El imperio de la amenaza naciente: la expansión japonesa por el Pacífico y la labor de información de los agregados militar y naval españoles en Tokio a finales del siglo XIX
The empire of the rising threat: Japanese expansion in the Pacific and the information works of the Spanish military and naval attachés in Tokyo at the end of the 19th century
Pedro Panera Martínez*
Instituto Universitario Gutiérrez Mellado, Madrid, España
Recibido: 31/05/2022
Aceptado: 06/06/2022
DOI: https://doi.org/10.33732/RDGC.10.61
Resumen
El ascenso del Imperio japonés como potencia militar y naval desde mediados del siglo xix empezó pronto a verse desde Madrid con recelo. La vibrante economía nipona y la creciente expansión de su población hicieron que Tokio comenzase a poner sus miras en la adquisición de territorios coloniales en el Pacífico y Asia Meridional que garantizasen el acceso a recursos naturales para abastecer su industria y dar salida a sus excedentes demográficos. España, una vieja potencia colonial atascada en sus interminables problemas internos y con escasa capacidad de reacción, detectó la amenaza que ello suponía para el manteamiento de sus territorios en la región y dispuso que sendos oficiales del Ejército y la Armada fueran destinados a Tokio como agregados a la Embajada, con la intención de que sirviesen en la recolección de cuanta información fuese de interés en previsión de un futuro conflicto.
Palabras clave
Inteligencia, Japón, Gran Estrategia, Relaciones Internacionales, España Filipinas
Abstract
The rise of the Japanese Empire as a military and naval power since the mid-19th century soon began to be viewed with suspicion in Madrid. Japan's vibrant economy and its growing population expansion led Tokyo to set its sights on acquiring colonial territories in the Pacific and South Asia that would guarantee access to natural resources to supply its industry and an outlet for its demographic surplus. Spain, an old colonial power mired in its endless internal problems and with little capacity to react, detected the threat to the survival of part of its overseas territories and deployed one officer of the Army and another of the Navy to Tokyo as attachés to the Embassy, with the intention of gathering all the information that might be of interest in anticipation of a future conflict.
Keywords
Intelligence, Japan, Grand Strategy, International Relations, Spain, Philippines
INTRODUCCIÓN
En la segunda mitad del siglo XIX, Japón vivió un complejo proceso que supuso una completa modernización social e industrial del país. En lo que respecta al Ejército y a la Marina, la intención era fortalecerlos hasta el punto de poder evitar intervenciones extranjeras similares a la realizada por el comodoro estadounidense Matthew C. Perry en 1853. Paralelamente, Tokio reforzó su presencia en Ezo –Hokkaido–, Sajalín y en las Curiles; expandiéndose rápidamente hacia Formosa –Taiwán– (1874), el archipiélago Ryūkyū (1875) y apropiándose de las islas Volcán –Iwo Jima– a finales de la década de 1880. Este progresivo avance por el Pacífico fue visto con recelo por las fuerzas españolas destacadas en Filipinas y Madrid comenzó a temer el creciente poder de una Marina Imperial Japonesa que, hacia 1880, superaba ampliamente a la flota hispana estacionada en Cavite.
La Declaración de Límites de 1895 no logró disipar todos aquellos recelos, por lo que España envió rápidamente al teniente de navío de la Armada Carlos Íñigo y al comandante de Ingenieros del Ejército Juan Cólogan en calidad de agregados a su Embajada en Tokio. Inmediatamente, ambos comenzaron a recopilar información de todo tipo sobre las Fuerzas Armadas del país: datos relativos a los presupuestos de defensa, características del material empleado y estado general de sus contingentes; llegando a remitir incluso fotografías de los principales buques y algunos mapas que localizaban y describían ciertos acuartelamientos y las principales defensas costeras del país. De acuerdo con esto, el propósito del presente trabajo es dar brevemente cuenta de la amenaza que suponía el ascenso de Japón para los intereses españoles en el Pacífico y examinar si Madrid supo emplear al personal de su Embajada Tokio para procurarse información relativa a las crecientes capacidades de combate de una nación emergente cuya Gran Estrategia ponía en grave peligro la pervivencia de parte de los territorios hispanos de Ultramar.
Para lograrlo, el método fundamental de trabajo ha venido determinado por el nivel de la investigación, eminentemente de tipo «descriptivo-explicativa», sustentada tanto en la reinterpretación de fuentes secundarias como en el análisis de fuentes primarias, habiéndose consultado para ello alrededor de una decena de documentos originales conservados en el Archivo General Militar de Madrid (AGMM) y en el Archivo del Museo Naval de Madrid (AMN), la mayoría inéditos o escasamente conocidos por la historiografía. En cuanto a la organización interna del trabajo, ha sido dividido en dos partes bien diferenciadas: una primera dedicada a la expansión japonesa por el Pacífico y una segunda destinada por completo a repasar y analizar los informes de los agregados militar y naval. Por último, las conclusiones procurarán dar una respuesta clara a la pregunta de investigación y señalarán brevemente las principales líneas de investigación que quedan abiertas.
Respecto al estado de la cuestión, poco es lo que se ha escrito sobre las agregadurías militares españolas en el período, destacándose únicamente un trabajo que analiza de forma general su origen, funciones y evolución desde mediados del siglo XIX hasta la década de los años treinta del siglo XX (Navajas, 1999); mientras que el tema de sus homólogos de la Armada se encuentra completamente inédito en nuestro país. Por otro lado, la finisecular amenaza japonesa y el ascenso del «peligro amarillo» sí ha recibido mayor atención por parte de la Academia. Quizás algunos de los primeros trabajos en este ámbito fueron los publicados en el libro colectivo España y el Pacífico (Elizalde, 1989; Rodríguez González, 1989) y en el monográfico de la Revista Española del Pacífico, del que se destacan cuatro de sus artículos por los excelentes análisis que realizan tanto del establecimiento de relaciones entre Madrid y Tokio y los condicionantes iniciales de las mismas (Togores, 1995; Pozuelo Mascaraque, 1995) como de la cuestión del ascenso del imperialismo japonés y la geopolítica regional (Elizalde, 1995; Rodríguez González, 1995). Siguiendo estas líneas de investigación, sobresalen los imprescindibles trabajos individuales de Agustín R. Rodríguez González (2016), Guillermo Martínez Taberner (2017) y Rubén Bartolomé Sopena (2019)1. Por último, si bien el trabajo del agregado naval Carlos Íñigo y la memoria que envió a Madrid en 1897 es mencionada –e incluso someramente descrita– en algunas ocasiones por los trabajos de Rodríguez González (1994 y 2016: 133-139), no parece que los trabajos del comandante Cólogan hayan sido evaluados hasta la fecha, pese a que la presencia de un agregado militar en aquella capital es mencionada en varias ocasiones (Pozuelo Mascaraque, 1995).
BREVE RELATO DE LA APERTURA JAPONESA A LA POLÍTICA INTERNACIONAL EN EL SIGLO XIX
En las últimas décadas del shogunato de Takugawa (1600-1868) y, por tanto, del periodo Edo (1603-1867), tuvo lugar un intenso proceso que la historiografía ha venido a conocer como Bakumatsu. En esencia, se trató de una modernización social, cultural e industrial sin precedentes, ya que el país abandonó su estructura feudal para construir un estado nacional y centralista, paradigma de la industrialización, encabezado por el emperador en lugar del shogun –una especie de dictador militar o generalísimo. La influencia de las fuerzas armadas occidentales en este proceso resultó decisiva, ya que fueron inicialmente las expediciones de «diplomacia de cañonero» llevadas a cabo por el comodoro estadounidense Matthew C. Perry (1853) y las subsiguientes intervenciones de Estados Unidos (EE. UU.), Francia, el Reino Unido y Rusia (entre 1863 y 1865) las que pusieron sello final al tradicional aislamiento –o Sakoku– del Imperio japonés.
Como consecuencia de la debilidad del Gobierno del shogunato para hacer frente a tales intrusiones foráneas, la confianza en su poder de algunos señores feudales –o daimio– disminuyó drásticamente. Y, en un intento de evitar que la nación sufriera un destino similar al de otros Estados asiáticos y de alcanzar la tradicional aspiración del lema fukoku kyohei o «nación rica, Ejército fuerte» (Hane, 2011: 124), la Corte imperial arrebató el poder al shogun durante la entronización del joven príncipe Meiji Tenno, lo que dio lugar a una sangrienta guerra civil conocida como la Guerra Boshin o Revolución Japonesa (1868-1869).
Este conflicto fue el catalizador de la búsqueda de instructores y material militar occidental, tanto por parte de los aliados del poder imperial como de los del clan Tokugawa. Tras la consolidación del periodo Meiji (1868-1912), el Gobierno del recién fundado Gran Imperio se volcó ampliamente en la adquisición de información proveniente de pueblos extranjeros, paradójicamente considerados «bárbaros». Esto estaba en armonía con la quinta premisa del la Carta del Juramento, promulgada durante la entronización del Meiji, según la cual «el conocimiento debe buscarse en cualquier parte del mundo para fortalecer el poder del emperador» (Hane, 2011: 126); tratando de combinar en el proceso el «espíritu oriental con la ciencia occidental» o wakon yosai, consigna acuñada en la época pre-Meiji (Rodríguez Jiménez, 2020: 51).
Sin entrar en más detalles sobre este periodo, una vez finalizada la Guerra Boshin en 1869 –y, con ella, la larga década de inestabilidad interna– se consolidó el poder centralizado del territorio, pese a la breve amenaza que supuso la Rebelión Satsuma de 1877, aplastada en la célebre batalla de Shiroyama. A partir de ese momento, Tokio comenzó a revisar su posición internacional, más acorde con el ya mencionado lema de «nación rica, Ejército fuerte», en la intención de superar la humillación que había supuesto la firma del Tratado de Kanagawa con Washington en 1854, que dio comienzo a la signatura de los Tratados de Ansei con Gran Bretaña, Rusia, Países Bajos y Francia. Incluso España se adhirió a esos acuerdos desiguales con la poco madrugadora rubricación del Tratado de Amistad, Comercio y Navegación de 1868 (Togores Sánchez, 1995; Martínez Taberner, 2017: 106-112).
Este tratado significó el establecimiento formal de relaciones entre Madrid y Tokio y su validación podría considerarse como una reminiscencia de las políticas de prestigio llevadas a cabo por el Gobierno Largo de Leopoldo O'Donnell (1858-1863), que se tradujo en la intervención española en la Campaña de Cochinchina (1858-1862), la Guerra de África (1859-1860), la Expedición Franco-Británica-Española a México (1861), la breve reincorporación de Santo Domingo a España (1861) y la Guerra Hispano-Sudamericana (1863-1866) (Martínez Taberner, 2017: 81-83). Sin embargo, aquel convenio llegó demasiado tarde para España, pues tan pronto la Revolución Japonesa llegó a su fin un año después, Tokio comenzó a replantearse y a reconsiderar seriamente su propia relevancia y peso en la esfera internacional.
LA EXPANSIÓN DE JAPÓN POR EL PACÍFICO Y EL NACIMIENTO DE UNA AMENAZA PARA LA PRESENCIA ESPAÑOLA EN FILIPINAS
Aunque la penetración nipona en la isla de Ezo se remonta a la temprana ocupación de la península de Oshima en el periodo Muromachi (1336-1573), fue realmente a partir de 1854 –todavía durante el shogunato Tokugawa– cuando se empezó a enviar algunas expediciones con regularidad a las islas del norte del archipiélago, con la última intención de evitar la incorporación de Ezo, Sajalín y las Curiles al Imperio ruso. Tal progresión comenzó a ser especialmente impulsada tras el final del conflicto Boshin, fundamentalmente mediante la creación en 1869 del Kaitakushi o Comisión de Desarrollo Colonial de Hokkaido –nombre con el que se rebautizó la isla de Ezo. Además, en 1874, Tokio lanzó la expedición contra Formosa en su primer despliegue ultramarino en la época contemporánea; campaña con la que abrió la puerta a la posterior incorporación al Imperio del reino de Ryukyu en 1879, que gobernaba sobre el archipiélago Nansei –del que Okinawa es su isla principal. Finalmente, mediante el Tratado de San Petersburgo (1875), Japón renunció momentáneamente a sus aspiraciones sobre la isla de Sajalín a cambio de asegurarse el control de las Curiles, aunque el convenio fue revisado tras la Guerra Rusojaponesa (1905), momento en el que le fue garantizada la administración de algunos territorios del lado norte del estrecho de La Pérouse.
En cualquier caso, toda esta expansión territorial y actividad diplomática se vio apoyada por el desarrollo de la Marina, para la que se inició un importante programa naval desde finales del periodo Tokugawa. En 1855, Tokio recibió de Holanda su primer barco de vapor de paletas, el Kanku Maru, como regalo personal del rey Guillermo III al emperador. Además, sólo dos años más tarde, se introdujo el Kanrin Maru, una corbeta de última generación impulsada por hélice, de diseño y construcción holandesa. En comparación, la Armada española botó su primer barco de vapor de paletas –la Isabel II– en 1834 e introdujo sus primeras corbetas –la Isabel Francisca y la Santa Teresa– y fragatas propulsadas por hélice –la Princesa de Asturias, la Berenguela y la Petronila– en 1856 y 1857.
Es cierto que no se pueden admitir comparaciones entre los navíos de nipones e hispanos en este momento, debido a las características muy superiores de los buques españoles en cuanto a tonelaje, potencia, desplazamiento, blindaje o armamento. Pero no deja de ser cierto que, al tener su base en la península ibérica, por regla general se encontraban demasiado lejos para suponer una amenaza o servir de disuasión eficaz a un Japón en expansión. Más aún cuando la Marina Imperial comenzó a experimentar con largos viajes oceánicos con el envío del Kanrin Maru a San Francisco en 1860 (Young, 1983). Asimismo, hacia finales de la década, Tokio adquirió su primer buque blindado, el Kōtetsu, construido inicialmente en astilleros franceses para la Marina de los Estados Confederados de América. Las prestaciones de este buque tampoco podían compararse con las de las muy superiores fragatas blindadas Numancia – 1864– y Arapiles –1868–; sobre todo si se tiene en cuenta que la mera presencia de esta última en el puerto de Nueva York provocó un gran nerviosismo entre las autoridades militares estadounidenses durante el incidente del Virginius de 1874, hasta el punto de que, por la falta de protección de la ciudad frente a un buque de estas características, se hundió una barcaza para bloquear las puertas del dique seco en el que se encontraba a la espera de reparaciones.
Lo realmente relevante es que Japón estaba acortando distancias a pasos agigantados respecto a las potencias occidentales en cuanto a sus capacidades navales, sobre todo si valoramos el vertiginoso salto tecnológico que supuso la introducción de todos estos buques en un país que apenas unas décadas antes era indistinguible de una sociedad de tipo feudal y que, para 1870, ya era capaz de construir buques de guerra de tipo occidental en los arsenales de Fuzhou gracias a la asistencia técnica francesa. Y que, en 1872, cuando se creó oficialmente el Ministerio de Marina, ya contaba con una escuadra muy superior a la estacionada por España en Cavite (Rodríguez González, 1989: 207).
Es en este contexto de expansión de la influencia internacional japonesa y de desarrollo de su Marina donde hay que considerar el renovado interés tokiota por las Filipinas, principalmente consecuencia de la abrumadora expansión poblacional que experimentó el país en aquella época, pasando de treinta y tres millones en 1870 a cuarenta a finales de la década siguiente. Como no podía ser de otra manera, la constante búsqueda de recursos naturales para contener la presión demográfica provocada por tal crecimiento de habitantes y la necesidad de disponer de un territorio para asentar parte de su población hizo que la atención se dirigiera rápidamente en dirección a las despobladas posesiones españolas. No obstante, la fijación japonesa por el archipiélago no era nuevo y, muy al contrario, puede incluso relacionarse con las actividades de los wokon desde el siglo XVI (Sola, 1999). Pese a los esfuerzos de las autorizades españolas por proteger las costas de Luzón, las actividades de la piratería asiática en la zona nunca cesaron realmente. Tanto es así que, en el programa naval para la defensa de Filipinas presentado en 1880 por el almirante Santiago Durán –entonces ministro de Marina–, destacaba la necesidad de reforzar la escuadra allí fondeada y recordaba el quebradero de cabeza que las continuas incursiones de bandidos y contrabandistas en los siglos pasados habían supuesto para el desarrollo del comercio y los asentamientos. El almirante advertía que la inagotable riqueza en materias primas y producción agrícola de Filipinas podía suministrar suficientes mercancías para «inundar Asia» y constituir el elemento principal del futuro de las islas, que podían ser consideradas como uno de «los florones más preciados» de la Corona (Rodríguez González, 1989, 203-204). Pero, además, instruía específicamente que la expansión naval japonesa, que en 1880 contaba con fuerzas en la región muy superiores, suponía la amenaza más directa, pues las posesiones en el Pacífico quedaban completamente a merced de un ataque sorpresivo, a menos que se procediese al inmediato reforzamiento de sus defensas (Rodríguez González, 1989, 205). Dentro de la Armada, la idea del «peligro amarillo» ya estaba bien formada y, aunque el plan de Durán nunca se formalizó, se estacionaron varios cruceros, transportes armados, cañoneras y un par de docenas de buques menores, también como respuesta a la crisis de las Carolinas con Alemania (1885). A pesar de todos los esfuerzos, la falta de medios disponibles implicó que no dejase de existir nunca «una debilidad defensiva notable» (Avilés, Elizalde y Sueiro, 2002: 139); que se veía agravada por una considerable desventaja estratégica para España: la imposibilidad de estacionar una gran escuadra en el Mar de Filipinas durante largos períodos de tiempo como consecuencia de la ausencia –e imposible construcción– de una gran base naval en la que acometer las constantes y costosas reparaciones que exigía el rápido deterioro de los navíos en aguas tropicales (Rodríguez González, 1985: 108).
Así las cosas, poco era realmente lo que se podía hacer. La vibrante y expansiva economía japonesa no encontraba rival en la española, condicionada por un turbulento siglo XIX marcado por la inestabilidad interna y azotado por entonces por las consecuencias de la última guerra carlista (1872-1876) en la Península y la Guerra de los Diez Años (1868-1878) y la Guerra Chica (1879-1880) en Cuba. No es sorprendente que ante ese panorama se produjesen constantes cambios en los gobiernos de la Restauración, especialmente en lo tocante a los ministros encargados de las carteras de la Guerra y de Marina, los cuales apenas pudieron «tejer planes sobre planes», sin que ninguna de sus muchas propuestas se emprendiese «en profundidad, ni se llevasen a cabo en su totalidad» (Avilés, Elizalde y Sueiro, 2002: 109).
Para empeorar la situación, en la década de 1880, los arsenales nipones estaban produciendo casi un centenar de barcos, algunos de ellos totalmente fabricados con cascos de acero, a diferencia de los españoles, que aún no habían desarrollado plenamente esa capacidad y la Armada seguía dependiendo de constructoras extranjeras para este tipo de adquisiciones, principalmente en Reino Unido y Francia. Asimismo, a principios de la década siguiente, las fábricas de armas de Honshu parecían estar capacitadas para satisfacer las crecientes demandas de armas ligeras para las fuerzas de tierra (Rodríguez Jiménez, 2020, 46). Muy esclarecedor de la verdadera situación resulta el hecho de que en la formulación de cierto programa de construcciones navales propuesto por el vicealmirante y ministro de Marina Francisco de Paula y Pavía, se subrayaba la pésima financiación de los programas armamentísticos españoles, llegándose a señalarse incluso que países como Italia «como menos que defender, dedica[ban] casi el doble en porcentaje» que Madrid a las partidas navales (Rodríguez González, 1985: 84).
Ante tales diferencias, España no pudo ni protestar tras la ocupación japonesa de las islas Arzobispo y Volcán en la década de 18802. Si bien, el valor económico de tales conjuntos de islas era escaso, sí resultaban excelentes puestos avanzados de primer orden estratégico para apoyar cualquier futura campaña sobre el Pacífico. No obstante, aunque el interés último de Japón radicaba indudablemente en la expansión de su influencia nacional sobre el Asia continental (Rodríguez Jiménez, 2020: 46), no puede pasarse por alto que ciertos conjuntos de islas –como las Marianas o las Carolinas– podían resultar enclaves ideales para el alivio de la presión demográfica del territorio nacional y la adquisición de materias primas. Formosa se convirtió en el objetivo inmediato de Tokio, siendo ocupada tras la Primera Guerra Sino-japonesa (1894-1895) y por cuyo tratado de paz sería cedida a perpetuidad por Pekín, junto con la isla Pescadores y la península de Liaodong en Corea (Rodríguez Jiménez, 2020, 70). Pero el Tratado de Shimonoseki no logró satisfacer las necesidades expansivas del país ni proporcionó unas colonias que aplacasen la creciente presión poblacional o aportasen suficientes recursos para alimentar la pujante industria.
Tokio no tardaría en dirigir nuevamente sus intereses hacia el sur, hacia las posesiones españolas, especialmente vulnerables a un ataque procedente desde la cercana y recién incorporada «isla hermosa». Lógicamente, surgió un cierto pánico entre la prensa española, nerviosismo que fue compartido por las más altas esferas navales y militares, entretenidas como estaban en un cada vez más desestabilizado Marruecos, donde se esperaba tener que intervenir pronto de nuevo, de forma similar a como se hizo durante la Guerra de Margallo (1893-1894). Afortunadamente, Alemania, Francia y Rusia también observaban con cierta inquietud el ascenso del país asiático y la coacción concertada de estas tres potencias forzó la firma de la Declaración de Límites (1895), que separaría definitivamente –en teoría– las áreas de interés de España y Japón.
Pero la diferencia de fuerzas entre ambas naciones obligó a revisar el Tratado de 1868 y a reformularlo completamente en 1896, si bien la marginalidad con la que era considerada España en la política tokiota implicó que, al no disponer de personal acreditado en Madrid, las negociaciones fueran llevadas a cabo por el ministro en París (Bartolomé Sopena, 2019: 96). Entre los objetivos aparentes de tal negociación se encontraba el de abrir sendas representaciones diplomáticas ante la Corte y en Manila, pero Tokio no tenía ningún interés real en abrir una Legación en la Península –no lo haría hasta 1900–, mientras que la apertura de un consulado en Luzón sí fue inmediata. La razón venía dada por la necesidad de disponer de un establecimiento desde el que organizar redes de inteligencia y obtención de información militar. Llama así poderosamente la atención que la Escuela de Estudios Extranjeros de Tokio, en la que se formaba al personal de las Fuerzas Armadas en el conocimiento de idiomas como el alemán, chino, francés, inglés y ruso, comenzase a impartir estudios de español a oficiales navales por aquella época (Tachikawa, 2015: 177). Y el hecho de que los marinos estuvieran para entonces estudiando este idioma hace fácil suponer que entre los objetivos a corto plazo estaba el de incrementar su actividad por todo el Pacífico, incluyendo Filipinas y, posiblemente, América Central y del Sur.
En consecuencia, la apertura del consulado manileño no pudo ser vista con mayor desconfianza desde los círculos diplomáticos y castrenses. En concreto, el cónsul en Yokohama comunicó abiertamente sus reservas a Madrid, afirmando que «no puede dejar de llamar la atención el súbito envío en las actuales circunstancias de un agente como éste que, sin ser cónsul, va a hacerse cargo de un consulado que fue suprimido por su Gobierno hace tiempo porque no había más de 15 compatriotas suyos», añadiendo que en realidad era muy probable que fuese «un agente político […] al que hay que tener vigilado» (Bartolomé Sopena, 2019, 96)3. Por si fuera poco, la prensa nipona –controlada mayoritariamente por el Estado– predicaba la debilidad de la «otrora nación soberana de los mares» y exponía recurrentemente que «Filipinas no permanecerá bajo la dominación española por mucho tiempo» (Rodríguez González, 2016, 119-120). El Richi Shimbun gubernamental llegó a afirmar que «mientras la colonia de las Indias Occidentales [Cuba] estaba amenazada [por los EE. UU.], la colonia de las Indias Orientales no estaba bien administrada» (Rodríguez González, 2016, 121). Y el Kukomin Shinbun preguntaba a sus lectores si «el espíritu emprendedor de nuestro pueblo [no estaba] ya preparado para ir más allá de la región al sur del Canal de Bashi» (Martínez Taberner, 2017, 292).
Ante la gravedad de la situación, la Representación en Tokio comenzó a enviar todo tipo de datos sobre el espectacular crecimiento de los presupuestos de las Fuerzas Armadas. Madrid, lejos de estar dispuesta a perder la oportunidad de reforzar su capacidad de obtención de información, se interesó desde muy pronto en enviar allí un agregado militar y otro naval «para tener una idea clara del progreso y estado de las fuerzas armadas del Imperio» (Pozuelo, 1995). La importancia con la que se juzgaba la necesidad de recabar esos datos queda patente en el hecho de que muy pocos establecimientos diplomáticos de la época –incluso entre la mayoría de los países occidentales– contaban con esa dualidad de puestos. Y aún es más, dado que paralelamente la Comisión de Marina en Londres recibió el encargo de informar sobre los dos potentísimos acorazados que se estaban construyendo en Reino Unido y que pronto convertirían a la Marina Imperial en la segunda fuerza del Pacífico, sólo superada por la Royal Navy y muy por delante de la Royale, la Kaiserliche Marine o la US Navy (Rodríguez González, 1989, 218).
LA LABOR DE INTELIGENCIA DE LOS AGREGADOS MILITAR Y NAVAL DE LA EMBAJADA EN TOKIO EN LA DÉCADA DE 1890
Desde su misma llegada a Tokio en agosto de 1895, la actividad del agregado militar fue frenética. A pesar de sus limitaciones a la hora de leer el japonés –ya que se declaraba capaz de hablarlo, pero no de leerlo bien ni de escribirlo–, el ingeniero militar Juan Cólogan envió un primer informe en el que describía cómo rápidamente al desembarcar en el país se podía convencer uno de las aspiraciones que allí existían de apoderarse por la fuerza de Filipinas, llenas de recursos naturales y con enormes posibilidades de desarrollo agrícola como eran. Abundando en tal idea, llegaba a determinar que «Japón aspira a convertirse en la Inglaterra del Extremo Oriente, deseando la expansión colonial y parece natural que, en este orden de ideas, excite su codicia por nuestro rico archipiélago»4.
La proximidad de una base naval en la vecina Formosa facilitaba cualquier agresión, en claro contraste con las enormes distancias que debería de recorrer una escuadra defensora que pretendiese salvaguardar las islas; hecho que las dejaba, en opinión del agregado, indefensas, pese a no juzgar que existiese un peligro inmediato. No sólo confiaba en el Tratado de Límites firmado unos meses antes, sino que también creía que las dificultades de la ocupación militar de las últimas adquisiciones territoriales de Tokio le impedirían lanzarse a nuevas aventuras en el corto plazo, dado el insuficiente número de sus efectivos para atender varias campañas simultáneas5.
Probablemente gracias a las amistades que esperaba trabar con oficiales del Ministerio de la Guerra y el Estado Mayor General –según declaraba en su primer comunicado–, consiguió información y noticias relativas al fusil Murata de 8mm –o Tipo 22–, cuyas características describió con profusión –incluyendo datos sobre el peso, longitud, rayado del ánima, velocidad inicial del proyectil en la boca del cañón, etc.– y comparó con los empleados por otras naciones, llegando a asegurar que había obtenido permiso para intercambiar alguno de aquellos ya algo anticuados fusiles por un modernísimo Mauser español de 18936.
El seguimiento de las noticias de la ocupación de Formosa también fue un aspecto de interés para el agregado, que narró con frecuencia cómo se desarrollaba el proceso. Sin poder ofrecer al principio demasiados detalles más profundos que una descripción muy general, pues las noticias recibidas en el último tiempo «no añade nada de interés» y se reducían al «relato de las peripecias de la marcha de los distintos cuerpos» hasta su entrada en las principales ciudades, señalaba que el esfuerzo de las operaciones parecía haber sido llevado en exclusiva por la División de la Guardia, en base a la drástica reducción de sus efectivos 7. Siguiendo en esa línea, enviaba una exhaustiva compilación estadística de las bajas reconocidas durante la expedición, que alcanzaban los casi cinco mil fallecidos, desglosados tanto por causas de la muerte –combate, heridas y enfermedad– como por graduación, arma de origen o lugar de fallecimiento –campo de batalla, hospitales de campaña en el frente, retaguardia, ambulancias, establecimientos sanitarios para enfermos, etc. Se trata de unas curiosas estadísticas cuya utilidad para evaluar el desarrollo de una campaña colonial en un ambiente tropical no debe pasar desapercibida.
El resto de aquel extenso informe quedó dedicado a dar cuenta del estado general de la Artillería, al respecto de cuyo material lamentaba no poder enviar demasiadas noticias técnicas, debido a que todos los datos debía obtenerlos «de viva voz, preguntando a unos y otros»; pues en el país no existía prensa especializada y, aunque la hubiera, no podría descifrar su contenido por la dificultad del idioma. Sobre la Artillería de campaña señalaba su anticuado estado, pero daba cuenta de que tenía noticias seguras –obtenidas de un representante de la empresa Armstrong– de que las principales casas constructoras occidentales habían sido invitados oficialmente a un gran concurso, «siendo condición precisa que las piezas que se presenten sean de tiro rápido». Por su lado, las piezas de montaña, construidas igual que sus hermanas mayores el arsenal de Osaka, sobresalían por ser «de bronce comprimido y con cierre de sistema Krupp» –y similares, por tanto, a las españolas–, pero su excesivo peso y el limitado alcance de sus proyectiles impedía que sirviesen en condiciones análogos a las de otros modelos europeos mucho más modernos. Llamaba la atención sobre el hecho curioso de que no existía un Parque de Artillería de sitio, debiendo improvisarse algunas baterías en la guerra contra China, reubicando para ello a los artilleros de los regimientos de plaza antes de lanzar el ataque contra Port Arthur. Y, finalmente, en cuanto a las defensas costeras, destacaba su variopinta composición, gracias a una mezcolanza de piezas extranjeras –Krupp y Cannet, principalmente–, a la que habría de sumarse los cerca de cuatro centenares de bocas de fuego capturadas a los chinos y que próximamente reforzarían las defensas de los principales puertos y bahías del país; hecho que debió añadir mucha mayor complejidad a su mantenimiento y municionamiento.
Algún tiempo después, Cólogan notificaba que al ya mencionado concurso para la sustitución de los cañones de montañana se habían presentado cuatro casas francesas –Creusot, Canet, St. Chamond y Hotchkiss–, una inglesa –Armstrong– y una alemana –Krupp–, concurriendo con un total de quince piezas, hecho que bastaba por sí sólo para demostrar la importancia y alcance del programa de adquisiciones que el Ejército parecía interesado en llevar a cabo, pues el ingeniero no creía que hubiera habido nunca «un concurso tan numeroso»; destacando al tiempo el hermetismo con que parecía estar llevándose a cabo, pues no había podido reunir más detalles «ni por medio de los representantes [de las casas constructoras], ni por el Ministerio de la Guerra»8. Las únicas informaciones que había logrado recolectar al respecto eran que el calibre elegido sería de 7,5 mm y que las piezas debían ser de tiro rápido. Por ello deducía que la munición sería engastada o, en sus palabras, del tipo en que «la carga y el proyectil forman un cartucho de una pieza» y que el retroceso será tan pequeño que permitiría disparos sucesivos sin un nuevo apuntado de la pieza; sin atreverse a añadir más suposiciones, dado que su trabajo no «trata de hacer hipótesis, sino de comunicar realidades». No obstante, es fácil colegir que el interés tokiota por dotarse de un número abundante de cañones de montaña, antes que disponer de un potente tren de sitio o numerosas piezas de campaña, podría anunciar su interés de alistar su arma de Artillería para un futuro avance hacia el sur, dado que este tipo de cañones habría sido mucho más útil en un escenario de guerra anfibia que otros de grueso calibre, por su reducido tamaño y peso.
Al margen del ejercicio de responsabilidad que suponía la transmisión únicamente de hechos ciertos y la abstención de realizar elucubraciones sobre el posible futuro empleo del material en proceso de adquisición, lo cierto es que el agregado parecía disponer de relativamente pocas fuentes de información más allá de sus contactos o amistades. La inexistencia de publicaciones oficiales análogas a las editadas en Europa –anuarios, revistas y periódicos castrenses– le impedía acercarse al sentir general de la oficialidad y sólo podía aproximarse a la organización del Ejército y el Ministerio gracias al hecho de que «hasta hace pocos años hubo en este ejército oficiales extranjeros que, después de cumplido su compromiso, escribieron y publicaron algunos folletos», obteniendo luego los detalles preguntando a «unos y otros»9; pero con cuidado de hacerlo sin demasiado descaro, porque «el personal de estos centros mira con recelo al que se muestra muy solícito en pedir noticias»10.
Los manuscritos, para los que los naturales «emplean los innumerables caracteres fonético e ideológicos del chino»11, resultaban indescifrables para este ingeniero, que se quejaba amargamente y con frecuencia de la dificultad de adquirir cualquier detalle por medios impresos, dada la imposibilidad de su lectura consecuencia de la «complicadísima escritura, que ni siquiera proporciona el consuelo de entender las cifras» y por no disponer de un «intérprete ilustrado y algo familiarizado con el tecnicismo militar»12.
Estas limitaciones, sin embargo, no impidieron que reparase rápidamente en el elevado aumento de los presupuestos proyectados para las Fuerzas Armadas para el periodo 1895-190613. No era la primera vez que aportaba datos a este respecto e incluso había publicado un breve artículo en el Memorial de Ingenieros al respecto, titulado Aumento de las fuerzas de mar y tierra del Japón (Cólogan, 1897: 261-266). Pero casi todo lo que se había comunicado previamente había sido deducido de datos recolectados de «oído», participando sólo informes seguros en cuanto a la localización de los cuarteles generales de las divisiones y brigadas –existentes y de nuevo cuño– y los proyectos de construcción de cuarteles de tropas, asunto no baladí, pues la edificación de hasta una veintena de cuarteles regimentales en distintas localidades debía dar buena prueba de «la expansión de que se trata[ba] de dar a este Ejército»14.
Pero a partir de 1897, envió a Madrid una descripción de la futura estructura de la organización castrense, detalló las reservas de guerra del Ejército y advirtió que se iba a duplicar el tamaño de la fuerza en pie de paz, pasando rápidamente de sesenta y cinco mil efectivos a ciento treinta mil15. En concreto, el contingente terrestre en activo pasaría en los tres años que restaban para finalizar el siglo a componerse de trece divisiones idénticas, con cuatro regimientos de Infantería cada una –de tres batallones de cuatro compañías–, un regimiento de Caballería –compuesto, a su vez, de cinco escuadrones– y otro de Artillería –con dos grupos de tres baterías de campaña y otro de montaña–, fuerzas que serían acompañadas por un batallón suelto de Ingenieros y otro batallón del tren logístico –ambos de tres compañías–16.
A mayores, Tokio parecía muy interesado en ensayar la idea de componer tropas indígenas leales que guarneciesen Formosa, proveyéndose un inminente reclutamiento de ocho centenares de hombres para ser instruidos a partir del verano de 1897. De ser positivo el resultado, la guarnición completa de la isla podría componerse en breve tiempo por naturales de la misma17. Entre las ventajas de ello únicamente se menciona el coste, que se calculaba en la mitad que en el caso de un soldado ordinario, pero indudablemente existirían otras de tipo sanitario –reducción de las bajas por enfermedad, al estar compuestas las guarniciones por oriundos del país– y de liberación de efectivos japoneses para ser dedicados en otros teatros de operaciones en los que resultase de mayor provecho, ya en Asia continental o en el Pacífico.
La Marina, por su lado, estaba también experimentando un vertiginoso incremento, pues se esperaba que en el corto plazo adquiriese siete leviatanes acorazados, dos decenas de cruceros de diferentes clases, abundantes cañoneros y más de un centenar de torpederos, al margen de otros buques menores, llegando a poder reunir una escuadra de casi setenta navíos con un desplazamiento conjunto superior al cuarto de millón de toneladas18. Evidentemente, España sería completamente incapaz de oponerse a una fuerza similar a la descrita y, aparentemente renunciando directamente a tal posibilidad, Cólogan finalizaba uno de sus informes dedicando un pesimista y conclusivo comentario, en el que puntualizaba que «la potencia europea que quiera dirigir la política futura del Extremo Oriente, tendrá que ir preparando los recursos necesarios para sostener en mares tan remotos una escuadra proporcionada» a la señalada19.
Por su parte, el teniente de navío Carlos Íñigo envió en 1897 un extensísimo informe de ciento treinta páginas, junto con el que parece que remitió también un vocabulario español-japonés20. La memoria comenzaba con unas breves notas históricas sobre la reciente evolución de Japón como potencia naval en las últimas décadas, destacando que, si bien en el pasado contaron con la asistencia de comisiones extranjeras, «hoy día los japoneses se gobiernan por sí solos en todo lo relativo a la Marina». Y continuaba describiendo la división administrativa de su joven Ministerio, destacando la presencia de algunos de sus altos oficiales en el Estado Mayor General del Ejército, pues «como es natural [están] en relación ambos centros para asuntos técnicos y de combinación, como debe existir […] muchas veces». Aunque no parece advertirlo el agregado naval, la intención última de este estrecho contacto entre ambos organismos pudiera ser colaborar estrechamente en cuestión de operaciones conjuntas, algo fundamental para maniobrar adecuadamente en un escenario como el impuesto por la realidad geográfica del Sudeste Asiático y Oceanía.
También dedicó cierta atención a describir los distintos distritos navales de la costa japonesa, dando abundantes datos sobre los arsenales de Yokosuka, Kure y Sasebo. Proporcionaba información sobre las dimensiones de los diques, señalaba sus capacidades de construcción naval, contabilizaba el número de trabajadores empleados en ellos –con expresión de sus salarios diarios– y describía las futuras ampliaciones proyectadas o los últimos buques que habían sido producidos en ellos, así como la estructura de mando, su división interna y otros datos diversos. Asimismo, tampoco perdía oportunidad de ofrecer algunos antecedentes sobre la formación impartida en los distintos centros educativos o del proceso de reclutamiento de la marinería.
Los presupuestos de Marina para el período 1893-1906, como no podía ser de otra manera, también ocuparon gran parte su atención y quedaron cuidadosamente recogidas las cantidades consignadas para la adquisición de buques de guerra, la provisión de armamentos, la construcción de fortificaciones, los arsenales, etc. También ofreció una idea global de la defensa costera de «la gran cantidad de islas que forman el Imperio», cuyo número dificultaba enormemente su protección. Así, debido a que «siempre sería posible a un enemigo poderoso apoderarse de algunas de las pequeñas», participaba que Tokio había concentrado sus esfuerzos casi en exclusiva en fortificar el Mar Interior y en proteger las cuatro islas principales –Honshu, Kyushu, Shikoku y Hokkaido–, mediante la instalación de abundantes fuertes y defensas submarinas; trabajos estos que se estarían llevando «con gran secreto en cuanto a detalle».
No dejó de aportar una descripción general de la composición de la flota de guerra y de su previsible evolución en el corto plazo, coincidiendo con el agregado militar al señalar su inminente engrandecimiento; a pesar de que «en el día de hoy no puede[n] construir acorazados […] por tener que efectuar construcciones especiales en los arsenales y en el Japón para poder alcanzar esa perfección mecánica», teniendo que recurrir a planos europeos y material traído del extranjero para producir localmente algunos cruceros. Respecto a las tripulaciones, destacaba que disponían de una excelente disciplina, que les había permitido maniobrar los navíos a la perfección durante la última guerra con China, a pesar de algunos desaciertos tácticos y a no haber sido capaces mantener la velocidad de marcha máxima permitida por las máquinas, achacando tal impericia «a la escasa fuerza física de los japoneses para los trabajos de fogoneros».
Puede que lo más relevante de la memoria comience con la sucinta comparación que se hace de las flotas estacionadas en Oriente, como la inglesa y la rusa, que entonces todavía podían «oponerse a la japonesa con ventaja», además de la completa descripción de algunos de los principales navíos, destacando su artillado, armamento y blindaje. Pero, más allá de la simple descripción, proveyó a Madrid con abundante material gráfico, destacándose en primer lugar un curioso cuadro comparativo entre la fuerza navales de Madrid y Tokio (Figura 1), a través de un complejo –pero eficiente, una vez comprendido– sistema de triángulos, rayas y sombreados, que facilita cotejar las flotas de combate de ambos países de un solo vistazo, pese a omitir información relevante como la capacidad de sus carboneras.
Según las explicaciones ofrecidas, los números romanos de la parte superior de los triángulos representan el número total de tubos lanzatorpedos de cada nave, la base de cada una de las deltas viene a simbolizar el tonelaje del buque y la altura su velocidad, mientras que la zona sombreada inferior se correspondería con las pulgadas de grosor del blindaje en la línea de flotación, siendo el pequeño sombreado en el vértice superior una representación de la protección general. Por último, el número de cañones queda simbolizado por las rayas perpendiculares que salen de la base, revelando su longitud el calibre de cada uno de ellos.
Pero la información gráfica remitida no quedó ahí, pues también expidió una decena de planos o croquis detallados –muy posiblemente extraídos del British Naval Annual, que por entonces comenzaba a editarse, o de una publicación similar– y que se correspondían con algunos de los principales cruceros (Figura 2). En ellos, como puede apreciarse, no sólo detallaba la distribución de sus cubiertas, sino que localizaba perfectamente la posición de las baterías e incluso, en ciertos casos, las máquinas de vapor.
Esta información era completada por extensas relaciones de datos listados que contenían datos precisos respecto al grosor del blindaje, maquinaria que empleaban, proyectiles que portaban, piezas de artillería de las que disponían –número de cañones, calibres y su tipo de rayado–, cargas de munición, etc. Pero, sobre todo, se remataba con un completo juego de fotografías –unas quince– que capturaban la entrada a puerto de algunos de estos navíos (Figura 3). Pese a que el propio Carlos Íñigo era un entusiasta de la fotografía (Graphos Ilustrado, mayo de 1906), es más que probable que tales instantáneas no fueran tomadas por él mismo, sino que se tratase en realidad de postales adquiridas en algún estudio fotográfico de los principales fondeaderos del país y puestas a la venta para que la marinería enviase a sus seres queridos antes o después de su embarque –como era habitual en la época–; aunque eso no resta ni un ápice a la importancia de las mismas como recurso de identificación de cada nave.
Todo lo anterior apunta a la idea de que el conflicto con Japón parecía, si no inminente, al menos probable en el medio plazo. Tal volumen de importancia de la información transmitida difícilmente fue igualado por ningún otro agregado militar o naval español en otras capitales del mundo –con la excepción del esfuerzo similar realizado simultáneamente por el agregado militar en Washington. Esto parece corroborarse por el hecho de que Carlos Íñigo estableció una relación especialmente estrecha con su homólogo de Rusia, otra de las naciones que consideraba cercano el choque con Japón. Gracias a la colaboración con este oficial, Madrid recibió un completo juego de mapas y cartografías de toda la costa de Honshu, que incluía la ubicación exacta y la composición de las principales baterías de artillería de defensa costera, ya fuera en la bahía de Tokio, en el Estrecho de Shimonoseki o en el arsenal naval de Kure (Figura 4).
CONCLUSIÓN
A través de las páginas precedentes, se ha puesto de manifiesto cómo el creciente poder naval y militar de Japón y su expansión por la región de Asia-Pacífico a finales del siglo XIX supuso una amenaza directa para los intereses españoles o, al menos, que así fue percibido por Madrid, que envió rápidamente un agregado militar y otro naval a su Embajada en Tokio para guarnecerse de información castrense de primera mano. El hecho de que el agregado militar español en Washington realizara una labor similar a las descritas por los enviados a Tokio viene a demostrar que las amenazas provenientes de sendas potencias emergentes habían sido detectadas y que se esperaba una futura agresión no provocada por parte de alguna de las dos. Por su lado, a través de las fuentes primarias conservadas en el Archivo del Museo Naval de Madrid y en el Archivo General Militar de Madrid, también ha quedado ostensiblemente demostrado que la función principal de dichos agregados fue la de recabar –con éxito– información relativa al estado, incremento y actividad de las fuerzas niponas de mar y tierra. Y puede afirmarse fehacientemente que, a finales de la década de 1890, el teniente de navío Carlos Íñigo y el comandante de Ingenieros Juan Cólogan llevaron a cabo una de las primerísimas operaciones de inteligencia moderna de la historia militar española, en lo que hoy serían consideradas como unas impecablemente bien conducidas operaciones de «inteligencia de fuentes abiertas» (OSINT) e «inteligencia humana» (HUMINT).
Finalmente, son varias las líneas de investigación que quedan abiertas y de las que podrían derivarse varios trabajos en el futuro. Quizás la más difícil de evaluar, por la aparente falta de evidencias en los archivos españoles, es la que se desprende del hecho de que a finales del XIX, con escasas unidades en la zona y muy alejada de sus arsenales y fondeaderos principales, la Armada española no habría sido en absoluto capaz de superar a la Marina imperial por sí misma, pero la colaboración del comandante Íñigo con su homólogo ruso deja a la imaginación una pregunta difícil de responder con los datos encontrados hasta el momento: ¿llegó a plantearse siquiera una posible colaboración hispano-rusa para hacer frente a un inminente enemigo común? La otra gran línea de investigación que puede seguirse es si Madrid, una vez perdidos los territorios asiáticos se desentendió por completo de la suerte de aquella zona o si, gracias a todos ellos, los Ministerios españoles de la Guerra y de Marina pudieron predecir o, hasta cierto punto, mantuvieron un alto grado de conocimiento sobre el desarrollo del próximo conflicto que se anunciaba entre las dos potencias emergentes en la región y cuyos intereses parecían avocarlas irremediablemente al enfrentamiento armado.
BIBLIOGRAFÍA
Avilés Farré, Juan; Elizalde Pérez-Grueso, Mª Dolores; Sueiro Seoane, Susana. Historia Política, 1875-1939. Madrid, Itsmo, 2002.
Bartolomé Sopena, Rubén. "Las relaciones diplomáticas hispano-japonesas en el marco del conflicto rusojaponés (1904-1905)", Mirai. Estudios japoneses, 3, 2019, pp. 93–110.
Cólogan, Juan. “Aumento de las fuerzas de mar y de tierra del Japón”, Memorial de Ingenieros, 23, 1897, pp. 261–266.
Elizalde Pérez-Grueso, Mª Dolores. "Las relaciones entre España y Japón en la década 1888-1898", en Rodao (Ed.) España y el Pacífico, Madrid, AECI, 1989, pp. 183–199.
Elizalde Pérez-Grueso, Mª Dolores. "Japón y el sistema colonial de España en el Pacífico", Revista española del Pacífico, 5, 1995, pp. 43-78.
Graphos Ilustrado (mayo, 1906). Carlos Íñigo, pp. 131–137., http://hemerotecadigital.bne.es/issue.vm?id=0003688175&page=3
Hane, Mikiso. Breve historia de Japón. España: Alianza Editorial, 2011.
Martínez Taberner, Guillermo. El Japón Meiji y las colonias asiáticas del imperio español. Barcelona, Biblioteca de Estudios Japoneses, 2017.
Navajas Zubeldia, Carlos. “Los embajadores del Estado Militar: los agregados militares a las embajadas y legaciones de España en el Extranjero (1844-1935)”, Bulletin d'Histoire Contemporaine de l'Espagnee, 28-29, 1999, pp. 159–171.
Pozuelo Mascaraque, Belén. “Las relaciones hispano-japonesas en la era del Nuevo Imperialismo (1885-1898)”, Revista española del Pacífico, 5, 1995, pp. 79–106.
Rodríguez González, Agustín R. “El plan naval de Rodríguez Arias de 1887 y sus antecedentes”, Revista de Historia Naval, 8, 1985, 81–111.
Rodríguez González, Agustín R. "El perligro Amarillo en el pacífico español 1880-1898", en Rodao (Ed.) España y el Pacífico. Madrid, AECI, 1989.
Rodríguez González, Agustín R. “España y Japón ante la crisis de 1898. antecedentes e hipótesis”, Mar océana: Revista del humanismo español e iberoamericano, 1, 1994, pp. 181–193.
Rodríguez González, Agustín R. “España y Japón ante la crisis de Extremo Oriente en 1895”, Revista española del Pacífico, 5, 1995, pp. 107–126.
Rodríguez González, Agustín R. Tramas ocultos de la Guerra del 98. Madrid, Actas, 2016.
Rodríguez Jiménez, Jose Luis. Historia Contemporánea de Japón. Madrid, Síntesis, 2020.
Sola, Emilio. Historia de un desencuentro. España y Japón, 1580-161. Madrid, Fugaz, 1999.
Togores Sánchez, Luis E. “El inicio de las relaciones hispano-japonesas en época contemporánea (1868-1885)”, Revista española del Pacífico, 5, 1995, pp. 17–42.
Tachikawa, Kyoichi. “Japanese pre-war military attaché system”, NIDS Security Studies, 16, 2015, pp. 147–185.
Young, Dana B. “The Voyage of the Kanrin Maru to San Francisco, 1860”, California History, 61(4), 1983, pp. 264–275.
FUENTES DOCUMENTALES
ARCHIVO GENERAL MILITAR DE MADRID
España. Ministerio de Defensa. AGMM, 6198. Carta del agregado militar en Tokio al ministro de la Guerra, 28 de agosto de 1895.
España. Ministerio de Defensa. AGMM, 6198. Carta del agregado militar en Tokio al ministro de la Guerra, 28 de septiembre de 1895.
España. Ministerio de Defensa. AGMM, 6198. Carta del agregado militar en Tokio al ministro de la Guerra, 28 de noviembre de 1895
España. Ministerio de Defensa. AGMM, 6198. Carta del agregado militar en Tokio al ministro de la Guerra, 28 de mayo de 1896.
España. Ministerio de Defensa. AGMM, 6198. Carta del agregado militar en Tokio al ministro de la Guerra, 28 de septiembre de 1896.
España. Ministerio de Defensa. AGMM, 6198. Carta del agregado militar en Tokio al ministro de la Guerra, 28 de abril de 1897.
ARCHIVO DEL MUSEO NAVAL DE MADRID
España. Ministerio de Defensa. AMN.0484. Ms. 1401.000. Informe del Agregado Naval en Tokio al ministro de Marina de España, 30 de diciembre de 1897.
_______________________________
* Pedro Panera Martinez es investigador predoctoral del IUGM (ppanera@igm.uned.es) y alumno de la Escuela Internacional de doctorado de la UNED.
1 Si bien el artículo de Bartolomé Sopena se centra en las relaciones diplomáticas entre Tokio y Madrid en el marco de la Guerra Rusojaponesa (1904-1905), realiza una sucinta y excelente síntesis de las décadas precedentes en el par de páginas que dedica a modo de introducción.
2 Tras su anexión a la Prefectura de Tokio en 1891, la más importante de ellas, la Isla Azufre, fue rebautizada como Iwo Jima o Iō Tō, traducción directa del nombre original español dado por Bernardo de la Torre circa de 1543.
3 El uso de personal diplomático para la adquisición de inteligencia militar por parte de Tokio en esos años está suficientemente acreditado. En el caso de los agregados militares y navales nipones, el coronel Kazukatsu Fukubara fue enviado en 1875 a la Embajada ante el Imperio Quing con el objetivo de vigilar el estado de las fuerzas chinas e informar sobre (Tachikawa, 2015: 148-150). Por su parte, el envío del capitán de corbeta Tatewaki Kurooka a la Embajada en Londres en 1880 se organizó con la doble intención de analizar la organización de la Marina Real y de remitir al Ministerio de la Marina información valiosa sobre las relaciones diplomáticas entre las potencias europeas (Tachikawa, 2015: 152).
4 España. Ministerio de Defensa. AGMM, 6198. Carta del agregado militar en Tokio al ministro de la Guerra, 28 de agosto de 1895.
5 Ibid.
6 España. Ministerio de Defensa. AGMM, 6198. Carta del agregado militar en Tokio al ministro de la Guerra, 28 de septiembre de 1895.
7 España. Ministerio de Defensa. AGMM, 6198. Carta del agregado militar en Tokio al ministro de la Guerra, 28 de noviembre de 1895
8 España. Ministerio de Defensa. AGMM, 6198.1. Carta del agregado militar en Tokio al ministro de la Guerra, 28 de septiembre de 1896.
9 España. Ministerio de Defensa. AGMM, 6198. Carta del agregado militar en Tokio al ministro de la Guerra, 28 de mayo de 1896.
10 España. Ministerio de Defensa. AGMM, 6198. Carta del agregado militar en Tokio al ministro de la Guerra, 28 de agosto de 1895.
11 Ibid.
12 España. Ministerio de Defensa. AGMM, 6198. Carta del agregado militar en Tokio al ministro de la Guerra, 28 de mayo de 1896.
13 España. Ministerio de Defensa. AGMM, 6198. Carta del agregado militar en Tokio al ministro de la Guerra, 28 de abril de 1897.
14 España. Ministerio de Defensa. AGMM, 6198. Carta del agregado militar en Tokio al ministro de la Guerra, 28 de septiembre de 1896.
15 España. Ministerio de Defensa. AGMM, 6198. Carta del agregado militar en Tokio al ministro de la Guerra, 28 de abril de 1897.
16 Conforme a esta descripción, los efectivos totales del Ejército nipón quedarían organizados en torno a ciento setenta y cuatro batallones de Infantería, sesenta y cinco escuadrones de Caballería, setenta y ocho baterías de campaña y cuarenta y ocho de montaña, cuarenta y dos compañías de Ingenieros, trece batallones del tren y sendos batallones sueltos de Ferrocarriles y Telégrafos.
17 España. Ministerio de Defensa. AGMM, 6198. Carta del agregado militar en Tokio al ministro de la Guerra, 28 de abril de 1897.
18 España. Ministerio de Defensa. AGMM, 6198. Carta del agregado militar en Tokio al ministro de la Guerra, 28 de abril de 1897.
19 Ibid.
20 España. Ministerio de Defensa. AMN.0484. Ms. 1401.000. Memorias de la Marina japonesa del agregado naval en Tokio al ministro de Marina, 30 de diciembre de 1897.