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Un relato anti-geopolítico de la identidad angolana: La traumática historia del colonialismo en Angola a través de Teoría General del Olvido

An anti-geopolitical discourse on Angolan identity: The traumatic history of colonialism in Angola through Teoría General del Olvido

Javier de Pablo
Universidad Complutense de Madrid
jpablo@ucm.es

Elisabetta Di Minico
Universidad Complutense de Madrid - UNA4CAREER

Recibido: 20/11/2022
Aceptado: 21/11/2022

DOI: https://doi.org/10.33732/RDGC.11.74

Resumen

La historia poscolonial de Angola está marcada por feroces guerras, la de la independencia contra Portugal, el país colonizador, y la guerra civil que la siguió. En tal contexto, se sitúa un sistema de conflicto constante entre yo y otro, centro y periferia, exterior e interior. A través de la perspectiva de la geopolítica popular y del análisis sociopolítico e histórico, se realiza un examen de la novela de 2012 Teoría general del olvido. El artículo pretende analizar el imaginario anti-geopolítico propuesto por el autor y reflexionar sobre la violencia entre alteridad e identidad inherente a la Angola colonial y poscolonial, aclarando cómo la memoria, la violencia y la pacificación se entrecruzan en la historia del país.

Palabras clave
Portugal, Colonialismo, Anti-Geopolítica Popular, Otredad, Memoria

Abstract

The post-colonial history of Angola is marked by bloody conflicts, the independence war against Portugal, the colonizing country, and the civil war that followed it. In such a context, there is a system of constant opposition between self and other, center and periphery, exterior and interior. Through the popular geopolitics perspective and the sociopolitical and historical analysis, this paper does a study of the 2012 novel Teoría General del Olvido. The article aims to reflect the violence between otherness and identity inherent in colonial and post-colonial Angola, clarifying how memory, violence and pacification intersect in the country's history.

Keywords
Portugal, Colonialism, Popular Anti-Geopolitics, Otherness, Memory

INTRODUCCIÓN

La historia de la Angola, común a tantos lugares que han sufrido el flagelo del colonialismo, es una historia escrita sobre la sangre, la injusticia, la prevaricación, el racismo, y la codicia. Como señaló Fanon, el colonialismo violaba, mataba de hambre, explotaba todo un país, desde los recursos naturales hasta unos habitantes, a los que representaba como brutales, incivilizados y salvajes. Mediante un uso más o menos explícito de la violencia, una potencia ajena y extranjera –«superior» según sus propios miembros– se impuso sobre pueblos y territorios hasta sumirlos en una relación de total dependencia; tanto en la dimensión política, como en la económica y la cultural.

Si bien estas tres dimensiones están plenamente interrelacionadas, no ha sido hasta tiempos más recientes en los que la arista sociocultural del colonialismo ha recibido el suficiente interés. Estos estudios han mostrado la arbitrariedad de un poder que ha tratado de imponerse –con mayor o menor éxito– sobre toda una serie de culturas, idiomas y tradiciones degradados al nivel de meros obstáculos para el desarrollo de la empresa colonial. En este sentido, un Wa Muiu (2010: 1312) que reconoce las aportaciones de Kenyatta, llegará a hablar de una «cultura de la impunidad» bajo la cual «el colonialismo requería que los africanos operaran dentro de una cultura ajena que negaba su propia existencia».

En el contexto de la historia del colonialismo europeo, el interés por el caso portugués se puede justificar, en primer lugar, por su carácter pionero a la hora de expandir territorialmente la naciente economía-mundo capitalista hacia los márgenes del sistema, situados, en aquel momento, en las islas atlánticas y la parte occidental de África (Wallerstein, 1979: 60-62). Tal y como señala Wallerstein (1979: 69-72), diversos factores –como su posición geográfica; su experiencia en el comercio a larga distancia; la disponibilidad de capital de capital proveniente de la pugna entre los comerciantes genoveses y venecianos; o la fuerza de un aparato estatal cuya estabilidad como principal empresario del país contrastaba con las guerras internas vecinales– explican la temprana expansión del poder portugués más allá de sus fronteras. Sin embargo, esto es algo que contrasta con el segundo motivo de interés: su rápida decadencia y caída en un segundo plano dentro de la estructura del sistema-mundo capitalista. Así, si para Modelski (1987) Portugal constituía el centro del sistema global en el siglo XVI (algo que no compartía un Wallerstein que reservaba este papel para la corona española), durante el siglo XVII, época del mercantilismo, tanto Portugal como España se convirtieron en Estados semiperiféricos, funcionando como meras correas de transmisión de los intereses de las potencias centrales hacia las regiones periféricas (Wallerstein, 2010: 218).

De Sousa Santos (2002), que comparte esta idea de Portugal como semiperiferia, retrata la situación portuguesa haciendo uso de los personajes de La tempestad (The Tempest, 1611), de William Shakespeare, donde el noble y civilizado Próspero convive con el salvaje, casi monstruoso, Calibán. La alegoría geopolítica es útil para explicar la situación de Portugal: país a la vez colonizador y colonizado, central en su relación con África y periferia a respecto de los países centrales de Europa. Esta situación no haría sino agravarse tras la firma de los tratados anglo-portugueses de 1642, 1654 y 1661, que acabarían por formalizar la situación de dependencia de la economía portuguesa respecto de la británica. Hasta tal punto es así, que el duque de Choiseul, ministro de Asuntos Exteriores de Luis XV, llegaría a afirmar, en 1760, que Portugal «debe ser considerado como una colonia inglesa» (Wallerstein, 2010: 266). Ahora bien, como señala Wallerstein, afortunadamente para Portugal este era todavía un país semiperiférico: poseedor de unos dominios coloniales propios sobre los que compensar su posición subalterna frente a los países centrales del sistema. De este modo, tal y como señalan Vecchi y Russo (2008: 192), en una fecha tan tardía como 1974:

En el momento del (doble) final del régimen salazarista y del imperio colonial, del que el 25 de abril de 1974 representa en cierta medida su síntesis simbólica, Portugal era el país menos desarrollado de Europa y, al mismo tiempo, el único poseedor del mayor y más duradero imperio colonial europeo.

Así, a diferencia de otras realidades coloniales, como las dependientes del más rico y poderoso Reino Unido, donde existía una «polarización extrema» (De Sousa Santos, 2002: 17) de las relaciones sociales entre los grupos dominantes y los dominados, tanto la situación subalterna del Portugal a nivel europeo, como el hecho de que la mayoría de sus colonos en África fueran «pobres, inexpertos, sin educación» (Chabal, 2001: 223), crearon una inter-identidad que llevó a una mezcla entre colonizadores y colonizados. Como explica De Sousa Santos (2002: 17) «la práctica de la ambivalencia, la interdependencia y la hibridez» era necesaria para la supervivencia del imperio:

El Próspero portugués, en cuanto visto desde la perspectiva de los Súper Prósperos europeos, es un Calibán. La identidad del colonizador portugués es, de este modo doblemente doble. Está constituida por la conjunción de dos otros: lo otro que es el colonizado y lo otro que es el mismo colonizador en cuanto colonizado. Fue esta duplicidad de alta intensidad lo que permitió al portugués ser, muchas veces, tratado más como emigrante que como colono, en «sus» propias colonias. Habrá incluso que averiguar si la identidad como colonizado precede a la identidad como colonizador en la genealogía de los espejos en que se miran los portugueses.

Se da, por lo tanto, una confrontación entre dos alteridades, una más marginal que la otra, pero ambas en desventaja. En realidad, la semiperiferia y la ambigüedad social e identitaria de Portugal no aligeran la carga colonial sobre los países subyugados, que no se libraron de la violencia y las vejaciones inherentes a un sistema traumático basado en un «orden social rígidamente estratificado» (Chabal, 2001: 223) y en una efectiva y opresiva separación entre los blancos y las otredades no blancas. Como veremos en las siguientes páginas, esta ambivalencia del colonialismo portugués queda reflejada en obras que, como Teoría General del Olvido (Teoría Geral do Esquecimento), de José Eduardo Agualusa, muestran esa pugna entre el imaginario colonial, impuesto por las potencias europeas, y nuevos imaginarios alternativos, provenientes desde la subalternidad, que tratan de establecer relatos contestatarios; capaces de realizar un cuestionamiento totalizante de las prácticas discursivas coloniales.

GEOPOLÍTICA Y ANTI-GEOPOLÍTICA EN EL RELATO COLONIAL Y POSCOLONIAL. DE LA GEOPOLÍTICA FORMAL A LA (ANTI-)GEOPOLÍTICA POPULAR

A través de lo que Gearóid O Thuathail dio en llamar como «geopolítica crítica», esto es, la «reconceptualización de la geopolítica en términos de discurso» (Ó Tuathail y Agnew, 1992: 191), poseemos una poderosa herramienta que nos ha permitido poner de manifiesto «los supuestos, clasificaciones y explicaciones geográficas que participan en el diseño de la política mundial» (Agnew, 2005: 6). Esta perspectiva posestructuralista de la geopolítica (Cairo, 2005), trata de llevar a cabo una deconstrucción de aquellos imaginarios que pretenden naturalizar determinadas imágenes del mundo, haciendo visibles las relaciones de poder que hay detrás de la imposición de dichos imaginarios. Para llevar a cabo esta tarea, la geopolítica crítica ha centrado su trabajo en tres ámbitos interrelacionados entre sí (Ó Tuathail y Dalby, 1998: 4): la geopolítica práctica, establecida por los jefes de Estado y la burocracia gubernamental; la geopolítica formal, elaborada por los actores estratégicos en un sentido más académico; y la geopolítica popular, aquella presentada como «cultura popular trasnacional» en los medios de comunicación de masas.

Por tanto, la elección de este enfoque nos dota de una potente herramienta que, por un lado, nos ayuda a reconocer las fuentes de los diferentes imaginarios geopolíticos –tanto coloniales como anticoloniales– en pugna; y, por la otra, nos permite identificar los mecanismos de reproducción de dichos imaginarios en un contexto determinado. Así, desde la perspectiva de la geopolítica formal podemos acercarnos a la teoría más debatida, conflictiva y mistificadora sobre la naturaleza del colonialismo portugués, como es el lusotropicanismo, desde una visión que lo permita entender como el mayor intento por tratar de legitimar las acciones llevadas a cabo desde el punto de vista de la geopolítica práctica.

Establecida por el del sociólogo brasileño Gilberto Freyre en obras como Casa-Grande & Senzala (1933), un ensayo sobre la creación y la afirmación de la sociedad brasileña, esta teoría muestra una imagen del poder luso como falto de prejuicios, de gran tolerancia y adalid de la multiculturalidad. En definitiva, se presenta la imagen de un colonialismo con rostro humano que, al tiempo, servía discursivamente como alternativa potencial al comunismo soviético y al capitalismo estadounidense. Como expone Arenas (2003: 7), «dentro de este marco, los portugueses fueron descritos como un pueblo esencialmente híbrido, cultural y étnicamente atrapado entre Europa y África. Esta hibridación […] los predispuso a adaptarse más fácilmente a las diversas civilizaciones tropicales con las que entraron en contacto, particularmente en Brasil, pero también en África y Asia, y a mezclarse racialmente con los ‘otros nativos’». Se construyó así la imagen de un «modo portugués de estar en el mundo» que, a decir de Castelo (2011: 112):

Presupone que el pueblo portugués tiene una manera particular, específica, de relacionarse con los otros pueblos, culturas y espacios físicos, manera que distingue e individualiza en el conjunto de la humanidad. Esa «manera» es generalmente calificada con adjetivos que implican una valoración positiva: se dice que la «manera portuguesa de estar en el mundo» es «tolerante, «plástica», «humana», «fraterna», «cristiana».

Esta celebración «del mestizaje y la hibridez cultural […] tuvo consecuencias geopolíticas específicas porque concluyó que el colonialismo portugués era ‘único’ y ‘distinto’ (léase ‘mejor’) en relación con otros colonialismos» (Arenas, 2003: 7) y fue fácilmente convertido en propaganda por António de Oliveira Salazar y su Estado Novo. Como evidencia Castelo (2011: 115-116), la idea de Freyre fue utilizada por el relato nacionalista, «simplificada y manipulada» para «perpetuar una visión mítica de la identidad cultural portugués», traduciéndose en la base ideológica de la política colonial del régimen y siendo adaptada para «justificar la necesidad de mantener un imperio e intensificar los esfuerzos de colonización» (Mormul, 2018: 49).

Sin embargo, el enfoque de la geopolítica crítica, no se limita al estudio de las representaciones y prácticas de las elites estatales del centro del sistema-mundo, sino también de aquellas otras imaginaciones contra-hegemónicas, elaboradas desde abajo, desde los márgenes del sistema, por diferentes actores que han sido relegados a posiciones subalternas. Es decir, la geopolítica crítica nos permite reconocer y analizar aquellos relatos que nacen con el objetivo de poner en cuestión los imaginarios impuestos, desde arriba, por aquellas elites. En este sentido, y contra la tradicional geopolítica hecha desde arriba, Routledge (2006: 236-237) habla de una «anti-geopolítica» que emana desde abajo «como una fuerza ética, política y cultural dentro de la sociedad civil […] que desafía la noción de que los intereses de la clase política estatal son iguales a los de la comunidad […] y articula dos formas interrelacionadas de lucha contrahegemónica»: el poder material de los Estados y las representaciones impuestas por sus elites políticas y económicas. También Drulák (2006: 421-422) utilizará este término para definir «un discurso subversivo que enfatiza el rol social de las ideas, la agencia humana, y la posibilidad de profundizar en el cambio social trascendiendo la limitación de las condiciones objetivas».

En oposición al discurso, que, hasta cierto punto, ha intentado establecer en el imaginario –de forma más o menos exitosa– una serie de «mitos de la colonización portuguesa» (Da Conceição Neto, 1997) –a saber, la especificidad de la presencia portuguesa en África, la colonización no racista y el mito de la asimilación–, han surgido toda una serie de relatos que, desde abajo (desde la sociedad civil), nacen con la pretensión de tratar de poner en cuestión este relato oficial. En este sentido, en la segunda mitad del siglo XX, nacen en las colonias portuguesas toda una serie de movimientos que pretenden poner en cuestión esta mitología a través de una mirada propia al drama de la colonización. De forma bastante significativa, como recuerda Da Conceição Neto (1997), el inicio de la revuelta angolana de 1961 coincide en el tiempo con la publicación de la recopilación de textos de Gilberto Freyre O luso e o trópico; un contraste que muestra de forma clara la desconexión entre el aparato ideológico del régimen y la realidad subyacente de las colonias.

Manteniéndonos siempre dentro del campo de la geopolítica crítica, pero adoptando en este caso el enfoque de la geopolítica popular como aquella que estudia los imaginarios producidos y reproducidos en los medios de comunicación de masas (Dittmer, 2005; Dodds, 2006), uno de los intentos más significativos de establecer un imaginario geopolítico crítico en el ámbito de la cultura popular ha sido el nacimiento de la llamada literatura poscolonial. Entendida como aquella que se compone por textos que problematizan las situaciones históricas derivadas de la relación entre colonias y metrópolis, la literatura poscolonial se suele presentar en forma de resistencia a las perspectivas del discurso dominante, del que las cuestiones de identidad nacional son parte (e Silva, 2015: 96).

Uno de los ejemplos más importantes de esta corriente literaria es la exitosa novela de 2012 Teoría General del Olvido, de José Eduardo Agualusa, en la que se realiza un ejercicio de «metaficción historiográfica» como forma de cuestionar la historia oficial a través de la concesión de la palabra a aquellas voces que esta tradicionalmente ha silenciado, reconstruyendo los acontecimientos históricos desde el punto de vista de distintas subjetividades posmodernas (Dadico Sobrinho, 2017: 171). La «deconstrucción del paradigma colonial» (Wolny, 2021: 123) que, tanto Agualusa en particular, como parte la literatura poscolonial en general, proponen va un paso más allá de esa mera crítica o deconstrucción para proponer algo nuevo: un imaginario alternativo que no pase por ser un mero reflejo invertido del imaginario colonial -al estilo de lo que Albert Memmi (2016 [1957]) reprobó en su momento–; sino una mirada propia al hecho colonial, alejada y limpia de las geografías binarias que este impone. Adaptando el concepto de Routledge, podríamos denominar este paso a mayores, en cierto sentido, como el intento de elaboración de una auténtica «anti-geopolítica popular».

ANÁLISIS DE LA OBRA TEORÍA GENERAL DEL OLVIDO

Desde un punto de vista atento a la dialéctica identitaria, Teoría general del olvido puede ayudarnos a reflexionar sobre el violento contraste entre alteridad e identidad inherente a la Angola colonial y poscolonial, evidenciando cómo la memoria, la violencia y la pacificación se entrecruzan en la historia del país. La particularidad de la obra de Agualusa consiste en su reescritura de la historia de la colonialidad a partir de un desplazamiento de las «posiciones binarias instituidas por el sistema colonial, a saber, centro/periferia o nosotros/ellos» (e Silva, 2013: 97). A fin de cuentas, ya Agualusa encarna en sí mismo las diversas almas de su tierra: nacido en Huambo, la segunda ciudad más importante después del país, sus padres combinan raíces portuguesas, angolanas y brasileñas. En su vida, ha alternado su residencia entre Angola, Brasil y Portugal, donde estudió en el Instituto Superior de Agronomía. Miembro de la Unión de Escritores de Angola, trabajó como periodista en Luanda, para A Capital, en Lisboa, para Público y en Río de Janeiro, donde abrió una editorial especializada en libros escritos en lengua portuguesa. Considerado como uno de los principales protagonistas literarios de la lusofonia (McNee, 2012: 2), sus libros han sido traducidos a decenas de idiomas, ganando prestigiosos premios como el Gran Premio Literario RTP, el Premio Llibreter, el Premio Independiente de Ficción Extranjera por The Independent y el Consejo de las Artes del Reino Unido, el Premio Fernando Namora y el Premio Literario Internacional IMPAC de Dublín.

Autor poseedor de diferentes registros, sus obras van desde la ficción histórica, como La reina Ginga (A Rainha Ginga, 2018), hasta la distopía catastrófica, como Barroco Tropical (2009) o La vida en el cielo (A vida no Céu, 2013). Pero, más allá de las diferencias estilísticas y temáticas, todas ellas mantienen en común un fuerte enfoque en la alteridad y en la identidad de las sociedades y los personajes narrados, siempre «bajo el signo de la criolidad» (McNee, 2012: 9). Sus novelas son relatos de una «multitud de voces excéntricas, identidades y sujetos, y denuncias de exclusiones que fracturan las colonias y poscolonias lusófonas» (McNee, 2012: 9) que revierten la supuesta e idílica construcción lusotropical de un mestizaje inclusivo. Hay encuentros tanto culturales como físicos, pero a menudo resulta difícil establecer si se trata de un preludio utópico o distópico. Así las cosas, la visión de Freyre se pierde en las realidades de Agualusa como una hábil y espinosa parodia que desquicia, que desestabiliza la idea de una fusión armoniosa entre las diferencias raciales, sociales y económicas de los diversos mundos unidos por la historia colonial. Al contrario, lo que permanece es una sensación de desconcierto, derrota y dolor; lo que no impide que permanezca, como en la caja de Pandora, una esperanza final de dignidad, reconocimiento y reconexión. Como veremos en las siguientes líneas, Teoría general del olvido no es una excepción en esta descripción.

Con una escritura fragmentada y heterogénea, capaz de fusionar la narración en primera y tercera persona a través de páginas de diarios, poemas haiku, cartas, leyendas y relatos históricos, Teoría general del olivido es un canto lírico y brutal del «miedo al otro» (Agualusa, 2018a), de la soledad y la supervivencia; de un obstinado, casi ilógico, deseo, al mismo tiempo, de conservación y de aniquilación. Es un perfecto esfuerzo de realismo mágico y un intento de «lectura alegórico-fantástica» (Wolny, 2021: 117) que forma parte de las llamadas «narrativas de nação (narrativas de la nación)» (e Silva, 2013: 95). Es decir, de aquellas obras escritas después de las guerras, tanto de independencia como civiles, que siguieron al proceso de descolonización portuguesa en África. Estas obras, que siempre unen «a la ficción un cierto compromiso político-social» y una reflexión ética hecha a través de la investigación del «espacio colonial y poscolonial», plantean la construcción –literaria y no solo– de la identidad de los países coloniales; una identidad «que se generará a partir de la capacidad o incapacidad de aceptar las diferencias» (e Silva, 2013: 95),

La novela de Agualusa nos cuenta 30 años de historia de Angola, desde los años 70 hasta el siglo XXI, de un punto de vista anómalo, el de un piso transformado en prisión voluntaria por la mujer que lo habita, Ludovica, también llamada Ludo. Según el autor, la obra tiene dos protagonistas: «Luanda, la capital de Angola, ciudad portuaria fundada en 1575, un lugar a la vez encantador y espantoso, feroz y dulce, un lugar de encuentros inverosímiles y escenario de las historias más salvajes» (Agualusa, 2017) y Ludovica Fernandes Mano, una portuguesa herida de forma inimaginable por la vida, que sufre una agorafobia muy fuerte, ve el mundo exterior como una amenaza y «tiene miedo de caer[se] entre las estrellas» (Agualusa, 2017: 11). Como forma de enfocar el análisis, del estudio de estos dos personajes trataremos de obtener un retrato crítico del imaginario geopolítico colonial, así como del imaginario anti-geopolítico propuesto por el autor. Lo haremos desde la perspectiva propuesta por Agualusa: partiendo de la visión situada de la protagonista para posteriormente hallar un sentido en el conjunto. Como veremos, este imaginario se hace patente en la obra no solo en las tres clásicas escalas espaciales identificadas por Taylor y Fint (2002) –la escala de la realidad (la economía-mundo capitalista), la escala de la ideología (el Estado y la nación) y la escala de la experiencia (lo local)–; sino también en el propio cuerpo entendido como escala de la geopolítica (Dowler y Sharp, 2001; Hyndman, 2001).

Ludovica: conocimiento situado y el cuerpo como escala de la geopolítica

Como señalábamos, la historia de Teoría General del Olvido gira en torno a Ludo, joven portuguesa que, desde la muerte de sus padres, vive con su hermana Odete: una profesora que, para cuidarla y protegerla, sacrifica su propia vida (por ejemplo, evitando viajar para no dejar sola a Ludo). Los dos personajes funcionan a modo de entidades opuestas pero, al mismo tiempo, complementarias, un micro-presagio del macro-trauma que nos acompañará durante el desarrollo de la historia: Ludo se nos muestra como «casi paralítica, casi muerta», mientras que Odete es viva, abierta al mundo y se ve «obligada a arrastrarla por todas partes» (Agualusa, 2018b: 14).

La vida de ambas da un cambio radical cuando Odete se enamora de Orlando, un ingeniero angoleño, viudo y sin hijos. La pareja decide rápidamente casarse y mudarse con Ludo a Luanda, donde virirán en un espléndido apartamento situado en el último piso de uno de los edificios más elegantes, lujosos y prestigiosos de la ciudad (el Edificio de los Envidiados). El traslado, al que la protagonista intenta oponerse en vano, no la ayuda. Pues, como ella misma reconoce, «el cielo de África es mucho mayor que el nuestro […]. Nos aplasta» (Agualusa, 2018b: 16). A pesar de todo, no sin dificultad, poco a poco encuentra una nueva rutina en su nueva casa: tanto la lectura, gracias a la rica biblioteca que Orlando posee, con «millares de títulos en portugués, francés, español, inglés y alemán, entre los cuales estaban casi todos los grandes clásicos de la literatura universal» (Agualusa, 2018b: 14); como el hacerse cargo de las tareas del hogar y el cariño que le cogerá a Fantasma, un perro que le regala su cuñado y que se convierte en fiel compañero.

Sin embargo, esta aparente calma pronto comenzará a verse derrumbada por la intensificación de la guerra de la independencia. Tanto por su condición de extranjera, como por la agorafobia que la atenaza, y que la impide salir por las calles, las descripciones del conflicto que le llegan son muy indefinidas y parciales; lo que no impide que la narración del autor incurra en un tono que reconoce el contexto aterrador y dramático: «los jóvenes morían en las calles agitando banderas y, mientras tanto, los colonos bailaban» (Agualusa, 2018b: 17) antes de despedirse y abandonar el país. En tan solo tres meses, el Edificio de los Envidiados se vacía por completo y los exiliados donan innumerables suministros a la familia de la protagonista. Desde comida, vino y productos de higiene hasta automóviles de lujo; todo queda atrás. También Odete será partidaria de tomar este camino, pero se encontrará con la oposición de Orlando. Surgen de este modo contrastes personales que se hacen eco de las realidades en transición y crisis de Angola, la colonial y la colonizada. En las peleas de la pareja, a las cuestiones maritales se suman los problemas raciales y políticos. Las dos identidades que Odete y Orlando representan y, que antes coexistían con amor, llegan a un choque fomentado por prejuicios: «habla como negro», dice la mujer al hombre mientras él le recuerda que son los colonos los que deben irse porque nadie los quiere allí. Ello da pie a que Orlando lleve a cabo una enumeración de todos «los crímenes cometidos contra los africanos, los errores, las injusticias, los impudores, hasta que la esposa […] se encierra a llorar en el cuarto de huéspedes» (Agualusa, 2018b: 23).

Con el paulatino agravamiento del conflicto, será Orlando quien cambie de opinión y decida poner rumbo a Lisboa. Sin embargo, los preparativos se truncan en el momento en que el matrimonio desaparece tras acudir a la que iba a ser –y sería– su última fiesta en Angola, dejando a Ludo en el miedo, el dolor y la confusión más total. Así, y mientras «los proyectiles rayaban el cielo y las explosiones sacudían los cristales» (Augualusa, 2018b: 25), una Ludo, ya destrozada, sufre dos percances que marcarán su destino: la visita de unos hombres que trataban de recuperar unas piedras preciosas robadas por Orlando y el intento de robo de unos vengativos ladrones a grito de «queremos lo que nos pertenece. Ustedes nos robaron durante 500 años. Venimos a buscar lo que es nuestro» (Agualusa, 2018b: 26). En medio del pánico, Ludo dispara con una pistola que había encontrado en un cajón y golpea a uno de los dos jóvenes. Finalmente, arrepentida, abre la puerta y trata ayudar a esa figura que Agualusa describe subrayando su delgadez, sus manos minúsculas, su «rostro pequeño, sudado, con ojos grandes que la miraban sin rencor» (Agualusa, 2018b: 27). Sin rencor, porque las almas infelices, desgraciadas, se reconocen, de un lado o del otro de las barricadas, el asaltante pide a su asesina una canción dulce antes de morir y Ludo canta. Al día siguiente, entierra el cadáver y, con los materiales que Orlando iba a utilizar para construir una piscina en la terraza, levanta un muro en el corredor, decidiendo aislarse del resto del edificio, del mundo entero y de su vida. Según Fonseca (2018: 106), con esta acción, «Ludo intenta paralizar el tiempo en un eterno presente en el que los portugueses siguen siendo los señores de la tierra»; pero la cuestión del aislamiento de la protagonista es mucho más compleja a la de un miedo conservador y colonial. La mujer, prisionera en su apartamento de sí misma, vive en una situación degradante y salvaje. Allí se ve obligada a sacar su parte más violenta y práctica, prescindiendo «de todo lo que la llamada civilización del colonizador ofrecía como garantía de sustentabilidad. La superioridad del apartamento de lujo cede en ese momento su lugar a la brutalidad desnuda de una caverna» (Wolny, 2021: 121); una versión opuesta y consciente –y por ello aún más traumática– del célebre mito de Platón. Lo esencial de la «caverna» de Ludo no es la relación entre las ideas y la realidad, entre el conocimiento y la ignorancia. Lo esencial es que las cadenas que bloquean a la protagonista no están impuestas por el entorno social; es la libre elección de una mujer que prefiere unas sombras percibidas como reconfortantes a la amenaza de la propia luz.

Ludo es una náufraga en tierra firme, parecida a Robinson Crusoe, el héroe creado por el escritor inglés Daniel Defoe en 1719 que pasa 28 años en una isla perdida de la América del Sur. La protagonista de Agualusa, no obstante, no se convierte, como el aventurero, en un ejemplo casi épico de la civilización, el colonialismo cultural y la superioridad humanista europea. Ludo no encarna el «mito de la modernidad burguesa» (García Gual, 2018: 18) que con orden y valentía triunfa sobre la naturaleza y la otredad salvaje, representada, en la novela de Defoe, por la tribu local caníbal y por Viernes, el negro al que Crusoe adoctrina tras salvarlo de los indígenas. Ludo solo sobrevive, aunque lo haga con habilidad e inteligencia. Recoge el agua de lluvia en baldes y otros recipientes. Quema muebles, libros y tablas del suelo para calentarse. Improvisa una huerta con maíz, patatas, frijoles, frutos rojos y similares. Incluso aprende trucos para matar palomas. En un contexto donde la riqueza deja de garantizar la seguridad, utiliza los diamantes como medios útiles para la caza; toda vez que, para ella, han perdido por completo su valor de cambio.

Poco a poco, la geografía urbana de Angola y, por extensión, de Luanda cambian. Los colonizadores vuelven a Portugal y los angoleños recuperan la posesión de sus tierras y de sus ciudades. Nuevos vecinos, «gente llegada de los suburbios, campesinos recién llegados a la ciudad, angoleños regresados del vecino Zaire y legítimos zaireños» (Agualusa, 2018b: 45), comienzan a vivir en el Edificio de los Envidiados, adaptándose con dificultad a las costumbres y las prácticas ciudadanas: llevan consigo, por ejemplo, animales de granja, como pollos y gallinas, y los dejan en los balcones. Ludo aprovecha de esta renovada vivacidad –humana y animal– del entorno y se esfuerza por robar algunos ejemplares para criarlos y asegurarse comida saludable y fresca.

Pero no será hasta que haga aparición Sabalu, un niño huérfano de 7 años que, con la intención de robar algo, entra en su apartamento tras escalar un andamio, que Ludo saldrá de sus 28 años de confinamiento. Sabalu, que dejó de ser niño «lejos de las manos de [su] madre» (Agualusa, 2018b: 167), es hijo de una enfermera asesinada por oponerse al tráfico de órganos y vive en una Luanda a la que llegó con la ilusión de buscar a su padre, un oficial de las Fuerzas Armadas desaparecido durante una misión cuando él era un neonato. Tras abandonar a una banda de niños liderada por Baiacu, «un muchacho de rostro hinchado y la piel muy maltratada» (Agualusa, 2018: 169), que hizo suyo el territorio de Quinaxixe, florido y modernista en tiempos coloniales pero caído en plena decadencia tras la independencia, Sabalu se queda con Ludo. Cuidándola y dejándose cuidar, comienza una relación curativa para ambos. Este inesperado contacto humano, tanto más significativo porque actúa a través de un cuerpo inocente que representa una otredad temida, rechazada y sumisa, convence a una Ludo totalmente anulada para volver a la vida. Finalmente, mientras el muro construido hace décadas acaba siendo derruido por Sabalu, que empieza a llamar a la protagonista «abuela», descubrimos el trauma original de Ludo y la historia más atroz que esconden las ya de por sí dolorosas páginas del libro: la violación sufrida por Ludo a una edad muy temprana. Embarazada y castigada por su padre, que la encerró en un cuarto para esconder el deshonor familiar, fue despojada de su hija nada más nacer, sin tan siquiera poder ver su rostro. Será esta quien, ya adulta, escriba al Jornal de Angola buscando a su madre, lo que propiciará que el periodista Daniel Benchimol investigue la desaparición y descubra la verdad. Tras aparecer en la puerta Ludo en Luanda, se encajará de esta forma la última pieza del complejo puzle que es la identidad de la protagonista.

A pesar de ser blanca y portuguesa, el cuerpo de Ludo, tan colonizado como el de los angoleños, es víctima de una misma tipología de poder. Citando Haraway (2001: 295-96), «la conciencia de género, raza o clase es un logro que nos impone la terrible experiencia histórica de las realidades sociales contradictorias del patriarcado, el colonialismo y el capitalismo» (295-296). Estas tres autoridades, que podríamos definir como distópicas (δυσ- τόπος, «mal lugar») aunque el termino normalmente se utilice para identificar poderes violentos y manipulativos en ámbito literario, utilizan las mismas dinámicas represoras y explotadoras que recuerdan a la descripción hecha por Jack London en El Talón de Hierro (1908), cuando muestra el poder como un «hombre de las cavernas en traje de etiqueta» (London, 2004: 66): codicioso, primitivo y brutal, deseoso de acumular, ganar y poseer, tantos materiales como cuerpos.

En la realidad y en la ficción, el género femenino es víctima por partida doble; no solo de los poderes sociopolíticos, sino también de la violencia masculina y machista. Afirmar su identidad es complejo también para Ludo por pertenecer a un género que, como argumentó De Beauvoir (1988: 6), encarna perfectamente una alteridad incidental, secundaria, indefinida, como la racial o económica: «la mujer es lo inesencial frente a lo esencial. El [el hombre] es el Sujeto, él es lo Absoluto; ella es lo Otro». La sociedad blanca mira de la misma manera a la sociedad negra, mestiza y colonizada, que, como las mujeres en realidades patriarcales, acaba devaluada y alienada. Según Fanon, las violencias y la represión psicofísica, actuadas por las instituciones coloniales y la constante presencia de un racist gaze (mirada racista) en las relaciones entre colonizadores y colonizados, destruyó la individualidad de las poblaciones sometidas hasta un nivel psiquiátrico: «el negro, en su comportamiento, se emparenta con un tipo neurótico obsesivo o, si prefiere, se coloca en plena neurosis situacional. En el hombre de color hay una tentativa de huir de su individualidad, de anonadar su ser-ahí» (Fanon, 2009:76). La neurosis de Ludo es similar: su búsqueda de la aniquilación es la respuesta a una sociedad hostil que no reconoce la otredad como valor, que transforma la diferencia en un elemento de crisis y trauma para justificar la explotación y el control. Los poderes dominantes, no importa si son históricos o imaginarios, organizan estrictamente los espacios y emplean el sometimiento lingüístico y psicofísico para reprimir o manipular a los individuos: para adecuarlos a sus estándares sociales, éticos y políticos, excluyendo, culpabilizando y reprimiendo a los no alineados y marginados. Como nos ha enseñado la geopolítica feminista (Sharp, 1996), los cuerpos se convierten en espacios de soberanía, en «zonas enemigas», que pueden ser invadidas y derrotadas. El cuerpo mortificado de Ludo es carne y tierra, es una alegoría sangrienta de Angola y de los países colonizados, que evoca a las mujeres de los «malos lugares» más obscuros. Su voz silenciada y su voluntad cancelada por el padre anticipa Voz (2018) de Christina Dalcher, donde el género femenino solo puede pronunciar 100 palabras al día. Sus heridas psicológicas, sus dolorosas limitaciones, su maternidad negada recuerdan a El cuento de la criada (1985) de Margaret Atwood, donde las llamadas «criadas», fértiles en un mundo estéril, son reducidas a meras incubadoras, violadas y privadas de sus hijos e hijas, que pertenecen a la élite del estado de Gilead.

Ludo es «un híbrido entre una representante del pasado, la tradición colonial, y una habitante de la realidad poscolonial emergente» que, «limitando su espacio, prolonga su tiempo, convirtiéndose en testigo y cronista de ese exterior que le parecía tan extraño y peligroso». (Wolny, 2021: 115-116). No pertenece realmente a ningún lugar. En Portugal, es ajena a su propia familia, que no la reconoce como víctima, y a su entorno, que se convierte en una fuente de malestar: después de la violación, «nunca más logré salir a la calle sin experimentar una profunda vergüenza» (Agualusa, 2018b: 233), afirma la protagonista. La razón la encontramos en una sociedad patriarcal, donde el valor de las mujeres depende directamente de su moralidad sexual; algo que contrasta con unos impulsos masculinos que son tolerados como ingobernables. Esta tendencia «enfatiza que la sexualidad de las mujeres es antinatural, pero también establece una dinámica perturbadora en la que se espera que las mujeres sean responsables del comportamiento sexual de los hombres», fusionando victim blaming y «mito de la pureza».

Ludo también es ajena a Angola, casi un país de exilio para ella, una realidad aún más desconocida y aterradora. Su fobia en África adquiere un significado más extremo porque, si en Portugal es una figura interna, una parte inadecuada de una mayoría, en Angola es una outsider, temeroso ejemplar de una minoría, aunque sea dominante. Cuando elige encerrarse en casa, sus acciones están claramente guiadas por el miedo y el trauma: Ludo está en guerra, una «guerra íntima […] consigo mismo y el lugar donde se encuentra» (e Silva, 2013: 103), haciéndose eco de la guerra civil que está destrozando el país. El rechazo hacia los otros que acompaña a Ludo hace años simplemente es un rechazo hacia sí misma porque, en este caso, «el extranjero no es ni una raza ni una nación. […] La extranjería está en nosotros: somos nuestros propios extranjeros, estamos dividido. […] Y cuando huimos o combatimos al extranjero, luchamos contra nuestro inconsciente, este ‘impropio’ de nuestro ‘propio’ inconsciente» (Kristeva, 1988: 268, 283). Sin embargo, al mismo tiempo, hay un fuerte sentimiento de independencia en la elección del olvido de la mujer, por lo menos inicialmente. Es una elección consciente, una de las pocas que puede tomar por sí misma. Borrar todo lo que es «otro», y lo que percibe como peligroso para ella, es su salvación en una situación de grave instabilidad y conflicto, exterior e interior. Es un acto de autoconservación: en su mundo limitado es «prisionera, pero libre» (Agualusa, 2018b: 142). En este sentido, nos recuerda al Nietzsche que habló de la «facultad activa» del olvido contra la «enfermedad» (social y personal) causada por una memoria obsesiva capaz de paralizar el presente con el peso de la historia. El olvido activo «representa una fuerza, una forma de la salud fuerte», es «semejante a un guardián de la puerta, a alguien que mantuviese en el alma el orden, la tranquilidad, la etiqueta: se ve así enseguida hasta qué punto no podría haber felicidad, jovialidad, esperanza, orgullo, presente, sin olvido» (Nietzsche, 2000 [1887]: 96). No obstante, vivir en el pasado puede ser una condena, pero anular una identidad para anular el pasado también es destructivo porque «el objetivo del olvido activo es desterrar el trauma integrándolo a la propia identidad» (Aydin, 2017: 126); no cancelar el ser. Ludo lleva a un extremo peligroso la teoría de Nietzsche, perdiendo toda la posibilidad terapéutica y positiva de una memoria selectiva.

Cuanto más intenta olvidar, más se castiga por una culpa que no tiene. En respuesta a esta teoría general del olvido, que es una exaltación de la muerte del individuo como vía de escape del dolor, el redescubrimiento de una humanidad compartida con Sabalu empieza, a modo de proceso, un despertar y un recuerdo. Estos muestran cómo la dosis correcta de memoria y la autoconciencia son fundamentales para «construir» un individuo sano. Cuando sale de su propia versión de la caverna de Platón a través de la «luz» del perdón y de las relaciones humanas, Ludo cura sus heridas abiertas durante décadas.

Los problemas de reconocimiento de identidad y alteridad en el poscolonialismo son tristemente normales. Son endémicos a la cuestión colonial porque, como afirmaba Fanon, «la descolonización es siempre un fenómeno violento». Yo y otro, centro y periferia, exterior e interior se encuentran en una dialéctica constante derivada del poder político y económico: «la violencia que ha presidido la constitución del mundo colonial, que ha organizado incansablemente la destrucción de las formas sociales autóctonas, que ha demolido sin restricciones los sistemas de referencias de la economía, los modos de apariencia, la ropa, será reivindicada y asumida por el colonizado» (Fanon, 2004: 5-6). Y «¿qué identidad podría tener un país imaginado, obligado a adaptar una forma nacional hostil a sus propias culturas, solo para luchar contra el nacionalismo occidental de las potencias coloniales?» (Wolny, 2021: 117) ¿Qué identidad podría tener una mujer violada y castigada por haber sido violada, alejada del mundo y de la afectividad, bloqueada desde toda su vida en sistemas y relaciones de poderes (más o menos) violentos y represivos?

Al final, Ludo se siente perteneciente a un lugar, Angola, y a una persona, Sabalu. Cuando su hija María le pide que la acompañe a su tierra natal, Portugal, Ludo le toma la mano y le dice que ahora Luanda es su tierra, que no le queda nada más que el niño que entró su en casa y se convirtió en su familia, el árbol de mulemba que ella vio crecer (y que a ella vio envejecer) y el fantasma de un perro. Todas las piezas, identidad y alteridad, olvido y memoria, ira y perdón, se juntan. Ludo puede ser feliz, a pesar de todo lo que ha perdido, cuando se perdona, cuando acaba de sentir vergüenza, cuando el reflejo al espejo de sí misma y del otro se pacifican, sin miedo: «salgo a la calle y ya no siento vergüenza. No siento miedo. Salgo a la calle y las vendedoras me saludan. Me sonríen, como parientes cercanas. Los niños juegan conmigo, me dan la mano. No sé si es porque soy muy vieja, o porque soy tan niña como ellos» (Agualusa, 2018b: 233).

Luanda, Angola y la economía-mundo: escalas interconectadas

Al recuperar el control sobre su cuerpo y su mente, Ludo empieza a escribir su vida y su historia más allá del colonialismo. La visión anti-geopolítica de Agualusa consiste precisamente en interrelacionar en ese imaginario la escala corporal con las escalas de la localidad luandesa, el Estado y la nación angolana para, finalmente, encuadrados en el contexto de la economía-mundo capitalista. Con cinco siglos de colonialismo portugués a sus espaldas, Agualusa dibuja un proceso de descolonización absolutamente traumático desde mediados de los años 70 del siglo XX. Si bien es cierto que el modo de actuar del colonialismo portugués –más centrado en la acción comercial a través de la ’protección’ del gobernante local de turno que en un ejercicio directo de soberanía sobre grandes superficies de terreno» (Wallerstein, 1979: 463)– hizo que formalmente no se ejerciera un control directo sobre el territorio hasta los años posteriores a su ingreso en la Primera Guerra Mundial, la población de la actual Angola cargó con el peso del colonialismo desde la llegada a la zona de Diego Cao en 1482 y la fundación de Luanda en 1575. Convertida en centro neurálgico del expolio de recursos y del comercio triangular de esclavos entre África, Brasil y Europa, Angola vivió un proceso de independencia que se realizó en función de los viejos patrones heredados del colonialismo, con una guerra anticolonial que, desde 1961, y al igual que en Mozambique, «llegó en los años sesenta a una auténtica vietnamización, con la creación por los portugueses de ‘aldeas estratégicas de reagrupamiento’» (Fontana, 2011: 360).

En este contexto, el poder colonial se esfuerza por establecer un discurso de los libertadores como asesinos que Agualusa reproduce en la obra cuando Odete, la hermana de Ludo, le pide a su marido abandonar Angola por su temor a «los terroristas». La respuesta de Orlando, consciente de sus raíces mestizas, será contundente: «los tales terroristas combaten por la libertad de mi país. No saldré». Como ya sabemos, esta decisión no se mantendrá en el tiempo precisamente porque el mayor problema para Angola en ese momento, tal y como Agualusa refleja, no radica tanto en la acción de un poder colonial que se batía ya en retirada desde el éxito de la Revolução dos Cravos el 25 de abril de 1974, sino en la interiorización de sus imaginarios raciales y espaciales por parte de la población angoleña. Más allá de la distinción que el régimen colonial estableció entre indígenas y assimilados, la asimilación de los postulados de la llamada estrategia del «divide y vencerás» –puesta en marcha por todo poder en sus colonias– llevó a la funesta consecuencia de que las movilizaciones nacionales se acabaran fundamentando en alianzas o lealtades tribales, algo que permitió a los colonizadores movilizar a otras tribus contra los regímenes recién nacidos, como efectivamente sucedió en Angola (Hobsbawm, 1995: 449). Tampoco ayudó en absoluto el contexto internacional de la Guerra Fría, en el que el globo era visto como un tablero sobre el que las potencias iban tomando posiciones estratégicas. Considerada como una de las colonias más importantes de África, las potencias no dudaron en dar su apoyo a los distintos bandos que se enfrentaron tras la consecución de la independencia en 1975: el FNLA de Holden Roberto, de etnia mayoritarmente bakongo y sostenido por EEUU y Mobutu (del que era cuñado); el MPLA de Agostinho Neto, grupo marxista-leninista con fuerte presencia de la etnia mbundu, pero con mayor peso urbano que étnico, y que fue apoyado por la URSS y Cuba; y UNITA de Jonás Savimbi, grupo étnico de mayoría ovimbundu que se separó del FLNA en 1964 y recibió financiación tanto de EEUU como del gobierno sudafricano.

Como forma de ofrecer un panorama más completo de la realidad angolana, en torno a la protagonista se mueven toda una serie de personajes secundarios que inicialmente se nos presentan de forma desconectada, «combinándose para desestabilizar las identidades raciales y nacionales y las visiones estereotipadas de la africanidad» (McNee, 2012: 18) y también del europeísmo etnocéntrico. Representan todas las otredades que viven y luchan en Angola: el Capitán Jeremías Carrasco, conocido como El Verdugo, un personaje despiadado y codicioso, mercenario portugués que se nos presenta como desplazado a Angola para luchar contra el comunismo y que será el que busque las piedras preciosas guardadas en el apartamento de Orlando; Madalena, una antigua monja que se apiada y ayuda a Jeremías. Bienvenue Ambrosio Fortunato, más conocido como Papy Bolingô, preso político por su oposición al carácter que comenzaba a tomar el gobierno posterior a la independencia; Monte, agente de la Policía Patriótica cuya ciega ideología lo convierte en azote tanto de portugueses como de opositores al régimen; Daniel Bechimol, periodista que se ocupa de los reiterados casos de desapariciones y que ejerce como nexo de unión entre Ludo y su hija perdida; o Pequeño Soba, joven angolano nacido en el seno de una familia burguesa y que posteriormente se convertirá en uno de los hombres más importantes en la lucha por la independencia. Augalusa nos presenta a toda esta serie de personajes como rotos, ambivalentes y complejos, víctimas y verdugos; de modo que no solo no se distinguen entre sí, sino que, en determinado momento, comienzan a parecerse e incluso tenderán a confundirse (Von Hoff, 2018: 154). Será en la parte final de la novela cuando todas estas historias acaben entrelazándose, enfrentándose y chocando frente al apartamento Ludo, completando el puzzle compuesto por Agualusa.

Como sucede con la identidad de Ludo, la forma en que Agualusa representa la fragmentación de la sociedad angolana parte del reconocimiento de las posiciones esencialistas de los diferentes personajes para, posteriormente, ir evolucionando hacia una progresiva crítica y descomposición de tales posturas. Elementos en un principio tan inmóviles como las ideologías o las identidades se van desfigurando paulatinamente a lo largo de la obra. El propio Orlando es buena muestra de ello, pasando de la simpatía hacia el movimiento de liberación a la preocupación por la pérdida de su posición privilegiada si los comunistas, «que amenazaban con nacionalizarlo todo», se hacían con el poder. Será precisamente esta la razón que lo lleve a su cambio de posición y a (intentar) sumarse a los 300.000 portugueses, de una población total de 330.000, que abandonarían Portugal entre 1974 y 1976 (Wheeler y Pélissier en Kralik Angelini, 2015). En cualquier caso, los personajes con una ideología más marcada serán Monte, agente de la Policía Patriótica al servicio del gobierno del MPLA, y su víctima Jeremías, el mercenario al que unos soldados acusan «de prostituto a sueldo del imperialismo americano»:

Jeremías: Y los cubanos, ¿esos no son mercenarios?

Soldado: Los compañeros cubanos no vinieron hasta Angola por dinero. Vinieron por convicciones.

Jeremías: Yo me quedé en Angola por convicciones. Combato por la civilización occidental, contra el imperialismo soviético. Combato por la supervivencia de Portugal (Agualusa, 2018b: 35).

Sin embargo, el propio devenir de los acontecimientos irá haciendo progresivamente que esas convicciones se vayan desfigurando ante la realidad de un gobierno que, una vez lograda la independencia, no tarda en hacer gala de una inusitada arbitrariedad contra su propio pueblo. Así, a lo largo del libro, se comienzan a suceder los retratos de nuevos protagonistas, como Pequeño Soba o Papy Bolingô, acusados de apoyar a corrientes que criticaban la dirección del partido; pero también las críticas abiertas contra una situación y una guerra civil que parecían no tener fin: «no fue para esto que hicimos la independencia. No para que los angolanos se matasen los unos a los otros como perros rabiosos» (Agualusa, 2018b: 77). Como le expone Madalena a Pequeño Soba:

Tú y tus amigos se llenan la boca con palabras grandes, Justicia Social, Libertad, Revolución, y entretanto las personas languidecen, sufren, muchas mueren. Los discursos no alimentan. Lo que el pueblo precisa es de legumbres frescas y de un buen muzongué, al menos una vez por semana. Solo me interesan las revoluciones que comienzan por sentar al pueblo a la mesa (Agualusa, 2018b: 97).

La situación, como en tantas obras de Agualusa, adquiere tintes de tragicomedia cuando las cárceles se convierten en una perfecta muestra de la descomposición de la sociedad angolana. Como narra el autor (Agualusa, 2018b: 198), a finales de los 70:

La Prisión de São Paulo reunía una extraordinaria colección de personalidades. Mercenarios americanos e ingleses, capturados en combate, convivían con exiliados del ANC caídos en desgracia. Jóvenes intelectuales de extrema izquierda intercambiaban ideas con viejos salazaristas portugueses. Había sujetos presos por tráfico de diamantes y otros por no cuadrarse al izar la bandera. Algunos de los prisioneros habían sido importantes dirigentes del partido. Se enorgullecían de la amistad con el Presidente.

En este contexto, la identidad deja de ser importante. Tanto en la prisión, donde las diferencias entre los bandos se desdibujan, como en el exterior, donde la arbitrariedad del poder puede afectar a cualquiera, Agualusa muestra una Angola y una Luanda en ruinas. Pese al cambio en la geografía urbana luandesa que se muestra en la obra, la recuperación de sus tierras y ciudades por parte de los angoleños –ese cambio de huéspedes en el Edificio de los Envidiados al que hicimos referencia anteriormente– no trae consigo un cambio realmente profundo, sino la reproducción de los viejos patrones coloniales. En este sentido, y por expresarlo en términos de Marx, se nos recuerda que el mero cambio en la base material no se traslada de forma automática al ámbito de la superestructura ideológica. La falta de una superación de las geografías binaras y la segregación, ya no del blanco hacia el negro, como hacían Ludo y Odete, sino de los angolanos entre sí, evidencian el fracaso de un proyecto nacional poscolonial capaz de superar el imaginario heredado de los tiempos de dominio portugués (e Silva, 2015). Como se nos muestra en la obra, el proyecto del Estado nación revolucionario ha fallado, por lo tanto, a la hora de dotar a la población de Angola de un instrumento jurídico-político, pero también ideológico, que esté al servicio de su propio pueblo. Antes al contrario, lo que ha mostrado es su funcionalidad para lo que fue diseñado en origen: su expolio.

Lamentablemente, para el autor, la llegada de la ansiada paz en el año 2002, tras casi 30 años de conflicto civil, habría traído consigo ningún cambio relevante. La modernización de Angola bajo el capitalismo triunfante en la contienda de la Guerra Fría –de ese paso de la «era de la geopolítica ideológica» al nuevo «régimen de acceso a los mercados» (Agnew, 2005)– lo que logró fue engrasar esa maquinaria extractivista que es el Estado para acoplarla a las dinámicas de la economía-mundo. Como el propio Agualusa narra (2018b: 97):

Vino la paz, se realizaron elecciones, la guerra regresó. El sistema socialista fue desmantelado, por las mismas personas que lo habían levantado, y el capitalismo resurgió de sus cenizas, más feroz que nunca. Sujetos que, hacía pocos meses, bramaban en comidas familiares, en fiestas, en comicios, en artículos en los periódicos, contra la democracia burguesa, se paseaban ahora muy bien vestidos, con ropa de marca, dentro de vehículos resplandecientes.

Pero la riqueza de la democracia burguesa solo afectó a unos pocos; todos ellos relacionados con el aparato de poder estatal. Así las cosas, Angola se convirtió en una cleptocracia con una elite lo suficientemente poderosa como para, a través de los ingresos provenientes de la riqueza petrolera del país, poder establecerse como propietarios de importantes empresas en Lisboa (la misma metrópolis con respecto a la que, pocos años atrás, mantenían una relación de total dependencia económica). No es de extrañar, por tanto, que Pequeño Soba –cuya trayectoria vital recorre el camino de la burguesía a la revolución para volver finalmente a la burguesía–, una vez montado su negocio, espere a unos compradores a los que no reconoce como acaudalados profesionales liberales o empresarios, sino a «generales, ministros. Gente con mucho más dinero que yo» (Agualusa, 2018b: 101). Una vez más, la ideología se vuelve a difuminar ante el inevitable peso de la escala de la realidad, la de la economía-mundo capitalista, que nos recuerda el limitado margen de maniobra que un país como Angola puede tener debido a la posición periférica que mantiene. La contestación que un general da a un cada vez más desencantado Monte es suficientemente ilustrativa al respecto:

Este país está del revés. Pagan los justos por los pecadores. La observación, dicha en voz alta, firme, delante de dos generales, no cayó bien. Uno de ellos se molestó: El mundo evolucionó. El partido supo avanzar con el mundo, modernizarse y, por eso, aún estamos aquí. El camarada debería reflexionar sobre el proceso histórico. Estudiar un poco (Agualusa, 2018b: 158).

Ahora bien, como decíamos al comienzo, el elemento más interesante de Teoría General del Olvido estriba en que no se conforma con mostrar una imagen crítica de la realidad angolana. Su fuerza radica precisamente en su intento de tratar de proponer un imaginario alternativo, a modo de una auténtica anti-geopolítica, que logre superar las relaciones de poder heredaras del período colonial. Al igual que hizo Ludo cuando recuperó el control sobre su cuerpo y su mente, Agualusa propone una reescritura de la vida y la historia de Angola de manera poscolonial, en línea a la tarea que debió emprender el Portugal posrevolucionario, despojado de su Imperio, a través de la búsqueda de una nueva identidad democrática y europea. A este respecto, el autor se destaca entre aquellos representantes de la literatura africana lusófona que tratan de crear una literatura independiente, “una especie de designo nacionalista” a través de la resignificación de la relación entre la historia (la memoria de la lucha anticolonial) y la identidad (Silva, 2015: 241).

Este es el sentido que toma, en las páginas finales del libro, una cierta reconciliación de Jeremías y Nasser Evangelista con Monte, cuando este último intenta escapar de ellos y le dicen: «calma, lo que pasó, pasó. Todos somos angolanos» (Agualusa, 2018b: 192), para posteriormente fingir un acuchillamiento con una navaja; lo que provocará la hilaridad de los «atacantes». El humor vuelve a aparecer aquí como un elemento que permite poner en duda y relativizar las cuestiones que en, algún momento, han sido consideradas como esenciales, como las étnicas o nacionales. En la novela, «los personajes se construyen, y se reconstruyen, cambiando de raza y de nacionalidad, olvidándose. Se fuerzan al olvido» (Azevedo, 2014: 133).

Ahora bien, como decíamos al comienzo, el elemento más interesante de Teoría General del Olvido estriba en que no se conforma con mostrar una imagen crítica de la realidad angolana. Su fuerza radica precisamente en su intento de tratar de proponer un imaginario alternativo, a modo de una auténtica anti-geopolítica, que logre superar las relaciones de poder heredaras del período colonial. Al igual que hizo Ludo cuando recuperó el control sobre su cuerpo y su mente, Agualusa propone una reescritura de la vida y la historia de Angola de manera poscolonial, en línea a la tarea que debió emprender el Portugal posrevolucionario, despojado de su Imperio, a través de la búsqueda de una nueva identidad democrática y europea. Este es el sentido que toma, en las páginas finales del libro, una cierta reconciliación de Jeremías y Nasser Evangelista con Monte, cuando este último intenta escapar de ellos y le dicen: «calma, lo que pasó, pasó. Todos somos angolanos» (Agualusa, 2018b: 192), para posteriormente fingir un acuchillamiento con una navaja; lo que provocará la hilaridad de los «atacantes». El humor vuelve a aparecer aquí como un elemento que permite poner en duda y relativizar las cuestiones que en, algún momento, han sido consideradas como esenciales, como las étnicas o nacionales. Como señala Azevedo (2014:133), en la novela «los personajes se construyen, y se reconstruyen, cambiando de raza y de nacionalidad, olvidándose. Se fuerzan al olvido»:

Todos podemos, a lo largo de una vida, conocer varias existencias. Eventualmente, desexistencias. De hecho, lo más habitual. Pocos, con todo, tienen la posibilidad de vestir otra piel. A Jeremías Carraco le ocurrió casi eso (Agualusa, 2018: 59).

No por casualidad, Agualusa, como narrador de la obra, no incluye características como los rasgos raciales o el color de piel como elementos descriptivos de los personajes. En las contadas ocasiones en las que las incluye, lo hace siempre por boca o pensamiento de alguno de ellos. Pero, en esa mirada nueva que el autor intenta crear, el narrador no los considera suficientemente relevantes como para tenerlos en cuenta. En este sentido, Agualusa insiste en una idea de la identidad «como simulacro de la realidad» (Silva, 2015: 222) que ya reflejara en El vendedor de Pasados (O vendedor de Passados, 2004), en la que el autor narra la historia de Félix Ventura, un creador de árboles genealógicos, encargado de dotar de identidad a aquellas personas que busquen su propia historia. Esta imagen, ya de por sí evocadora de la postura anti-esencialista que el autor propone, es llevada a su máxima expresión al proponer a una lagartija, un geco, como narrador de la historia: «una mirada ausente de cualquier envolvimiento del narrador con la esencia demasiadamente humanade la cuestión identitaria: en cuanto a ser irracional, deplacé, el geco está, supuestamente, inmune a las cuestiones ‘existencialistas’ inscritas en la trayectoria del resto de personajes» (Silva, 2015: 222). Es en elementos como estos, de desintegración total –y no mera inversión– del imaginario colonial, en los que reside toda la potencialidad de un imaginario anti-geopolítico verdaderamente alternativo.

A MODO DE CONCLUSIÓN

Más allá del dominio político y la explotación económica, el colonialismo ha tenido un dramático éxito en consolidar su propio imaginario sobre la población que ha sufrido ese proceso. A través de la geopolítica popular, como rama de la geopolítica crítica, hemos tratado de desentrañar algunas de las claves que explican la pervivencia de ese imaginario y, lo que para nosotros es aún más importante, la búsqueda de intentos de promoción de imaginarios alternativos que no se limiten a una mera inversión del anterior; sino negadores de su esencia desde su raíz más profunda.

A nuestro juicio, Teoría General del Olvido, de José Eduardo Agualusa, constituye uno de esos valiosos ejemplos por su capacidad para tratar de reescribir la historia de un país a través de dos personajes, Ludo y la propia Luanda. Ambos luchan por hacer un ejercicio de interiorización de la violencia que Angola padece, con el fin de lograr una pacificación sostenida en dos elementos: el olvido, como fuente de superación de los traumas políticos, y la memoria, elemento sobre el que el sujeto posmoderno erige la comprensión de su mundo y de sí mismo (e Silva, 2013: 102). El olvido y la memoria se erigen, por lo tanto, como elementos esenciales en la construcción identitaria –tanto personal como nacional– y en la aceptación de la otredad como simple reflejo nuestro; dejando de lado el miedo al diferente, sanando las heridas y abriéndose a la pertenencia a otras personas y lugares.

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