar diferencias para mostrar al PNV en las antípodas de ETA, porque ésta era un cáncer para el nacionalismo que debía ser extirpado. Por otro, Telésforo Monzón fue condescendiente y conciliador con sus jóvenes rebeldes: estos se habían desviado del camino, pero no por descarriados eran menos nacionalistas (De Pablo y Mees, 2005: 328).

Como advertía Irujo, ETA era un problema grave. El recurso a la violencia se había convertido en un poderoso atractivo para algunos sectores juveniles del PNV en el exilio y el interior de España, que optaron por seguir esta estela. La dirección jeltzale se negó en rotundo a promover una organización violenta, pero no fue capaz de frenar la creación de EG (Frente Nacional) y el Frente Nacional Vasco (FNV), dos organizaciones marcadamente anticomunistas que se volcaron en la acción directa durante la década de 1960. Tampoco pudo evitar que EGI colocara bombas, como sucedió en la Vuelta Ciclista a España de 1968, ni que un año después fallecieran Joaquín Artajo y Alberto Asurmendi, dos de sus miembros, mientras manipulaban explosivos (Fernández, 2016: 115; Mota Zurdo y Fernández, 2021).

Con todo, el distanciamiento PNV-ETA fue momentáneo. A finales de los años 60, durante los que aumentó la represión, el PNV mostró su solidaridad hacia los miembros de la organización terrorista, brindándoles apoyo institucional y propagandístico, como sucedió durante el proceso de Burgos de 1970 en el que se juzgó a los autores del atentado contra Melitón Manzanas. También, dirigentes como el citado Monzón, realizaron guiños ideológicos a las propuestas organizativas de ETA de crear un Frente Nacional Vasco para conseguir la independencia de Euskadi, convirtiéndose en el principal adalid tanto del independentismo jeltzale como del acercamiento entre PNV y ETA (Martínez Rueda, 2021). Ante esta tesitura, la directiva del PNV optó por mantener la unidad con el PSOE y los republicanos, consolidando -o al menos manteniendo vivo- al Gobierno Leizaola. Por su parte, ETA se atomizó en distintas siglas e iniciativas hasta que en 1976 creó la Koordinadora Abertzale Sozialista (KAS) para fijar una política común abertzale.

En realidad, el PNV no hizo más que aplicar coherencia a su política. Al inicio de la década de 1950, había establecido la unidad política, el alineamiento con EUA, el europeísmo y la democracia cristiana como pilares fundamentales de su línea de acción y, en consonancia con ello, el partido mantuvo un perfil de moderación y pragmatismo, aplicado en la conocida como política de la presencia; es decir, estar en todos los foros antifranquistas e internacionales posibles (Mota Zurdo, 2016: 266). Así, participó en la plataforma norteamericana Inter-American Association for Democracy and Freedom hasta la desaparición de Galíndez en 1956. Cinco años después, formó parte de la Unión de Fuerzas Democráticas, una organización de la oposición antifranquista. En 1962 estuvo en el IV Congreso del Movimiento Europeo en Múnich, el conocido “contubernio”, y tres años más tarde integró la Unión Europea de Demócratas Cristianos (Arrieta, 2007).

No obstante, ante la aparición de nuevas sensibilidades nacionales en su seno y la creación de ETA, el PNV también tuvo que afrontar la renovación de sus filas y de su estrategia. Por ello, basculó todo el peso del partido desde el exilio al interior del País Vasco, cediendo el testigo a Xabier Arzalluz, Mikel Isasi y Luis María Retolaza, sin que ello supusiera la ruptura total con Leizaola, Rezola y los militantes más veteranos. De modo que para la década de 1970 fueron las nuevas generaciones jeltzales las que protagonizaron la acción antifranquista desde el interior estableciendo contactos con la Junta Democrática y la Plataforma de Convergencia Democrática que, ya en 1976, se fusionaron en la Platajunta.

En la Transición, durante la que Carlos Garaikoetxea se convirtió en uno de los líderes nacionalistas más destacados, el PNV adecuó su doctrina a los nuevos tiempos: un partido demócrata, de masas, aconfesional y para todos los vascos, cuyo objetivo era la creación de un Estado autonómico. A partir de 1977, este renovado PNV formó parte de las instituciones que negociaron la reforma política de Adolfo Suárez, se abstuvo de votar la Constitución en 1978 y trabajó por la aprobación del Estatuto de Gernika de 1979, previa disolución del Gobierno Leizaola, donde obtuvo amplísimas competencias en educación, sanidad, seguridad o hacienda. La recuperación de la democracia cerró un periodo, el del exilio y la búsqueda de la restauración institucional en territorio peninsular, y abrió otro que se caracterizó por la hegemonía del PNV, pero también por los condicionamientos impuestos por el terrorismo de ETA a la vida política y la sociedad civil vasca.

CONCLUSIONES

Las historias del PNV y del Gobierno vasco están indisolublemente ligadas. Desde su constitución como organización política en 1895, el partido fundado por Sabino Arana trabajó por la articulación y vertebración de una futura Euskadi soberana, en el que las instituciones forales debían jugar un papel protagonista en la consecución de su meta: la salvación de los devotos vascos. Pronto, el integrismo católico nacionalista quedó relegado a un segundo plano sin lograr desaparecer, mientras el sector posibilista de Ramón de la Sota -y sus posteriores seguidores de la generación nacida en torno a 1900 (Aguirre, Irujo, Leizaola, Landaburu), que hizo evolucionar al PNV hacia la democracia cristiana- se impuso como principal corriente interna, con una estrategia gradualista en la que la autonomía era un paso previo, pero no exclusivo, para lograr la independencia.

Sus objetivos quedaron truncados con el estallido de la Guerra Civil, que si bien trajo consigo la creación del primer gobierno autonómico vasco dentro de la legalidad republicana en octubre de 1936, frustró sus esperanzas por una hipotética independencia pactada. La caída de Bilbao en junio de 1937 y el posterior exilio del gobierno y del partido en Cataluña, Francia, Reino Unido, EUA, México, Argentina y Venezuela, entre otros lugares, dejó bien a las claras que pasarían muchos años, incluso décadas, para regresar al momento, relativamente ventajoso, en el que se encontraba el sector posibilista vasco cuando estalló el conflicto.

La SGM y la Guerra Fría, lejos de despejar dudas, agravaron la situación. Tras casi dos décadas de fe ciega en el amigo americano, los nacionalistas vascos y los aguirristas comenzaron a mostrar dudas sobre la viabilidad de la estrategia del gobierno autónomo y del partido hacia una intervención estadounidense que pusiera fin al franquismo en España. Durante estos años, en el Gobierno Aguirre hubo una férrea unidad tanto en el Ejecutivo como en toda la órbita nacionalista. Pero todo cambió con la firma de los pactos de Madrid de 1953. El optimismo de Aguirre hacia EUA se fue diluyendo y la estrategia jeltzale de unidad y acción, construida sobre mimbres posibilistas quedó en entredicho. Surgieron cada vez más voces discordantes que criticaron la fosilización del gobierno y del partido y que sondearon otras alternativas más allá del diálogo, las labores de lobby, la movilización simbólica y la diplomacia.

A partir de entonces, los acontecimientos fueron precipitándose. EGI se mostró disconforme hacia el anquilosamiento del partido tras el escaso alcance de las huelgas de 1947 y 1951 en territorio vasco. Asimismo, un sector radicalizado de esta y otros sectores discrepantes -aunque minoritarios- del partido, se volvieron hacia el aranismo más intransigente y, en consonancia con diversas influencias ideológicas en boga durante la década de 1950 (liberación nacional, tercermundismo y anticolonialismo), miraron con anuencia la violencia para hacer frente al franquismo y lograr la independencia. El viraje de estos sectores hacia la lucha armada guardó una estrecha relación con el contexto de Guerra Fría, las dimisiones de diferentes políticos nacionalistas y el fracaso de las estrategias cortoplacistas planteadas por el partido y el gobierno. Asimismo, el distanciamiento de Ajuriaguerra y el progresivo desencanto de otros líderes históricos tuvieron una notable incidencia sobre la calcificación de sus movimientos políticos.

El cénit se produjo en 1959 con la aparición de ETA, la principal escisión del nacionalismo y el exilio vascos. Su emergencia coincidió con el final del aguirrismo y con el inicio del Gobierno Leizaola, de liderazgo cuestionable y gris, con críticas internas de enorme calado que llevaron al lehendakari a presentar su dimisión en 1966, aunque no fue aceptada. El nacionalismo vasco se atascó así en los años 60 en un tremendo lodazal del que sólo pudo salir con la renovación de sus cuadros y el mantenimiento de una política pragmática y moderada que consistió en el europeísmo, quedarse al margen de la violencia política, aunque la justificara, y la presencia en todos los foros políticos antifranquistas e internacionales. Fue así como logró estar en posición privilegiada en el momento en que arrancó la transición democrática en los años 70 y como consiguió desarrollar su objetivo de lograr una autonomía de máximos, como quedó constatado en el estatuto de 1979, que tuvo más competencias de las contempladas en 1936.

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1 Seguidores de JEL (Jaungoikoa eta Lege Zaharra, Dios y Ley vieja).

2 Hubo casos de colaboracionismo con el nazismo dentro del PNV. El vascofrancés Eugène Goyheneche mantuvo contactos con militares alemanes, en concreto con el dirigente de las SS Werner Best. En el trasfondo de esta cuestión hubo un claro oportunismo de parte de este nacionalista vasco que llevó a cabo esta iniciativa preventiva para obtener la independencia ante una victoria nazi (De Pablo y Mees, 2005: 231).

3 Con este concepto se hace referencia a los seguidores nacionalistas y no nacionalistas del presidente vasco José Antonio Aguirre.