Guerra Colonial

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Las empresas de conquista y los nuevos Reinos de Indias

The conquest enterprises and the new Kingdoms of the Indies

José Manuel Azcona Pastor

Universidad Rey Juan Carlos, Madrid, España

Recibido: 09/09/2021; Aceptado: 11/11/2021

Resumen

En este artículo se hace una reflexión sobre los hitos que configuraron la conquista española de América y la concepción que, en tal proceso realizó la Monarquía Hispánica. Sus misioneros y conquistadores militares se encontraron con millones de potenciales enemigos a su alrededor. Los europeos poseían poderosas espadas de acero muy eficaces para enfrentarse a los garrotes con obsidiana incrustada de los aztecas o las mazas de los incas, pero sus armaduras representaban muchas veces un estorbo, aunque los caballos eran muy efectivos en la lucha con los indios nativos. Las armas de fuego, más allá del efecto de inicial impacto, tenían relativa significación por la carencia de pólvora, la dificultad de su mantenimiento y el tiempo necesario para cargar arcabuces de horquilla. Se sustenta, asimismo que fueron otras circunstancias las que explican el grandioso éxito de los conquistadores españoles, siempre absolutamente minoritarios enfrente de las masas de nativos indígenas altamente belicosos. Así el odio que otros pueblos profesaban a aztecas e incas, los indígenas que ayudaron en la guerra a los hombres de Castilla y Aragón permiten entender la rápida conquista española.

Palabras clave

Conquista, América, Nuevo Mundo, alianza bélica, misión religiosa

Abstract

This article reflects on the milestones that shaped the Spanish conquest of America and the Spanish Monarchy's conception of the process. Its missionaries and military conquerors found themselves surrounded by millions of potential enemies. The Europeans possessed powerful steel swords that were very effective against the obsidian-encrusted clubs of the Aztecs or the maces of the Incas, but their armour was often a hindrance, although horses were very effective in the fight with the native Indians. Firearms, beyond the initial impact effect, were of relative significance because of the lack of gunpowder, the difficulty of maintenance and the time needed to load forked arquebuses. It is also argued that there were other circumstances that explain the great success of the Spanish conquistadors, who were always in the minority in the face of the masses of highly bellicose natives. Thus the hatred that other peoples had for the Aztecs and the Incas, the Indians who helped the men of Castile and Aragon in the war, help us to understand the rapid Spanish conquest.

Keywords

Conquest, America, New World, war alliance, religious mission, soldier of fortune

1. Una cuestión vital

El abate Raynal, en Dublín, en 1770 afirmó: “El descubrimiento de América y el del paso hacia las Indias Orientales a través del cabo de Buena Esperanza son los dos acontecimientos más importantes registrados en la historia humana” (Elliot, 1984: 14).

Desde finales del siglo XVIII, la conquista y colonización de América ha sido estudiada como una cuestión vital para la historia de América y del mundo moderno. La historiografía del siglo XIX, no obstante, se preocupó más por la influencia de Europa en el devenir del orbe; y la de los siglos XX y XXI, de la mano del retroceso del imperialismo europeo y del auge del marxismo como hilo conductor, junto con la Escuela de los Annales, de la forma de hacer historia lo que ha cambiado la conciencia del historiador. Bueno, de muchos de ellos, aunque queden significados revisionistas. Así, asistimos a una constante reconsideración, a veces excesivamente radical, del legado de Europa en general y de España en particular en el mundo. Y, como sustenta J.H. Elliot, si los historiadores europeos escribieron en la confianza que les daba un innato sentido de superioridad europea, ahora escriben abrumados por la conciencia de la Europa culpable (Elliot, 1984:16). Y de la España culpable, añadimos nosotros para el objeto de nuestro trabajo. Además, el auge de la arqueología y de la antropología en los últimos setenta y cinco años ha llevado a una profunda admiración y reconsideración, muchas veces totalmente desenfocada, del pasado aparentemente superior de esas antiguas sociedades americanas previa a la conquista europea o al pasado de los pueblos preeuropeos.

El sentimiento de culpabilidad y la duda por las características positivas de aquella magna empresa nuclean el discurso historiográfico de la mayoría de los trabajos sobre la conquista, colonización y evangelización del continente americano. Toda gira en torno al sufrimiento de aquellas sociedades sometidas y no a sus beneficios de orden social y progreso. Pero nunca se juzga el drama y la tragedia de otros imperios como el sumerio, el egipcio, el griego, el romano o el musulmán. Estos, que arrasaron a sangre y fuego a sus oponentes conquistados con millones de cadáveres alrededor, solo trajeron beneficio a la humanidad. La conquista de América, en cambio, destrucción. Y eso que América es la gran proyección europea, junto a Oceanía, de forma más tardía, que no Asia o África, como a veces se sustenta. Además, la gran aportación del Reino de España a la historia mundial es la configuración de los Reinos de América.

El escritor mexicano Edmundo O’Gosman, afirmó en 1961 que América no fue descubierta sino inventada por los europeos del siglo XVI (Elliot, 1961). La naturaleza de los americanos era totalmente desconocida. El descubrimiento de América aumentó sobremanera el panorama geográfico del planeta y cambió la estructura económica del mundo al abrirse este a su globalización y al abastecer a Europa de productos agropecuarios y materias primas tan necesarias para su desarrollo socioeconómico. Y cambió las relaciones internacionales en la medida en que cinco naciones europeas se ubicaron allí. Por orden de importancia y volumen de asentamiento geográfico-administrativo fueron España, Portugal, Inglaterra, Francia y Holanda. Y en la medida que Francia e Inglaterra intentaron desmochar el grueso de los territorios indianos hispano-portugueses durante cuatrocientos años, sin éxito alguno.

El humanista italiano Pedro Mártir, el 13 de septiembre de 1493, escribió al conde de Tendilla y al arzobispo de Granada: “¡Levantad el espíritu… escuchad al nuevo descubrimiento!”. Después narró que Cristóbal Colón había llegado sano y salvo y que había visto cosas maravillosas y oro en las minas de las nuevas regiones descubiertas. Y cómo había encontrado hombres que iban desnudos y vivían de lo que obtenían en la naturaleza, que tenían reyes, peleaban entre sí con palos, arcos y flechas, y rivalizaban por el poder. Así, la primera carta de Colón fue impresa en 1493 y para 1500 se había reproducido en veinte ediciones. Lo que pone de manifiesto el interés mundial por los nuevos descubrimientos. El filósofo florentino Francesco Guicciardini (1483-1540) ensalzó constantemente a españoles y portugueses, y en especial a Cristóbal Colón, por la pericia y el valor que han proporcionado a nuestra época las noticias de cosas tan grandes e inesperadas (Panigada, 1929).

En 1522, Francisco López de Gómara, en la dedicatoria a Carlos V de su Historia General de las Indias, escribió: “La mayor cosa después de la creación del mundo, sacando la encarnación y muerte del que lo creó, es el descubrimiento de las Indias”.

En 1531, el filósofo español Juan Luis Vives, que había nacido precisamente en 1492, en la dedicatoria a Juan III de Portugal de su obra De Disciplinis, escribe: “Verdaderamente el mundo ha sido abierto a la especie humana” (Elliot, 1984:23).

En 1539, el filósofo de Padua, Lazzaro Buonamico, introdujo la grandeza del descubrimiento de manera global, retomada esta idea por el escritor francés Louis Le Roy en 1570 y que pasó a ser, sin duda, un hito en la historiografía europea: “No creáis que existe una cosa más honrosa para nosotros o para la época que nos precedió que la invención de la imprenta y el descubrimiento del Nuevo Mundo; dos cosas de las que siempre pensé que podían ser comparadas no solo a la Antigüedad sino a la inmortalidad” (Elliot, 1984:23).

La determinación del hijo de Cristóbal Colón, Hernando, y la primera biografía de su vida aparecida en Venecia en 1571, prolongarían, sobre todo a cargo de los italianos, sus connaturales, su fama y leyenda. Sir Francis Bacon también le homenajeó y reclamaba estatuas de su efigie. En 1614, Lope de Vega, en su obra El Nuevo Mundo descubierto por Cristóbal Colón, le llenó de virtudes y parabienes. Sin embargo, en el momento de su muerte en Valladolid, el 20 de mayo de 1506, el cronista oficial de la ciudad no recogió tal acontecimiento. Y eso que, como ya anticipó en 1528 el humanista español Hernán Pérez de Oliva, Colón organizó su segundo viaje a América para mezclar el mundo y dar a aquellas tierras extrañas la forma de la nuestra (Elliot, 1984:28).

Y algo así deseaban las jerarquías católicas cuando buscaron bien pronto cristianar a aquellos habitantes extraídos de la Arcadia feliz o del Edén, en un intento de restablecer la Iglesia primitiva de los apóstoles en un nuevo mundo que todavía no estaba contagiado con los vicios europeos. Pedro Mártir de Anglería, en su obra Décadas del Nuevo Mundo, escritas entre 1492-1525, fue el primero que dio a conocer las Indias y sus leyendas donde deja traslucir la innata y originaria felicidad de los naturales de aquellas tierras pues vivían “sin pestífero dinero, el origen de innumerables bajezas”. Eran felices, sin corrupción y con convivencia inocente, decía, aun admitiendo su belicosidad y violencia extrema, en determinados casos. Bien pronto, como veremos, funcionarios de la Corona, religiosos (misioneros) y conquistadores entendieron que, para realizar su trabajo con efectividad, debían comprender las costumbres, las tradiciones y las formas de vida y asociación de quienes querían gobernar. Y era preciso, además, profundizar en sus creencias sociales, especialmente metafísicas y religiosas. Las visitas de funcionarios reales a los lugares de habitabilidad de los nativos se convertirían en pulcras investigaciones sobre la posesión de la tierra por los indígenas y sus leyes de sucesión. Los misioneros de los primeros tiempos creían en la natural inocencia y predisposición a la bondad de los originarios habitantes de América. Se les concebía como “tablas rasas”, en palabras de Bartolomé de Las Casas, en donde la verdadera fe podía grabarse fácilmente. Sin embargo, en 1581, fray Diego Durán, y no sería el último religioso en hacerlo, advertía de la persistencia de la idolatría en su Historia de las Indias de Nueva España, de 1581. De ahí que los misioneros se aprestasen a escribir prolijos tratados sobre las costumbres y prácticas religiosas de aquellos indios americanos. Todo ello para incorporarlos a la “república cristiana”. Empezaron por aprender las lenguas indígenas y publicaron diccionarios y gramáticas, como es el caso de la primera del idioma quechua, que fue editada en 1560 por el dominico fray Domingo de Santo Tomás.

Por otro lado, la necesidad de conseguir nutrida información sobre una sociedad y un área geográfica totalmente ignotas llevó a la Corona española a la recogida masiva de testimonios a través de cuestionarios que se enviaban a los funcionarios del Estado y a los religiosos. Se pedía información detallada sobre la geografía, el clima, la productividad agropecuaria, minera o industrial, y también sobre los habitantes de cada zona. En 1565, el doctor sevillano Nicolás Monardes publicó un interesante tratado sobre plantas medicinales de América. Y, en 1571, Felipe II envió una expedición científica a América bajo la dirección del físico y naturalista español, el doctor Francisco Hernández. Aquel mismo año la Corona española creó el cargo de cosmógrafo y cronista oficial de Indias y nombró para ello a Juan López de Velasco. El presidente del Consejo de Indias, Juan de Ovando, insistía en que este puesto era importante para certificar las posesiones españolas y los avances político-administrativos en las mismas frente a potencias extranjeras y para conocer con meridiana exactitud el mundo nuevo que se gobernaba desde Madrid.

Hasta que no vio la luz, en 1590, el manuscrito de José de Acosta, Historia natural y moral de las Indias, no se culminó totalmente el proceso de integración del descubrimiento, la conquista y la asimilación de América en el cuerpo global de las mentalidades europeas. En este texto, el argumento fundamental, más allá de la descripción del Nuevo Mundo, era la sucesión de los hechos históricos y el propio pasado de los indios moradores del Nuevo Orbe. Y es que, como sostiene J.H. Elliot, no era fácil romper con la concepción de la tierra conocida con sus tres masas continentales ya asimiladas: Europa, Asia y África. A ello se añadía la dificultad de navegación en el hemisferio sur hasta que se atravesó el estrecho de Bering en 1728.

Las lecturas de Estrabón y Ptolomeo habían llevado al florentino Lorenzo Bonincontri a proclamar la existencia de un cuarto continente en 1476. Sin embargo, el padre Las Casas insistía en que las nuevas tierras descubiertas pertenecían a Asia. Ya entre 1526 y 1537, el cronista Fernández de Oviedo, afirmaba que la Tierra Firme de aquellas Indias era “una otra mitad del mundo, tan grande o por ventura mayor, que Asia, África o Europa”. Posteriores travesías y descubrimientos españoles confirmaron que se trataba de un nuevo continente no anclado en Asia. Fue el italiano Américo Vespucio (Florencia, 9 de marzo de 1454 - Sevilla, 22 de febrero de 1512) el que daría su nombre a este nuevo territorio. Este cosmógrafo florentino, naturalizado castellano en 1505, participó en al menos dos viajes exploratorios del Nuevo Mundo y tuvo importantes responsabilidades en la Casa de Contratación de Sevilla, donde ejerció como piloto mayor en 1508; y entre 1503 y 1505 publicó Mundus Novus y Carta a Soderini, donde identifica al nuevo continente. El cartógrafo alemán, Martin Waldseemüller, en su mapa Universalis Cosmografia, de 1507, nombró como América, en su honor, las nuevas tierras conquistadas. Los españoles siguieron llamando por mucho tiempo a este ámbito Tierra Firme.

2. La definición y el ámbito económico

En la etapa de la conquista de América. Los europeos juzgaban a los habitantes de otras sociedades como cultos, de acuerdo con su herencia religiosa o grado de civilización o salvajes, como cristianos o paganos o civilizados y bárbaros. El bárbaro era brutal, tosco, con escaso o bajo nivel de cultura y, por supuesto, no cristiano. Aristóteles ya había introducido la concepción según la cual todos los seres humanos, incluso los más bárbaros, eran personas sociales. No obstante, este filósofo griego ya había afirmado, pese a lo antedicho, que existían hombres y mujeres tan salvajes que era imposible su educación civilizadora y que debían vivir en selvas aisladas sin el empuje de la religión y las instituciones del Estado.

También existía una corriente de pensamiento que hará universal, en el siglo XVIII, Jean-Jacques Rousseau (Teoría del Buen Salvaje) y que hablaba de aquel solitario habitante de paisajes inhóspitos como representante singular del hombre en su estado primitivo, inocente, en una fase anterior a ser corrompido por la sociedad moderna. En este ámbito debemos citar, como máximo exponente, al padre Las Casas. En Europa, esta visión del indio inocente, del buen salvaje, coincidía con aquellos de sus habitantes que no habían visto uno de ellos o que aceptaban sin crítica alguna el modelo del nativo del buen salvaje. Quienes habían tenido prolongado contacto con los nativos americanos, habitualmente estaban al otro extremo de la balanza. Lo que iba unido al nulo grado de civilización de aquellas sociedades. Así, el doctor Chance, que viajó con Cristóbal Colon en su segundo trayecto hacia América, cuando habló de que los indígenas de La Española comían raíces, serpientes y arañas afirmó de ellos que su bestialidad era superior a ninguna bestia del mundo.

Como las primeras impresiones que llegaban de aquellas regiones del Nuevo Mundo no eran muy halagüeñas sobre las costumbres alimenticias y antropológicas de sus habitantes, además de la común práctica de sacrificios humanos, se llegó a dudar de su condición de hombres y mujeres según el modelo occidental. Así que el papa Paulo IV, en 1537, en la bula Sublimis Deus, afirmó que los indios eran verdaderamente hombres. Es decir, que podían recibir la gracia divina de la tradición cristiana más preclara. Porque, se insistía, tenían capacidad de raciocinio. Pese a lo cual se generalizó la idea de que se trataba de seres holgazanes, inclinados al vicio y a las bebidas alcohólicas, al sexo no ordenado según el modelo de la concepción cristiana y movidos en sus actos motores no por la razón sino por la pasión. Y dotados de gran querencia por la ingesta de carne humana y por sacrificios religiosos de personas. Aunque, y se seguía en esto la doctrina de Cicerón, bajo su propia caracterización: Todas las naciones del mundo son hombres, y de todos los hombres y de cada uno de ellos es una sola la definición, y esta es que son racionales. Y al aceptarse este hecho, especialmente desde la perspectiva misional católica española y desde la Corona y sus instituciones, incluso el más bruto de los hombres podía vivir en paz, con amor y mansedumbre, en compañía social y bajo la fe de Cristo y al amparo de modernas instituciones españolas. Y dentro de sus formas políticas como estructura vertebrada del progreso social.

Claro que se hacía distinción entre aztecas, mayas e incas, con mayor nivel civilizatorio y formas de gobierno avanzadas, y aquellos otros que vivían en las selvas “sin ley, sin rey, sin pactos, sin magistrados, sin república que mudan la habitación o, si la tienen fija, más se asemeja a cuevas de fieras o cercas de animales” (Acosta, 1549:46), como escribió el cronista de Indias, José de Acosta, quien ya afirmó que los nativos americanos llegaron a América desde Asia y que, en el proceso de su migración, se habían vuelto cazadores y algunos de ellos recobraron el hábito de la vida social y configuraron estados organizados (Acosta, 1549:323).

El descubrimiento de América trajo consigo la agilización del comercio y el aumento de los medios de intercambio en unas proporciones nunca antes conocidas. Lo mismo aconteció con la navegación. Fue el punto de inflexión de la sociedad feudal pues llevó al modelo económico mercantilista a un nivel de esplendor inusitado. El fomento de las industrias a ambos lados del Atlántico fue total y desde Europa el comercio y la prosperidad mercantil y de intercambio dinerario, de bienes, servicios y personas llegaba ya no solo a Asia y África sino también a América. Y desde el Nuevo Mundo, el retorno de metales batidos en moneda, productos agropecuarios y manufacturas hacia los otros continentes fue total. Para el último cuarto del siglo XVI América había entrado dentro de los límites del mundo intelectual español europeo, para contemplar aquella tierra con orgullo y en la que introducían su propia forma de entender el mundo desde la perspectiva intelectual y metafísica, además de religiosa, pero en donde entraba la superioridad técnica y militar de los españoles y su poder económico conectado de forma global con el mundo hasta entonces conocido (África y Asia) más el descubierto y asentado por Cristóbal Colón para España en 1492.

Así, el descubrimiento de América está íntimamente asociado con el auge del capitalismo europeo en su versión primera o mercantilista. Aunque este fenómeno histórico también propició el intercambio de ideas y el debate social y antropológico. La amplitud del territorio descubierto y gestionado por españoles y portugueses con una población del todo significativa, favoreció el auge del comercio mundial y del desarrollo específico de América, a la vez que provocó la globalización de la economía-mundo. Pero también, sin duda, fue el inicio del crecimiento y desarrollo de la civilización americana bajo parámetros y modelos occidentales, los más avanzados del mundo de entonces.

Estamos ante el advenimiento del efecto mutuo positivo entre España/Europa y América de la llegada de los metales preciosos así como del auge del comercio y las oportunidades. En 1648, el cronista Gonzalo Fernández de Oviedo había escrito que España era una de las provincias más ricas del mundo y que Dios le había conferido la gracia especial de las riquezas adicionales de las Indias (López de Gomara, 1535: 163). Pero, en 1568, el miembro de la Escuela de Salamanca, el economista navarro Martín de Azpilcueta y Jaureguizar, ya advertía del elevado coste de la vida en España debido a la amplia circulación de plata americana en nuestro país. Claro que tampoco se entendería bien el arte barroco ni la ornamentación en oro y plata de iglesias y palacios proveniente del metal precioso indiano. Para 1524, el humanista Hernán Pérez de Oliva se hacía eco de las grandezas inherentes al descubrimiento de América y estimó que la sede del poderío mundial había de establecerse en España. No se equivocó. América era la nueva frontera, el eje de oportunidades, las iniciativas y las empresas colectivas para los habitantes de una España en expansión y nación dominadora de los destinos del orbe. Como ya advirtió Antonio Domínguez Ortiz, el esplendor de las ajetreadas calles de Sevilla, con sus cien mil habitantes a finales del siglo XVI, proporcionaba el más impresionante testimonio visual de toda Europa del impacto de América en la vida del siglo XVI. La existencia del Nuevo Mundo proporcionó a los españoles y al resto de europeos más espacio para maniobrar y, como decimos, estimuló el movimiento de ideas, riquezas y gentes. América generó y multiplicó hasta límites amplios el emprendimiento en un ambiente en el que el éxito llevaba al éxito. Tal y como los cronistas Gonzalo Fernández de Oviedo y Francisco López de Gómara indicaron para La Española, donde florecieron los ingenios de azúcar y otras industrias desde los arranques de la colonia española, además del auge institucional y arquitectónico que surgió allí.

El hecho de que el papado otorgase a España el Patronato de las Indias para cristianar a sus habitantes fue legitimidad suficiente para la posesión indiana por parte de la Corona española. Tal y como había ocurrido tras la conquista de Granada finalizada en 1492. Cuando en el Concilio de Trento (1545-1563) no se trataron asuntos americanos, se ponía en evidencia la dificultad de Roma para inmiscuirse en las cuestiones misionales españolas. El rey de Castilla, como sustentó el cronista Francisco López de Gómara, era señor absoluto de las Indias. Pero este monarca tenía el compromiso con el papado y la misión divina de la total conversión al cristianismo de los pueblos paganos. A cambio, la Corona española disfrutaba de todos los derechos sobre la utilización del suelo y del subsuelo de las tierras conquistadas. Y esta monarquía era la única que, en los territorios que se le adjudicaron en el Tratado de Tordesillas de 1494, autorizaba nuevas expediciones de descubrimiento y conquista. Y el monarca detentaba el derecho a disponer de todos los cargos administrativos, judiciales e incluso eclesiásticos en Indias. Lo que hacía del rey de España la figura política más poderosa del orbe. Era el monarca del mundo. Y el hecho de controlar las fuentes mineras americanas de oro, pero sobre todo de plata, eran razón suficiente para que las grandes casas financieras europeas adelantasen a crédito a los soberanos españoles las cantidades monetarias necesarias para el mantenimiento de la monarquía hispana en los hemisferios norte y sur. Sin embargo, eran Castilla e Italia los territorios base de sus rentas, aunque las Indias suponían el 20 o el 25 por ciento del total de ingresos de la hacienda real.

Para los países de la cristiandad, el poderío de España aparecía como el vector más significativo de las relaciones internacionales desde 1492 hasta 1820, es decir, en las fechas en las que la monarquía hispana tuvo en su poder la máxima extensión territorial controlada por una nación europea. Todo ello tenía clara correlación, sin duda, con la posesión que detentaba España de los ricos territorios ultramarinos. Sin embargo, las decisiones políticas que tomaron los monarcas españoles en ese periodo no necesariamente se hicieron a la espera de los galeones de plata, esmeraldas, perlas o piedras preciosas procedentes de América. Así pues, como sustenta J.H. Elliot, la hegemonía española fue posible gracias a un cúmulo de circunstancias y consideraciones que guardan diferente relación entre sí, en diferentes periodos. Al lado de las que son tangibles como poderosos ejércitos, grandes posesiones territoriales y amplia gama de ingresos, había también otras que eran intangibles como el crédito y la confianza (López de Gomara, 1535: 114). Y con el ímpetu de un proyecto colectivo de la nación española y sus habitantes que entre 1492 y 1820 iba a estar constituida por reinos peninsulares y reinos en Indias, añadimos nosotros. Sir Benjamín Rudyard, en la Cámara de los Comunes de Londres, en 1624, afirmaba que eran las minas que España poseía en las Indias Occidentales las que administraban el combustible “para colmar su deseo de levantar una monarquía universal” (Stock, 1924:62).

En 1558, Enrique II de Francia pretendió llevar a cabo un ataque contra el istmo de Panamá y apoderarse de las cargas de plata de la Corona española de Perú y de Nueva España. Si los franceses tomaban Mallorca se podía interceptar la plata española camino de Italia y con ambos territorios en poder de la monarquía francesa el poderío español se hundiría y, al mismo tiempo, se obtendría una base de dominación del Pacífico. Los británicos también pensaron en proyectos similares que les llevarían a territorios bien alejados de los dominios reales españoles en América: la costa oeste de Estados Unidos. Los franceses se asentaron más allá: en el actual Canadá. El poderío español en el Nuevo Mundo era demasiado formidable y los convoyes de plata estaban demasiado bien protegidos para que los protestantes franceses, ingleses, holandeses o alemanes pudiesen derrotar a España por el camino de las Indias. Al final, los países citados se dedicarían a atacar a poblaciones civiles indefensas con su sanguinaria superioridad numérica aplastante y a ejecutar a los habitantes americanos, así como obligarles a pagar grandes cantidades de numerario para no destruir sus poblaciones. Todo ello bajo el debido soporte de patente de corso o al amparo de ejércitos de piratas, y el sustento de las monarquías de Inglaterra, Francia y Holanda.

Para los españoles, el descubrimiento y tenencia de las Indias era razón suficiente para considerarse la raza escogida por Dios. Su misión civilizadora con respecto a los salvajes de América les daba poder para establecer pautas que debían seguir el resto de los habitantes del orbe y sus gobiernos nacionales, por supuesto. España tenía el mismo papel en la historia que otrora tuvieron los imperios de Sumeria, Egipto, Grecia o Roma. El humanista español Hernán Pérez de Oliva (1492-1533) sustentaba que el centro del mundo era España “do lo ataja el mar y será tan bien guardado que no puede huyr”. No será el único que piense así. Numerosos cronistas de Indias manifestaron estas ideas. La misión providencial de España en América jugó un papel bien significativo en la construcción del moderno estado español y en su arquitectura como icónica nación.

3. Desembarco difícil y encuentro de dos mundos

Pero la toma del Nuevo Mundo no fue tarea fácil. Diego Romero, un veterano conquistador español, que narró la conquista del núcleo terrenal de lo que más tarde sería Colombia, entre 1536 y 1539 escribió: “Hasta llegar a este reino se pasaron grandísimos trabajos, ansí rompiendo caminos nuevos por la montaña y sierra como de muchas hambres y enfermedades, y venían desnudos y descalzos cargados con sus armas que fue causa que muriesen muy gran cantidad de españoles” (Restall y Fernández-Armesto,2013).

Cuando los españoles finalmente conseguían la dominación de un territorio y su pacificación, bajo licencia de la Corona, y restadas infinidad de penalidades en la exploración y el descubrimiento, buscaban administrar una provincia pacificada de los virreinatos creados en las Indias. Los dirigentes de empresas conquistadoras deseaban, como hombres de fortuna y alta estirpe, dirigir colectividades de hombres y mujeres bajo estructuras de producción bien delimitadas. Querían transformarse en rectores y jueces de hombres. Habían buscado su lugar en las Indias al amparo de los sueños de éxito y del mito de Eldorado, motor de la salida hacia el otro lado del Atlántico de tantos españoles, siempre que pudiesen pagarse el viaje. Casi todos estos conquistadores estaban en los treinta años en su principal expedición, sabían leer y escribir con corrección, eran cultos pero no nobles y dirigían expediciones en las que muchísimos de los hombres que guiaban morían por las enfermedades, el hambre o las heridas de guerra. Muchos de ellos tuvieron problemas con la Corona que ejercía sobre su vida y hechos un control total y se introdujeron en una maraña de pleitos legales de larga duración, empezando por el mismo Cristóbal Colón. Todos reclamaban grandes prebendas en función de sus hazañas bélicas y conquistadoras, y la monarquía hispánica cercenaba sus éxitos y sus peticiones, limitándolas siempre.

En términos generales, los conquistadores no estaban encuadrados en las compañías oficiales del ejército español, sino que emprendían acciones por iniciativa propia bajo licencia de la Corona a cuyo portador se le daba el título de Adelantado. Obtenían recursos de inversores variados, a veces los reyes ponían dinero en la empresa, y buscaban soldados y, en su caso, grupos de apoyo a su iniciativa y repobladores. Un adelantado que tuviera éxito podía terminar, sin mucho problema, convirtiéndose en el gobernador de los territorios por él descubiertos, conquistados y pacificados. Siempre tras informar a la Corona con todo lujo de detalles y después de que esta institución otorgase los títulos concernientes.

Todos los conquistadores tenían que presentar al Consejo de Indias y a la Hacienda Real informes descriptivos que narraban los servicios a España, los méritos múltiples de quien firmaba el informe y de las penalidades realizadas para conseguir sus fines. Con ello se pretendía conseguir cargos, títulos y pensiones. Españoles, indígenas americanos y negros africanos estaban obligados a realizar este proceso si querían triunfar en sus demandas. En estas probanzas de mérito se incluía, asimismo, el carácter de verdadero cristiano de cada protagonista y se hacía hincapié en los logros y la acción individual de cada uno, siempre en menoscabo de su rival más cercano o de competidores más lejanos a los que, habitualmente, se ignoraba o criticaba. Asimismo, los negros africanos y los hombres de raza mixta, tanto esclavos como libres, combatieron en todas las compañías españolas, a veces con un papel magistral en el éxito de las empresas conquistadoras. Pero los escritos de los conquistadores apenas mencionaban la existencia de participantes no españoles (Restall y Fernández-Armesto,2013: 23).

Los negros, por su parte, solían operar de manera independiente y crearon pequeños reinos propios o territorios independientes o semiindependientes de la Corona española, a veces en colaboración con los indígenas. Se habían aprendido la lección: no era necesario ser blanco ni tener recursos europeos para hacerse con el poder en determinadas áreas geográficas del Nuevo Mundo.

Ante las grandes y terribles dificultades inherentes a la conquista de América, los conquistadores proclamaban prematuramente sus victorias y excelentes éxitos mientras solicitaban más fondos a sus socios capitalistas o a la propia Corona. Estos protagonistas de la conquista también escribieron suculentas cartas privadas llenas de pictórica narrativa de éxitos y penurias personales y colectivas, y también “cartas de relación” que eran enviadas a los agentes reales o a los propios monarcas y que se publicaban, en ocasiones, con notable éxito de público lector. Cuando los españoles llegaron a América en 1492, los pueblos mesoamericanos y andinos se asentaban en valles o llanuras elevadas o no más que en áreas densamente arboladas donde habitaban indígenas con culturas escasamente desarrolladas y sin hábitat fijo, y que se dedicaban a la agricultura itinerante y a la caza y pesca como ingesta básica cotidiana, además de practicar la antropofagia. Los pueblos mesoamericanos y andinos habían edificado núcleos rurales y ciudades con redes agrícolas de producción intensiva (Restall y Fernández-Armesto,2013: 32-43). Eran sociedades complejas, estratificadas en lo social y con especialización económica. Este era el objetivo principal de los conquistadores: asentamientos de indios sedentarios de los que extraer producción agropecuaria o minera suculenta y cuyo poder local pudiera ser cambiado por el que traían los españoles. Además, quienes residían en estas urbes o pueblos pagaban impuestos que se transformaban en otra fuente de ingresos para el conquistador.

Los imperios azteca e inca nacieron a la vez. Si seguimos las crónicas tradicionales, no siempre seguras, los mexicas, una tribu de lengua náhuatl procedente -al parecer- de la actual Arizona, Texas y Nuevo México, se asentaron en el valle de México en torno a 1428. Y, para 1438, la etnia quechua comenzó a convertir el reino inca en un imperio, en los Andes, de proporciones del todo significativas. Ambos imperios crecieron extraordinariamente y para 1492 los indios mexicas dominaban México central y los indios quechua los Andes.

Las sociedades mesoamericanas y también las andinas, aunque en menor grado, habían practicado la ejecución ritual de prisioneros de guerra y otras víctimas durante cientos de años (Restall y Fernández-Armesto,2013: 33) pero, al perecer, fue en el siglo XV cuando los sacrificios rituales realizados por los mexicas (aztecas)1 alcanzaron su cima de crueldad y volumen. Tales sacrificios se dedicaban al dios de la guerra Huitzilopochtli y consistían en arrancar el corazón de las víctimas y cortarles la cabeza, la cual era inmediatamente colocada en la empalizada de los cráneos en Tenochtitlan, la espectacular capital azteca ubicada en una isla en el centro del lago Texcoco. El cuerpo sin cabeza se tiraba por las escalinatas de los templos de sacrificio y en la base de la pirámide religiosa eran recogidos para su posterior asado e ingesta por parte de sus dueños, pues todos los asesinados tenían señor poseedor. Otros pueblos de lengua náhuatl, como los haxcaltecas, enemigos jurados del imperio azteca tenían esta costumbre de violencia sacrificial.

La máxima autoridad azteca, Moctezuma Xocoyotzin, expandió notablemente el imperio de sus antepasados desde 1502 hasta 1520, año en que fue asesinado por los españoles.

En 1438, Cusi Yupanqui, un príncipe segundón del reino inca, demolió el intento del vecino reino chanca para anexionarse el imperio inca con base en Cuzco. Su padre marchó al exilio y Cusi Yupanqui se hizo con el trono, o con la corona de borlas, maskapaycha, a la vez que cambió su nombre por el de Pachacuti que significaba “el que cambia el mundo como un terremoto”. Su imperio se extendía a lo largo de cuatro mil kilómetros desde Ecuador hasta Chile, y entre la Amazonia y el océano Pacífico. Fueron los pueblos quechuas, con sede en Cuzco, quienes forjaron el imperio al que bautizaron como Tawantinsuyu, “Tierra de las Cuatro Regiones” y el emperador era el Sapa Inca. Por su parte, los aztecas tenían un poder terrenal de 260.000 kilómetros cuadrados.

Ambos modelos de dominación territorial se sustentaron sobre una tupida red de vínculos rituales, similares sacrificios humanos, toma de cultos e intercambio de los mismos, apresamiento de rehenes, conquistas militares, alianzas, castigos, terror y redes de poder tejidas con las élites locales de las sociedades sometidas.

Los incas impusieron la implantación del trabajo obligatorio para el Estado y controlado por funcionarios y militares. Lo denominaron mit’a, que significa vez (sic) y que los españoles mantuvieron para sus fines económicos (mita). Así, los campesinos, pescadores y mineros, además de los ganaderos y dueños de obrajes y talleres, trabajaban en sus empresas privadas pero también en aquellas tierras y actividades del Estado inca y de titularidad pública. Lo hacían por turnos, al igual que en el ejército y en las construcciones urbanas públicas.

En México Central había un sistema de rotación laboral que se llamaba cuatequil, que significa literalmente “trabajo de serpiente”. Gracias a estos modelos de trabajo colectivo alcanzaron una red de veintidós mil kilómetros cuadrados que sorteaban barrancos a través de puentes de madera convencionales o de madera y cuerdas en suspensión. Por allí pasaban los correos por turnos, los ejércitos, los tributos en especie y los rebaños reales de llamas. A lo largo de esta red de caminos y calzadas había edificaciones que actuaban como depósito donde se guardaban manufacturas textiles, alimentos, armas y herramientas de construcción y reparación de las obras públicas. Los súbditos de los aztecas, fuesen de esta etnia o de otra, también debían trabajar en las impresionantes obra piramidales y edificios arquitectónicos donde se hacían las prácticas religiosas con miles de sacrificios humanos y descuartizamiento de sus cuerpos.

En el imperio inca las cosas eran parecidas. Utilizaban quipus o hileras de cuerdas de colores con nudos para contar tributos, mercancías o lo que fuere y enviar mensajes. Los dos gobernantes máximos que siguieron a Pachacútec, su hijo Topa Inca y su nieto Huayna Cápac, siguieron expandiendo el imperio por la vía militar. Tras la muerte de este, el trono cayó en manos de un menor, Manco, mientras que sus hermanos Atahualpa y Huáscar acordaron compartir la gobernación y el imperio. Lo que desembocó en una guerra civil. En este momento, 1532, llegaron los españoles. Y, más allá de lo que a veces se sostiene, estos dos imperios (azteca e inca) a la llegada de los españoles eran fuertes y sus emperadores poderosos. Moctezuma estaba a punto de dominar totalmente al estado maya (península de Yucatán y la actual Guatemala y El Salvador) y Atahualpa, que había asesinado a su hermano Huáscar, se expandía hacia la tierra de los araucanos y de la actual Colombia, donde enseñoreaban los indios muiscas.

Los españoles se encontraron con otras culturas menos sedentarias que las de los aztecas, mayas, incas o muiscas, pero con determinado grado de reposo social como en el sur de los Estados Unidos actuales o en el Virreinato del Río de la Plata, a los cuales dominaron en todo el ámbito americano. Aunque no sucedió lo mismo con poblaciones trashumantes selváticas o ubicadas en los desiertos de la Patagonia, por ejemplo. Aquí, las dificultades de asimilación fueron mayores y se tardaron muchos años o siglos para que estas poblaciones pasasen al ámbito de la civilización occidental y de su modo de convivencia. Incluso los indios americanos asentados consideraban a estos bárbaros y con costumbres alimentarias repudiables, pues ingerían todo tipo de animales, ponzoñosos o no.

La llegada de los conquistadores españoles fue un choque brutal pues ni los europeos tenían noción alguna de los nativos americanos ni estos sabían nada de su existencia. Pronto se acostumbrarían unos a otros, a la fuerza, claro. América había permanecido totalmente aislada para los europeos y ni la llegada de balleneros y pescadores del Viejo Continente, entre ellos vascos, ni el asentamiento vikingo del entorno del año 1000 d. C en Terranova, ni los posibles traslados de personas a través del estrecho de Bering, tuvieron repercusión ni información de la existencia de América en Europa. Y también parece poco probable que los americanos hubiesen viajado en embarcaciones hacia Asia u otros derroteros antes de 1492.

Desde 1480, con las expediciones portuguesas a África que regresaban cargadas de oro y esclavos, madera y otros productos exóticos, y gracias al azúcar producido en Canarias, el océano Atlántico empezó a parecer rentable y así se explica, al menos en una porción, que Cristóbal Colón hallase financiación a su proyecto aunque esto no resultase tarea fácil. En una época en la que las coronas de Castilla y Aragón se unían en 1479 y se emprendía la conquista de las Islas Canarias, que culminó en 1495, junto a la del último reino musulmán que restaba en la península ibérica, el de Granada, que se había tomado en 1492. Ambas empresas habían supuesto un éxito internacional para los Reyes Católicos y junto con la instauración, entre 1491 y 1515, de su poder sobre los principados de Badis, Chanen y Tetuán, España se convertía en la primera potencia europea, máxime cuando ya tenía en su poder las Islas Baleares, Cerdeña, Sicilia y Nápoles provenientes de las tomas y asentamientos de la Corona de Aragón. Es por ello por lo que la aventura americana colombina no parecía ajena a las líneas maestras expansivas de la España de los Reyes Católicos.

Un país caracterizado por una moderna red de ciudades y territorios urbanos desde la etapa romana como ha observado, entre otros mundos, el historiador Michael Kulikowski. Pedro Martín Rizo, un humanista e historiador español del siglo XVI, escribió de Castilla que “se hace de muchas ciudades un reino”. En el siglo XVI, con sus cien mil habitantes, Sevilla era la mayor y más multirracial ciudad de Europa. Por esta razón y gracias a esta potente tradición urbana, previa incluso a la romanización, es decir, proveniente desde la cultura ibera, el proceso de urbanización en la América española fue rápido, de calidad, de asentamiento social colectivo multiétnico y políglota y, lo que es más importante, se convirtió en el rasgo definitorio del mundo que configuraron en América los conquistadores españoles y los funcionarios y misioneros que enviaba la Corona española.

La política de mantenimiento y conversión al cristianismo de la población americana era un proceso ya experimentado en la conquista de las Islas Canarias. Y la idea de introducir en La Española, República Dominicana, Haití, Cuba, Puerto Rico y Jamaica cultivos nuevos de azúcar e importar población esclava africana negra para su cultivo, al igual que el de algodón, también se había experimentado en el archipiélago canario. La denominación de Canarias como un Reino dentro de la Corona española anunciaba la forma con la que España iba a administrar los nuevos territorios americanos recién descubiertos.

No se trataba, como vulgarmente se sostiene, de ir a América a extraer su oro, plata y piedras preciosas y regresar con el cargamento. Lo que la monarquía hispánica buscaba era configurar nuevos reinos, con estabilidad social y política y con alta rentabilidad productiva y lucrativa. Y en los que sus habitantes, previamente convertidos al cristianismo y a las normas convivenciales de la cultura española, viviesen en paz, armonía y quietud bajo la gobernación de la monarquía española a través de sus virreyes, del ejército y de los funcionarios. De acuerdo con un sistema legislativo emanado de la legislación castellana y en un hábitat dominado por ciudades y pueblos perfectamente comunicados. Y todo ello enlazado por el cemento espiritual de la religión católica, apostólica y romana, y con el idioma español como lengua básica y oficial de comunicación de todos los reinos americanos aunque tolerándose las lenguas de los nativos. Pero todo esto resultó una decepción en la conquista del Caribe y una fuerte quiebra económica para los capitalistas privados de las primeras expediciones y para la propia Corona. Las etnias locales de los tainos y arahuacos vivían de la caza, la pesca y la recolección y aunque residían en poblados homogéneos con núcleos permanentes, no disponían de entramados sociales coherentes, ni estaban acostumbrados a la normativa europea que traían los europeos, y resistieron con extraordinaria violencia a la conquista de aquellas islas por los españoles.

Esta frustración en los primeros tiempos de la conquista llevó a la Corona a fomentar las líneas costeras que rodeaban el mar Caribe. Así, los viajes de 1517 y 1518 descubrieron y exploraron la costa de la península de Yucatán, el punto de tierra firme más cercano a Cuba, pues desde esta isla partieron las primeras expediciones. Su patrocinador fue el adelantado Diego Velázquez quien, en 1519, encargó al encomendero o colono conquistador que tenía derecho sobre la fuerza de trabajo de los indígenas y sus tributos, Hernán Cortés, una nueva expedición, que este colono debía pagar con licencia oficial dentro de un sistema de patronazgo bien jerarquizado que comenzaba en el rey de España y seguía hasta sus virreyes, encomenderos, capitanes, justicias y otros funcionarios ubicados en Indias.

Cortés y sus quinientos hombres, que también se pagaban su aventura económica, desembarcaron en tierra firme mexicana vía Cozumel y tras una rápida travesía a lo largo de la costa yucateca. Una vez allí hundió sus naves, declaró de forma solemne su lealtad directa al rey de España y traicionó la razón de su viaje que era exploratorio. Los primeros conquistadores españoles se encontraron poco después con un impactante imperio local mientras atravesaban por territorios absolutamente desconocidos, con climas extremos y con millones de potenciales enemigos a su alrededor. Es verdad que poseían poderosas espadas de acero muy eficaces para enfrentarse a los garrotes con obsidiana incrustada de los aztecas pero sus armaduras representaban muchas veces un estorbo, aunque los caballos eran muy efectivos en la lucha con los indios nativos. Las armas de fuego, más allá del efecto de inicial impacto, tenían relativa significación por la carencia de pólvora, la dificultad de su mantenimiento y el tiempo necesario para cargar arcabuces de horquilla. No podemos estar más de acuerdo con Matthew Restall y Felipe Fernández-Armesto cuando sustentan que fueron tres circunstancias las que explican el grandioso éxito de los conquistadores españoles, siempre absolutamente minoritarios enfrente de las masas de nativos indígenas altamente belicosos y, obviamente, defensores de su idiosincrasia, su economía y su religión además de sus instituciones y líderes políticos. Y son estas tres (Restall y Fernández-Armesto,2013: 49):

1.- Los conquistadores españoles se encontraron con pueblos indígenas que recibían a los extranjeros, al menos inicialmente y antes de conocer su afán conquistador, con hospitalidad, incluso con temor. Es el llamado efecto extranjero por el que este adquiere una superioridad intrínseca por el hecho de serlo.

2.- Se beneficiaron del antagonismo y del odio eterno de unas comunidades de indígenas frente a otras. Aquí los extranjeros podían ayudar a destruir a los perpetuos contrarios.

3.- Que es discutible que la mayoría de los indígenas, que apreciaban a los recién llegados como aliados potenciales y por la magia y el respeto religioso de su presencia, subestimaran la amenaza que los soldados españoles representaban.

Muchos jefes indígenas se ganaron la amistad de los españoles ofreciéndoles casa, comida y mujeres e implicándoles en pequeños combates de prueba para validar su condición de aliados. Esto fue lo que realizaron los tlaxcaltecas, principales rivales y enemigos de los odiados aztecas, quienes con la ayuda de los conquistadores españoles masacraron a los aztecas en la ciudad de Cholula el 18 de octubre de 1519, en el camino de Hernán Cortés a Tenochtitlán. Cortés manejó muy bien la situación y se enseñoreó de los reyes locales. Buscaba el mayor número posible de aliados para derrocar al imperio azteca. Este es el caso, asimismo, de los totonacas. Hernán Cortés se valió de la información de la india Malinche o Doña Mariana, como la llamaban los españoles, quien también actuó como intérprete y puso al corriente del descubridor español las desavenencias de los aztecas y sus enemigos. Con los tlaxcaltecas, los totonacas y otros pueblos nativos (tres mil soldados en total) en noviembre de 1519 Hernán Cortés, como invitado de Moctezuma, entró en la ciudad capital del imperio azteca: Tenochtitlán, en lo que el conquistador interpretó como una rendición. Pero los españoles, muy temerosos de su estancia en la ciudad por lo inferior de su número, dieron un golpe de Estado utilizando sus cañones y arcabuces que impresionaron a los nativos, junto a sus caballos, y apresaron y encarcelaron a Moctezuma. Cortés ordenó que cualquier persona que se rebelase contra los españoles y sus indios aliados fuese despedazada y arrojada como alimento de perros. Pero durante los ocho meses siguientes las tropas de Hernán Cortés, tanto las de españoles como de indígenas que habitaban en el centro de la ciudad, vivieron de forma poco cómoda y con inquietud ante la manifiesta hostilidad de los aztecas. No en vano, Cortés había ordenado la colocación de imágenes de la Virgen María en las cúspides de los templos aztecas, en los que ya no se hacían sacrificios humanos ni se practicaba el canibalismo entre los capitalinos.

Hernán Cortés había logrado derrotar a una compañía del adelantado de Cuba, Diego Velázquez, que venía a apresarle por haberse extralimitado en su misión de explorar las costas del Yucatán, pasando a ejercer de conquistador. La mayoría de los soldados de Velázquez se quedaron con Cortés. Esto había acontecido en la costa del golfo de México y cuando regresó a Tenochtitlán los españoles se encontraban cercados por Pedro de Alvarado, quien, para calmar los ánimos de la población hostil exhibió a Moctezuma en público y fue apedreado hasta su muerte. La noche del 30 de junio de 1520 los invasores intentaron escapar de la ciudad pero los guerreros aztecas mataron a la mitad de los españoles y a numerosos tlaxcaltecas y otros aliados indígenas. Un año después, el 13 de agosto, la ciudad de Tenochtitlán cayó en manos de los españoles y sus aliados tlaxcaltecas. El sitio había empezado el 26 de mayo. También cayó la ciudad de Tlatelolco. Aislados del continente, los aztecas se vieron cercados por tierras y agua pues las embarcaciones españolas artilladas con potentes cañones cerraban el paso a las canoas de los indios nativos. Hernán Cortés aceptó como soberano y sucesor de Moctezuma a Cuitláhuac pero ya estaba sembrada la descomposición del imperio azteca. Empezó el conquistador por integrar a las élites nobiliarias aztecas que quedaban tras las batallas para asimilarlas a los nuevos dominadores llegados del Viejo Mundo. Pero en las zonas más alejadas del imperio los enemigos de los aztecas, al comprobar que no eran invencibles, se sublevaron y comenzó la guerra total. Por todos los lados buscaban a los españoles para que ejercieran de árbitros en las disputas y para que ayudaran a luchar a los indios nativos contra los aztecas. Es el caso de, además de los pueblos citados, el señorío de Texcoco, el pueblo otomí, el señorío de Xochimilco, el de Mixquic y de los estados de Iztapalapa y de Totonicapán.

El poder de los españoles, por tanto, se amplió considerablemente. En el tramo final de 1521, el antiguo imperio azteca había sucumbido. Hernán Cortés y sus incondicionales españoles se hicieron con la red de oligarquía y caciquismo de los aztecas, con sus modos de trabajo colectivo y en favor de los señores tenentes de la tierra: la encomienda indiana (similar a la mita) y también tomaron el negocio productivo y mercantil del imperio azteca. El sistema tributario cayó en manos de los conquistadores que se hicieron con el poder político englobando en él a los líderes aztecas derrotados o colaboracionistas con los nuevos poseedores del imperio azteca: los conquistadores españoles. En la mayoría de las comunidades, los españoles alcanzaron un entendimiento con las élites existentes sin necesidad de violencia (Restall y Fernández-Armesto,2013: 53). Se denominó al territorio Reino de Nueva España y tendría después estructura política de Virreinato del mismo nombre. Muy pronto, Tenochtitlán se transformaría en una de las urbes más impactantes del planeta, donde la planimetría y las nuevas construcciones iban a ser de renovada inspiración española.

Hernán Cortés, y previo juicio de la oligarquía española, mandó ejecutar al último emperador azteca, Cuauhtémoc, el 28 de febrero de 1525, que había sustituido a Cuitláhuac fallecido el 25 de noviembre de 1520 por viruela. Después dirigió personalmente una expedición a Honduras que terminaría por conquistarse en la década de 1580 por Francisco de Montejo, quien no había sido capaz de derrotar, en dos ocasiones, a los mayas de la península de Yucatán. A la vez, Pedro de Alvarado invadió el altiplano de Guatemala entre 1524 y 1526. Poco a poco los españoles se instalaron en todos los rincones de Mesoamérica en un proceso nada fácil y de larga duración. Millones de indios aztecas y de otras etnias pasaban a ser súbditos del rey de España.

La conquista había comenzado en La Española, de allí pasó a Cuba, desde Cuba a México y Centroamérica, y de nuevo desde La Española al istmo de Panamá, y desde allí por la costa del mar Pacífico hasta Sudamérica. En 1508, pequeñas colonias de españoles se ubicaron en la orilla atlántica del istmo de Panamá. El 25 de septiembre de 1513, el conquistador español fue el primero en ver y dar a conocer el océano Pacífico. Y, en esta costa, los españoles crearon un asentamiento poblacional que llamaron Panamá y que aquel mismo año recibió a su primer obispo.

En la década de 1520 los españoles comenzaron a navegar y cartografiar la costa y el océano hacia el sur, en el área marítima que denominaron Mar del Sur. Entre los primeros colonos del istmo estaban los hermanos Pizarro. Francisco, en 1522, navegó desde Panamá en dirección sur en busca de un reino mítico denominado Pirú, nombre de un caudillo mítico, y que después pasaría a definirse como Perú.

Tal y como ya hemos avanzado páginas atrás, en 1532 el Tawantinsuyu o pueblo inca estaba inmerso en un drama de sucesión por el poder y los hermanos Atahualpa y Huáscar luchaban por él. Cuando Francisco Pizarro y sus ciento sesenta y ocho españoles, además de tropas auxiliares de indios y negros, subieron a los Andes septentrionales para encontrarse con el emperador en la ciudad sagrada de Cajamarca, Atahualpa ya había derrotado a Huáscar. En este año de 1532, en un encuentro diplomático y tras un ataque sorpresivo, Pizarro y su hueste capturó a Atahualpa, a quien mantuvieron como rehén durante un año y pidieron una ingente cantidad de oro y plata para liberarlo. Los incas de apresuraron a ello pues consideraban a su emperador un ente divino. A pesar de todo, el inca Atahualpa fue ejecutado en 1533 por orden de Pizarro.

Para 1534, primero Cuzco y después Quito fueron conquistadas por los españoles. Aconteció lo mismo que con el imperio azteca, todos los señoríos que se oponían al poder incaico se aliaron con los españoles, a quienes legitimaron para derrotar a sus odiados y eternos enemigos: los incas. Sin embargo, aún había resistencia de la mano del soberano inca Manco Cápac, que consideraba que tenía toda la legitimidad de gobierno, por encima incluso de los hermanos Atahualpa y Huáscar. En 1536, Manco Cápac intentó expulsar del Cuzco a los españoles y a sus nativos aliados, pero no lo consiguió aunque estableció un estado inca (hasta 1572) más allá del complejo palaciego de Machu Pichu en Vilcabamba.

Pronto llegarían las desavenencias entre españoles. Así, Francisco de Pizarro, tras varios intentos de concordia ejecutó a su primer socio comandatario, Diego de Almagro, el 8 de julio de 1538, en Cuzco2 . Pero su hijo, también llamado Diego, terminaría con la vida de Pizarro en Lima el 26 de junio de 1541, cuando un grupo de veinte hombres entró en su palacio, liderados por el referido hijo de su antiguo socio, y le dieron tantas lanzadas, puñaladas y estocadas que lo acabaron de matar con una de ellas en la garganta. Tenía Pizarro sesenta y cinco años. Los agresores obligaron a las autoridades de Lima a nombrar gobernador al joven Diego Almagro y forzaron que Francisco Pizarro fuera enterrado de forma casi clandestina en un patio de la catedral de la ciudad.

En 1544, por su parte, el hermano menor de Francisco Pizarro, Gonzalo, encabezó la gran rebelión de encomenderos contra la Corona española, en protesta por la aplicación de las llamadas Leyes Nuevas de Indias de 1542. Él y muchos de los conquistadores y encomenderos rebeldes fueron ejecutados por la sublevación. La guerra civil se prolongó hasta 1546, año en que murió el primer virrey de Perú, el desafortunado Blasco Núñez Vela. Finalmente, la revuelta fue dominada por el rey Carlos V de España para quien la ejecución de su representante político, el virrey, era una afrenta de grueso calibre.

Pedro de Alvarado, recién llegado de la conquista de Perú y con una expedición bien pertrechada, se perdió en las selvas próximas a las costas de Ecuador. Sebastián de Benalcázar, uno de los capitanes de Pizarro a quien derrotó en los altiplanos del sur, avanzó en dirección norte, más allá de Cali, en la actual Colombia, donde se encontró con González Jiménez de Quesada a la búsqueda de Eldorado, país imaginario pletórico de riquezas metalíferas. Este conquistador había partido directamente desde las Islas Canarias.

En 1550, Pedro de Mendoza salió de Sevilla y navegó por la corriente del Río de la Plata. Mendoza intentaba encontrar otro Perú y por eso llamó de esta manera al cauce fluvial pero no encontró nada que se le pareciera. En poco tiempo habían muerto en torno a mil de los mil quinientos españoles que acarreó esta empresa conquistadora. Por otro lado, en la década de 1550, los conquistadores españoles aún seguían combatiendo contra los guerreros mayas en la península de Yucatán, aunque entre 1524 y 1529 los hermanos Pedro y Jorge de Alvarado se habían incursionado en los altiplanos de Guatemala. Y aquí también se explotó la rivalidad entre los reinos enfrentados: el de los mayas Kaqchikel y el de los mayas Quiché. De nuevo, los aliados de Pedro Alvarado fueron los seis mil aztecas, tlaxcaltecas, zapotecas y mixtecas y otras colectividades de nativos que se sumaron a la causa de conquista del estado maya que estaba compuesto por numerosas ciudades-estado independientes pero unidas por el mismo nexo cultural. Los indígenas que siguieron a Jorge fueron diez mil. El triunfo fue total y para 1560 la mayoría de los territorios de cultura maya ya estaban integrados en la estructura de dominación y civilización española. En el norte de Yucatán, fue Francisco de Montejo el que, a partir de 1527, doblegó a los guerreros mayas, con la ayuda, una vez más, de miles de aztecas y de otros guerreros del valle de México.

Hernán Cortés y Francisco Pizarro alcanzaron fama duradera pero, al igual que otros conquistadores, sufrieron años de frustrantes luchas, tanto militares como políticas. En muchas ocasiones pasaban más tiempo en España (Madrid Villa y Corte) buscando obtener una licencia de conquista que el tiempo que utilizaban después en la verdadera conquista. La Corona solo las otorgaba cuando tenía verdadero conocimiento de quien iba a ostentar su representación político-institucional y a tenor de sus méritos pasados y bien constatados.

El prototipo de conquistador eran jóvenes, entre 25 y 30 años, provenientes fundamentalmente de Extremadura, Castilla la Mancha y Andalucía, con formación variada, con recursos suficientes agropecuarios o de empresas gremiales en España y provistos de nobleza en su escalafón más bajo en algunos miembros de este grupo: hidalguía. Pasaban a América en empresa de descubrimiento y conquista pagándose su empeño. Allí se hacían encomenderos, ganaban dinero y emprendían nuevas conquistas y descubrimientos como primeros capitanes de campaña o en las siguientes escalas militares. En estas acciones de emprendimiento invertían grandes cantidades de dinero, a veces todo su patrimonio, con el fin de hacerse con un territorio bien rico y poblado sobre el que mandar y obtener recursos económicos a través de la encomienda indiana (Virreinato de Nueva España) o de la mita (Virreinato de Perú).

Se pagaban sus armas, caballo, rodela, pica, ballesta, arcabuz, espada, etc. y si podían compraban cañones de gran potencia o fabricaban navíos. No eran militares profesionales y tan solo Pedro de Valdivia había sido soldado en las compañías reales que operaban en Italia. Sus conocimientos de lucha los adquirían por experiencia o por cursos básicos de otros conquistadores veteranos. Los miembros de las expediciones se reclutaban en las colonias recién fundadas en América por lo que conocían, al menos, el terreno, la forma de vida y la cultura local. Los grupos de conquistadores estaban dirigidos por capitanes, el único grado militar que operaba en la conquista. La tropa se dividía entre gente de a caballo y gente de a pie.

Al no ser un ejército convencional no iban uniformados, aunque podemos considerar que utilizaban una vestimenta común básica: polainas, blusa y mantos sin adornos. Los de mayor nivel añadían jubón o chaqueta con bordados o de piel. Eran prendas con botonadura hasta el cuello que encorsetaba el talle. Las prendas de lana y lino provenientes de España fueron dando paso a las de algodón, y los zapatos y botas compartieron indumentaria con las sandalias. En ocasiones portaban pectorales de hierro y muy rara vez armadura completa. A partir de 1520, los españoles de Mesoamérica se dotaron del ichcahuipilli de los aztecas, o chaleco acolchado de algodón, preparado para amortiguar el corte de las armas de obsidiana de los aztecas y otros pueblos de la zona. Su fabricación era sencilla y su producción mucho más asequible que la armadura de metal. Los escudos redondos de hierro provenían de España pero los más comunes terminaron fabricándose de madera y cuero. Tampoco los cascos de hierro fueron muy usuales y lo común era portar en la guerra gorras de plato, gorros usuales o artesanales, y cofias protectoras con determinados elementos de metal. Hasta 1540 no se popularizó el morrión o vistoso casco con cresta.

Los conquistadores españoles llevaban lanzas de casi cuatro metros de longitud que podían utilizarse como pica y que se podían fabricar in situ o importarse desde España. Su efecto fue determinante en los innumerables éxitos de armas españoles. Las tropas auxiliares, compuestas por indios nativos, muy pronto aprendieron a fabricar y a utilizar picas que utilizadas en orden y buena escuadra eran de gran utilidad bélica. Los españoles, y cada vez con mayor frecuencia los guerreros más fieles y preparados de las tropas indias aliadas, utilizaban espadas de acero toledano, el mejor del mundo en los siglos XVI y XVII, que podían ser de 90 centímetros con punta chata o de 1’80 metros con punta fina. Su utilización racional en combate hacía estragos entre los enemigos indígenas. El uso de la ballesta fue más limitado pero eficaz por el nivel de precisión que tenía aunque, en los testimonios con los que contamos, su número era reducido. Por el contrario, los indios enemigos de los españoles eran muy diestros con los arcos. El arcabuz o la escopeta, se llamaba de las dos maneras, se usó en los procesos de conquista aunque su manejo requería tiempo y pólvora seca, elementos con los que no siempre se contaba. Pero, cuando los grupos de arcabuceros actuaban, el impacto psicológico era muy importante y las bajas del enemigo también porque los indios acudían a la batalla muy juntos. Esto mismo podemos afirmar, a escala mayor y más poderosa en sus efectos, de los cañones que hacían un ruido atronador y lanzaban bolas de pedernal o hierro con pólvora destructiva a mil ochocientos metros de distancia.

La utilización de caballos en las batallas quizá fue el arma más efectiva de todas pues desde la altura del animal la posibilidad de destruir a los enemigos se tornaba más fácil y rápida. En las llanuras abiertas, los caballos tenían un efecto devastador y el éxito militar español estaba claro, pero en el ámbito boscoso o montañoso su efectividad desaparecía. Además, los guerreros indígenas pronto aprendieron a matar caballos, cortarles las patas, atacarlos por la cola o ponerles trampas para que muriesen con saetas de madera afilada en sus tripas. Asimismo, los indígenas muy pronto aprendieron a montar a caballo. Otra tecnología realmente importante de los españoles fue la náutica pues sus galeones, bergantines y otros modelos no tenían parangón en el mundo y los indios americanos jamás habían desarrollado nada parecido.

Gesta épica

Matthew Restall y Felipe Fernández-Armesto consideran, y estamos totalmente de acuerdo (Restall y Fernández-Armesto,2013: 89), que los conquistadores españoles no deberían ser considerados individuos sedientos de obtener oro, a pesar del retrato que habitualmente se hace de ellos como personajes deseosos hasta la extenuación de este metal. Los conquistadores buscaban oro y plata por razones prácticas, por su fácil transporte y para pagar a prestamistas y proveedores de provisiones en sus conquistas. Recuérdese que iban a sus empresas por su propia voluntad y a su costa, con la esperanza de adquirir riqueza y fama duradera y respeto social. Así que los prestamistas iban a representar un papel del todo significativo en estas acciones de emprendimiento, pero los capitanes que formaban las compañías tenían aún un liderazgo mayor porque quienes participaban en una compañía de conquista que hubiese conseguido sus objetivos, esperaban tener la recompensa de obtener una encomienda. Pues era un valor seguro, con rentas fijas y eternas en base al trabajo y a los tributos que pagaban los indígenas, a la vez que su titularidad otorgaba al encomendero una posición social elevada. Cuando no había encomiendas para todos, se repartía el botín de guerra:

Un espíritu comercial inspiró las expediciones de conquista desde el principio hasta el final y sus participantes vendían sus servicios y comerciaban entre ellos durante todo el proceso. En una palabra, los conquistadores eran emprendedores armados [...] Los conquistadores eran, en su inmensa mayoría, hombres de clase media, con ocupaciones y antecedentes por debajo de la alta nobleza, pero por encima de la masa común (Restall y Fernández-Armesto, 2013: 90-91).

Cuando se fundó la ciudad de Panamá, en 1519, se solicitó a los noventa y ocho colonos-conquistadores que se identificasen y que anotasen cuáles eran sus profesiones. Respondieron setenta y cinco. Dos dijeron ser soldados del rey y el sesenta por ciento restantes manifestó que era profesional o artesano, por lo tanto, eran personas pertenecientes a las clases medias. Entre los conquistadores del Reino de Nueva Granada predominan también los hombres de clase media, tenentes de terrazgo, artesanos y emprendedores. Los habitantes de Cajamarca que manifestaron sus profesiones en 1533 no eran militares de reemplazo sino profesionales y artesanos que tenían habilidades en combate militar, había sastres, herreros, carpinteros, albañiles, espaderos, barberos... Y lo mismo aconteció con quienes acompañaron a Francisco de Montejo en su primera expedición a Yucatán en 1527 (Restall y Fernández-Armesto,2013; 91-92). Estos conquistadores, insistimos, buscaban el sometimiento de las comunidades indígenas y la toma de metales preciosos y esmeraldas y otras piedras ricas para establecerse sine die en las tierras conquistadas, que debían transformarse en reinos cristianos de la monarquía hispánica. Conseguido todo esto, se solicitaba a la Corona la concesión de recompensas y privilegios oficiales a cambio de los servicios prestados al rey en la consecución de este proceso.

De los miles de españoles que se asentaron en México, tras la llegada de Hernán Cortés en 1519, diecinueve mujeres participaron en la invasión y al menos cinco entraron en combate (Restall y Fernández-Armesto,2013: 95). Así, Inés Suárez viajó a Venezuela y Perú siguiendo a su marido y cuando descubrió que había fallecido se unió a la compañía de Pedro de Valdivia, en la campaña de descubrimiento y conquista de Chile. Se amancebó con él, combatió contra los araucanos y ayudó en la defensa de Santiago de 1541, donde decapitó a siete caciques indígenas que habían sido tomados como rehenes. Los asediadores huyeron. Por tales hechos, la Corona le otorgó una encomienda en 1545. En escritos posteriores, se retrata su figura montada en un caballo blanco, arengando a sus paisanos españoles, no en vano el propio santo Santiago había bajado del cielo montado en un caballo blanco.

Isabel de Guevara, en 1534, acompañó a su marido en una campaña militar para conquistar y colonizar el Río de la Plata, dentro del grueso de la expedición de Pedro de Mendoza y Luján. Le acompañaban mil quinientos colonizadores incluyendo veinte mujeres. Sufrió, Isabel de Guevara, toda la tragedia y dureza de la toma del territorio y a los tres meses de su arribo al área de lo que hoy es Argentina, y en concreto Buenos Aires, mil expedicionarios españoles ya habían fallecido de hambre, privaciones múltiples y por el acoso de los indios locales. Los supervivientes, que construyeron el fuerte de Corpus Christi junto al río Paraná, estaban -como describió Isabel de Guevara en su correspondencia dirigida a la princesa Juana Gobernadora de los Reinos de España y Cabeza del Consejo de Castilla- “muy decaídos, con los dientes y labios negros y parecían más muertos que vivos”. Ante las penurias del proyecto colonizador, Isabel, en sus cartas a la princesa Juana de Austria, le describe que el hambre había hecho que los hombres:

[...] Se desvanecieran por la debilidad, todo el trabajo ha quedado para las mujeres [...] llevando a los hombres enfermos con tanto amor como si fueran sus propios hijos [...] Vinieron los hombres con tanta flaqueza que todos los trabajos cargaban las pobres mujeres, ansí en lavarles las ropas como en curarles, hacerles de comer lo poco que tenían, a limpiarlos, hacer centinela, rondar los fuegos, armar las ballestas cuando algunas veces los indios les venían a dar guerra, hasta acometer a poner fuego en los versos y a levantar los soldados, los que estaban para ello, dar el arma por el campo a voces, sargenteando y poniendo en orden los soldados, porque en este tiempo, como las mujeres nos sustentamos con poca comida, no habíamos caído en tanta flaqueza como los hombres (Restall y Fernández-Armesto,2013: 97).

Finalmente terminaron por emigrar a Asunción, en Paraguay, con este conocimiento absoluto de las tareas propias de los conquistadores hombres. En 1452 casó, previo ajuste conveniente, con Juan de Esquivel que terminaría siendo ajusticiado por conflictos civiles acontecidos en el territorio del actual Paraguay. También solicitó una encomienda.

El tercer caso constatado de mujer conquistadora, lo tenemos en el enigmático personaje de Catalina Erauso y Pérez de Galarraga, que nació en San Sebastián, Gipuzkoa, en 1585 o en 1592 (no hay acuerdo) y murió en Cotaxtla-Orizaba, México, en torno a 1650. Se la conoce con el sobrenombre de Monja Alférez, pues ejerció de religiosa, militar y escritora. Era hija del capitán Miguel de Erauso y de María Pérez de Galarraga, acomodados vecinos de la capital donostiarra. Su padre fue comandante de la provincia de Gipuzkoa bajo el mandato de Felipe III de Austria, por lo que estaba familiarizada en el uso de las armas. A la temprana edad de cuatro años fue ingresada en el convento dominico de San Sebastián donde, por cierto, su tía Úrsula Urizá y Sarasti, prima hermana de su madre, ostentaba el cargo de madre priora. Se buscaba otorgarle una educación elitista de calidad cristiana, lo que no consiguieron las monjas dominicas debido a su mal carácter y a su rebeldía constante. Por ello fue trasladada al monasterio de San Bartolomé, en la misma ciudad, donde vivió hasta los quince años.

Cuentan las crónicas contemporáneas que era de naturaleza agresiva y poco adicta a recibir las órdenes con bien. Tenía frecuentes disputas con otras monjas y novicias y muchas peleas “a puñadas” con una novicia viuda llamada Catalina de Aliri, por lo cual se le recluyó en su celda y la noche del 18 de marzo de 1600 y teniendo claro que no iba a ser religiosa, escapó del convento tras hallar las llaves de la puerta de salida colgadas en una esquina. Se cortó el pelo y empezó a vestir como hombre. Pasó a Vitoria y luego a Valladolid, donde estaba la corte de Felipe III y logrando servir como paje del secretario del rey, Juan de Idiáquez, disfrazada de hombre y aportando el nombre falso de Francisco de Loyola. Su padre, que fue a Valladolid a despachar con Idiáquez, no la reconoció, aunque Catalina de Erauso, nerviosa por la presencia de su progenitor, pasó a Bilbao, donde no tuvo fortuna ni trabajo e hirió a un joven de una pedrada cuando la intentaba robar, junto a otros, sus dineros. Pisó la cárcel y al salir de ella fue a Estella, Navarra, donde se ubicó como paje de un noble llamado Alonso de Arellano. En esta ciudad permaneció dos años, con vestimenta masculina, y de allí regresó a San Sebastián haciendo vida normal y sus familiares no la reconocieron, fue incluso a misa a los conventos en los que vivió y tampoco supieron que era ella.

Un buen día se fue al puerto de Pasaia (Pasajes), donde se acomodó con el capitán Miguel de Berrioz que la llevó a Sevilla. De aquí se trasladó a Sanlúcar de Barrameda, obteniendo plaza como grumete en el galeón del capitán Esteban Eguino, primo hermano de su madre, que tampoco la identificó. Era el año de 1603. Al parecer su físico era poco femenino y su rostro no era muy al uso de las mujeres de la época, además de portar complexión fuerte. Usó varios nombres: Pedro de Orive, Francisco de Loyola, Alonso Diez Ramírez de Guzmán o Antonio Erauso, como ella misma afirmó en sus memorias (muy cuestionadas por los historiadores acerca de su veracidad narrativa) “se secó los pechos con un ungüento secreto” (Erauso, 1829).

El primer lugar de América que conoció fue Punta de Araya, Venezuela, y combatió allí junto a otros jóvenes contra unos piratas holandeses a los que vencieron. Continuó viaje hasta Cartagena de Indias y Nombre de Dios, en la provincia de Colón, actual Panamá, donde permaneció nueve días y tras embarcar la plata para el regreso a España, Catalina de Erauso mató a su tío, le robó quinientos pesos y saltó a tierra engañando a la tripulación a la que dijo que el capitán le había ordenado un recado que iba a ejecutar sin demora. Una hora después el buque partió sin ella. Se marchó a la ciudad de Panamá donde se asentó con Juan de Urquiza, mercader de Trujillo, con el que salió hacia Paita, Perú. Casi se ahoga en el puerto de Manta, Ecuador, por la inclemencia del tiempo y el naufragio del barco en el que viajaba junto a Juan de Urquiza, salvándose solo ellos dos y pereciendo el resto de la tripulación. Este comerciante la llevó a Zaña, Perú, donde le otorgó vestidos, habitación, mucho dinero y tres esclavos negros para su servicio.

En este lugar tuvo una pendencia con un joven al que le cortó la cara por no dejarla ver una obra de teatro en un corral de comedias. Fue a parar a la cárcel pero Juan de Urquiza, hombre poderoso, manipuló junto al clero local para que la sacaran pronto, a cambio de que casara con Beatriz de Cárdenas, dama de la casa de Urquiza y tía del hombre al que rajó la cara. Para no ser descubierta en su condición de mujer, obviamente se negó y emigró a Trujillo donde Urquiza le puso una tienda. Pero el agraviado en el corte de cara fue allí con dos testigos y la retó. Ella lo aceptó con un aliado y en el combate falleció uno de los acompañantes del herido en la cara. De nuevo fue a la cárcel y de nuevo Urquiza la salvó, poniéndola en Lima, capital del virreinato, en manos de Diego de Solarte, rico comerciante y cónsul mayor de esta ciudad capitalina, donde regentó su tienda durante nueve meses pero fue despedida cuando se la descubrió “andándole entre las piernas” a una doncella hermana de la mujer de su protector Diego de Solarte.

Terminaría por engancharse en la compañía de mil seiscientos soldados del capitán Gonzalo Rodríguez para la pacificación de la Araucaria, siendo el destino Concepción. Estamos en tiempos del gobernador y capitán general de Chile, Alonso de Ribera (1612-1617). El secretario del gobernador era Miguel de Erauso quien no supo que estaba delante de su hermana. Luchó contra los mapuches con fiereza (similar a la de los indios) y dejó de ser ayudante de su hermano pues, al parecer, tuvo algún problema sexual. Se la desterró a Paicabi, donde en la llamada Guerra de Arauco luchó con firmeza contra los indómitos mapuches. Obtuvo el grado de alférez, del que no pasó por las quejas que se hicieron contra ella por el trato inhumano que otorgaba a los indios. En la batalla de Purén murió su capitán y tomó el mando derrotando a los mapuches. Su ira por no ascender en el escalafón castrense la transformó en una persona violenta en extremo y asesinó a varios españoles e indios sin razón alguna, y también quemó cosechas de avituallamiento de los colonos. En Concepción, asesinó al auditor general de esta ciudad que la había retado. Pasó seis meses encerrada en una iglesia y al salir retó a Miguel de Erauso, su hermano, a quien asesinó, volviendo a ser encarcelada ocho meses.

Huyó a Argentina cruzando la cordillera de los Andes, en cuya travesía casi muere y un campesino la llevó a Tucumán. Allí hizo dos promesas de matrimonio que no cumplió y pasó a Potosí donde se acomodó como ayudante de un sargento mayor, luchando contra los indígenas en Chuncos. Después fue comerciante de trigo y ganado bajo la empresa de Juan López de Arguijo. Tuvo dos pendencias nuevas y cárcel, y en Piscobamba, Perú, por juego de cartas mató a otro hombre por lo que la condenaron a muerte pero se salvó, casi con la horca al cuello, por la confesión de otro condenado. En La Plata, Chuquisaca, tuvo que estar cinco meses confinada en una iglesia por duelo que realizó con un marido celoso. Viajó a La Paz y se la vuelve a condenar a la horca por delito de asesinato, pero logró huir a Cuzco. En 1623 la vemos en Huamanga, Perú, donde fue detenida por una disputa y, como veía la muerte en ciernes, pidió clemencia al obispo Agustín de Carvajal, a quien confesó que era una mujer y que había estado en San Sebastián en dos conventos hasta los quince años. El religioso ordenó que cuatro matronas la examinasen y todas comprobaron esta verdad y testificaron que, además, era virgen. El obispo le perdonó la vida y fue enviada a España, donde la recibió Felipe IV, quien la mantuvo su graduación militar y la permitió utilizar su nombre masculino mientras le otorgaba una pensión por los servicios prestados en la Capitanía General de Chile. El monarca la apodó “la monja alférez” Su fama traspasó fronteras y fue recibida en audiencia por el papa Urbano VIII, quien también la autorizó a portar vestimenta masculina. Asimismo, visitó Nápoles, y todo el mundo se quedaba asombrado. En 1630 se instaló en el Reino de Nueva España, México, donde montó un negocio de arriería (transporte de mulas) entre Ciudad de México y Veracruz, y cuya sede estaba en Orizaba. Falleció en el pueblo de Cotaxtla y el deceso debió ocurrir en torno a 1650.

También hubo conquistadores negros que se convirtieron en colonos-encomenderos ya que, desde el primer momento de la conquista (1492), los españoles llevaron a América esclavos y servidores procedentes de África. A partir de 1521, en las compañías de fortuna para el descubrimiento y toma militar su presencia fue muy elevada y apreciada pues luchaban con mucha bravura. Juan Garrido fue un conquistador negro del imperio azteca (Restall y Fernández-Armesto,2013: 99). Había nacido en África y de joven vivió como esclavo en Portugal, antes de ser vendido a un español con el que pasó a América, donde adquirió su libertad luchando en las conquistas de Puerto Rico, Cuba y otras islas. Combatió a los aztecas como sirviente o auxiliar libre, participando en expediciones españolas hacia la Baja California entre 1520 y 1540. Como compensación, las autoridades españolas del Virreinato de Nueva España le concedieron un solar y una casa en la refundación de la capital y allí asentó su propia familia mientras trabajaba como guardia del orden y pregonero municipal, ocupaciones típicas de negros libertos colonos. En su probanza y carta de relación al rey de España sostuvo que fue el primero en plantar trigo en México.

Otro colonizador negro fue Sebastián Toral, que también había nacido en África. Llegó a España con menos de veinte años como esclavo propiedad de uno de los conquistadores españoles implicado en la conquista de Yucatán. En la tercera empresa por dominar esta península maya, en 1540, y probablemente ya libre, tuvo su propio protagonismo. Después, en la nueva colonia española yucateca, vivió como un cristiano español más junto a su propia familia y trabajando como guardia. Cuando se aprobó una ley que obligaba a pagar impuestos a todos los descendientes de negros que vivían en los reinos españoles de América, Toral escribió al rey protestando. Como no tuvo respuesta se embarcó hacia España y consiguió orden de exención y, también, un permiso para portar armas. Se piensa que murió en Yucatán en la década de 1580. Tenemos, asimismo, el caso de Juan Valiente, que había nacido en Senegal hacia el año 1505 y su nombre originario era Sangor. En 1525 fue raptado por negreros portugueses y llegó como esclavo a México, donde fue comprado por el español Alonso Valiente que le dio bautismo y apellidos, pasando a trabajar en su casa en Puebla. Terminó participando en las expediciones chilenas de conquista de Pedro de Valdivia. Murió en 1553 en Tucapel, Chile, donde se había asentado con parabienes institucionales españoles.

Conocemos otros casos de conquistadores negros en las figuras de Juan Bardales en Honduras y Panamá, o Juan García en Perú.

Pasemos ahora a asentar a algunos conquistadores indios que también los hubo entre las etnias que se aliaron con los españoles: tlaxcaltecas, zapotecas, mayas tras su conquista... Así, ya sabemos que miles de nativos americanos lucharon, junto a los españoles, en ocasiones dentro de su hábitat para defenderlo, en otras viajando a largas distancias para conquistar extensos territorios en manos de sus enemigos. Un ejemplo típico del primer modelo tuvo lugar en Yucatán cuando, tras la tercera invasión de los españoles, los mayas a través de sus dirigentes, la dinastía Pech que mandaba sobre el extremo noroccidental de la península, decidieron que los españoles y sus aliados, los indios nahuas, refundaran la ciudad de Tihó, que bautizaron como Mérida. La familia real y los nobles fueron bautizados en el rito católico romano, tomaron nombres y apellidos de los nuevos señores españoles ya dominadores del territorio y pasaron a ser hidalgos con nominativo hispánico (Pedro, Juan Francisco, Catalina, Isabel, María...), con el primer apellido del español que les avalaba y el segundo Pech. Y, en los relatos de lengua maya, Nakuk Pech como Macan Pech (noble), se definía a sí mismo como yas hidalgo concixtador, utilizando palabras mayas y españolas que se pueden traducir como yo soy un noble (hidalgo) conquistador.

Un modelo del segundo ámbito de conquista, lo tenemos entre los ya conocidos tlaxcaltecos y otros pueblos de lengua náhuatl, que vivían en el valle de México y se resistieron a los aztecas y a los españoles con quienes terminaron pactando. Como triunfaron en la lucha contra el azteca enemigo, acabaron muchos de ellos asentándose fuera de su hábitat. Así, Pedro de Alvarado casó con la princesa tlaxcalteca Luisa Xicoténcatl, con quien tuvo dos hijos. Y Jorge de Alvarado, hermano del anterior, casó con la hermana de Luisa, Lucía Xicoténcatl. Los Alvarado llevaron a las campañas de Guatemala a sus mujeres y a millares de guerreros tlaxcaltecas y nahuas pero también de otras etnias como los mixtecas y zapotecas de Oaxaca, además de mexicas de Guacachula (Quauhuechollan) y los quiché, los kaqchikel o los pipil. La división entre ellos era total, siendo la barrera idiomática un elemento de distorsión. Por ello:

[...] Las ciudades-estado mesoamericanas habían aprendido bajo el imperio azteca y durante la guerra que este mantuvo con los españoles que aliarse con estos últimos preservaba su estatus, a pesar de la pérdida de cierta autonomía como miembros menos poderosos de la alianza; también les proporcionaba la protección de la nueva potencia en expansión, y la oportunidad de progresar sumándose a las nuevas expediciones militares (Restall y Fernández-Armesto,2013: 105).

No pocos indios acudían a los campamentos españoles para alistarse en las campañas de descubrimiento y población de Guatemala donde se acababan ubicando. En una carta al rey de España, Felipe II, en 1563, los gobernantes nahuas de Xochimilco, en el valle de México, decían: “[...] No hicimos guerra ni resistencia al marqués del Valle (Hernán Cortés) y ejército cristiano [...] Habíamos servido a su Majestad en la conquista de Honduras y Guatemala con el adelantado Alvarado, nuestro encomendero” (Restall y Fernández-Armesto,2013: 105).

Eran aliados de España en su lucha contra los aztecas y los mayas de Guatemala. habían contribuido a esta empresa con dos mil quinientos guerreros y todos los bastimentos precisos para: “Ponerlos bajo la corona real, porque los españoles eran pocos y mal aprovisionados e iban por tierras donde no hubieran sabido el camino si no se lo hubiésemos mostrado; mil veces los salvamos de la muerte” (Restall y Fernández-Armesto,2013: 106).

En 1527, los nobles nativos de la ciudad nahua de Quauhquechollan escribieron al virrey español en Ciudad de México:

Somos caciques principales del pueblo de Guacachula (Quauhquechollan), descendientes de los príncipes y señores de esta tierra y que en compañía de los demás caciques ayudaron a los españoles a conquistar y pacificar muchas partes de ella con arcos y flechas resistiendo terribles guerras entre los bárbaros e infieles, a costa de muchísimos trabajos, poniendo en riesgo y en peligro sus vidas (Restall y Fernández-Armesto,2013: 106).

Los españoles hicieron repartimientos de encomiendas entre estos indios aliados pero también a una parte de ellos se les acabó englobando en las propias encomiendas hispanas al paso del tiempo de los años de conquista donde tan indispensables habían sido. Pues, no en vano, los españoles, además, se encontraban con la ciclópea tarea de acomodar a millones de personas siendo ellos de número escaso en un extenso territorio de climas variados, mares distantes y accidentes geográficos de notable variabilidad. Y es que, para mitad del siglo XVI, las líneas maestras de la conquista se habían realizado y prácticamente toda América, desde California a Chile, estaba en poder de España, con la excepción del Brasil portugués.

Las conquistas españolas habían sorprendido por su rapidez y eficacia. Cortés afirmó al respecto: “Los españoles al mayor temor osan pelear lo tienen por gloria y vencer por costumbre”. En sentido estricto, el gran imperio terrestre y marítimo mundial español no tuvo paralelo ni precedente (Restall y Fernández-Armesto,2013: 111). Los otros condominios navales europeos (inglés, francés, holandés o sueco) eran marítimos y se sustentaban en la navegación y no en el asentamiento humano en tierras bien diversas, creando instituciones españolas y administración propia además de mixtura poblacional. Solamente Portugal estructuró sus dominios americanos con semejanza a los españoles. Los otros imperios contemporáneos eran terrestres, como es el caso de los otomanos, los mogoles de la India, los de la dinastía de los safávidas de Persia, el de las dinastías Ming y Qing en China, el de los zares rusos en Siberia, el de los uzbekos en Asia Central o el de la dinastía Thai en el sudeste asiático.

El imperio español era oceánico pero también se anclaba en extensos territorios de dos océanos (Atlántico e Índico). Y no solo controlaba América sino gran parte de Italia, Melilla y Ceuta, Tánger, Orán, las islas Filipinas, Carolinas, Marianas y Palaos en Asia. En aquel nuevo mundo, los españoles tenían que lidiar con montañas de dimensiones estelares, con desconocidos climas tropicales o de desierto, de tierras con contrastes del todo significativos y desconocidos. Por no hablar de las impenetrables masas boscosas tropicales, densas de vegetación exuberante y árboles de longitud interminable, con animales desconocidos, algunos ponzoñosos y mortales, y aún otros más terribles como los cocodrilos y caimanes (lagartos, los llamaban los conquistadores), sin olvidarnos de los insectos funestos. Y que cientos de miles de personas, altamente belicosas y dispuestas a defender su territorio, dominaban aquel hábitat practicando sin excepción canibalismo y sacrificios humanos.

Sin duda, la fortaleza interior de los conquistadores, que no dejaban de ser compañías de soldados de fortuna independientes, fue determinante. No olvidemos que, con poca o ninguna ayuda de los ejércitos de la Corona española, ampliaron las fronteras del Reino de España en América hasta dimensiones impensables. A veces, también se creía en la providencia, que Dios estaba con los conquistadores españoles para convertir al cristianismo, en su versión católica romana, a aquellos salvajes infieles, como se les concebía globalmente en Europa. Nosotros no tenemos dudas de que aquellos conquistadores tenían un valor y una fortaleza excepcionales.

La idea de los presagios funestos cumplidos para explicar la caída de los imperios azteca e inca, se empezó a difundir en el colegio franciscano de Santa Cruz de Tlatelolco, a partir de 1540, si bien es cierto que cada cincuenta y dos años los aztecas volvían a encender el fuego que alimentaba el cosmos y era sagrado. La última vez que había sucedido fue en 1507, y los españoles pasaron a México por Yucatán en 1519, a cuarenta años, por tanto, del fin del mundo (Restall y Fernández-Armesto,2013: 116-120). La violenta resistencia indígena a la conquista española muestra a las claras que, si bien es cierto que al principio las embarcaciones, los cañones, los arcabuces, las espadas y las corazas defensivas impresionaron a los indios nativos, y también los caballos, por supuesto, no es menos cierto que les duró poco y pronto aprendieron a guerrear con seres humanos similares a ellos que provenían de áreas geográficas distintas y lejanas. Y nada hay más alejado de la realidad como la sustentación que muestra la conquista de los imperios azteca e inca como algo fácil y rápido. Ni siquiera las enfermedades que portaron los españoles minaron la resistencia indígena:

En primer lugar, la cronología de los brotes de enfermedades no siempre coincide con el ritmo de la conquista. Sin duda, en el caso de Perú la viruela precedió a los españoles y, por lo tanto, pudo haberles ayudado, pero en el caso de México, aunque Tenochtitlán sufrió las aflicciones habituales en los casos de asedio -incluyendo el tifus, probablemente y quizás la hambruna-, las pruebas acerca de cuándo se declaró por primera vez la epidemia de viruela son equívocas. En algunos lugares, el desastre demográfico no tuvo lugar hasta después de que pasasen los conquistadores, que propagaron involuntariamente las enfermedades por todo el mundo indígena. En segundo lugar, a pesar del barrido mortal de la enfermedad, los defensores de México y Perú fueron capaces de presentar poderosos ejércitos de miles de hombres. La enfermedad no debilitó necesariamente la resistencia; a veces cuando más mortal era la amenaza, más firme era la determinación de los defensores. Este fue, al parecer, el caso de Tenochtitlán en 1520-1521 [...] En tercer lugar, y es un punto decisivo -más que el de los recursos humanos de los españoles- la conquista dependió casi siempre de los enormes ejércitos indígenas, movilizados en ayuda de los conquistadores. Los aliados indígenas eran, como mínimo, tan vulnerables a las enfermedades que habían traído los españoles tanto como lo eran aquellos contra quienes luchaban... En definitiva, que las enfermedades, en la medida en que tuviesen su efecto, influyeron tanto a favor como en contra de la conquista. Por último, aunque los españoles estaban inmunizados contra las enfermedades europeas, encontraron en las Américas entornos extremadamente hostiles. Por ejemplo, no estaban acostumbrados a las altitudes de las altiplanicies aztecas e incas y eran vulnerables a la malaria habitual en las tierras bajas que debían atravesar (Restall y Fernández-Armesto,2013: 122-123).

Las élites de los pobladores nativos de los imperios azteca e inca, y también de buena parte del resto de América, pronto colaboraron con los españoles y su cultura. Y, más que lamentar la invasión, mostraban alegría y orgullo (es el caso del Inca Garcilaso de la Vega) por haber hecho llegar la doctrina cristiana a sus paisanos que vivían en la barbarie y el oscurantismo. Incluso el éxito de los españoles se veía como un castigo sobre sus predecesores que fomentaron la brujería, la antropofagia y los sacrificios humanos. En las relaciones que enviaban los nativos al Consejo de Indias o al propio monarca, para obtener encomiendas y otros privilegios, siempre se hacía hincapié en la colaboración de los locales (muchas veces falsa) y en las grandes ventajas que había traído la colonización española, empezando por la exaltación de la religión católica. La explicación habitual de los indígenas, tras la estructuración administrativa de los distintos Reinos de Indias, era que los españoles cuando llegaron fueron acogidos con amor y respeto, que se adoptó el catolicismo sin problema y que la vida siguió su curso. Esta es la versión ante la Corona española. En sus fuentes y códices permanece la idea de lucha a muerte contra el invasor una y otra vez hasta que fueron derrotados totalmente. Cuando los nativos hablan de la derrota de sus enemigos indígenas, afirman que fueron ellos y no los españoles quienes lo hicieron.

Desde su perspectiva, los tlaxcaltecas y los huejotzincas fueron los verdaderos conquistadores de México. Todo ello dentro de un universo de micropatriotismo en una sociedad en la que las identidades locales estaban muy atomizadas, lejos de configurar la visión homogénea y global que se tiene hoy de los colectivos indígenas americanos. Estas comunidades americanas luchaban una contra otra para el control de los recursos naturales y el hábitat. En el imperio azteca, su capital Tenochtitlán, se definía por sus millares de enemigos indígenas autóctonos como un nido de águilas, como una ciudad rodeada de la sangre y huesos de sus víctimas. Gobernaba un imperio de ciudades-estado independientes (de forma relativa) a las que esquilmaba sus recursos: algodón para las vestimentas y corazas, plumas de aves para los penachos, obsidiana para adornos y armas, goma para el juego ritual de pelota o los tan manidos frijoles y maíz tan necesarios para el sustento de la población. Los tributos eran muy elevados y el odio de los súbditos también. Además, las demandas de víctimas para los sacrificios humanos fueron creciendo, y se calcula que entre veinte mil y ochenta mil víctimas humanas vivas fueron sacrificadas para honrar la puesta en servicio del templo principal de Tenochtitlán, como ya se ha narrado.

La desunión entre los mayas, aztecas e incas nos ayuda a entender el hecho del grandioso éxito de la conquista española en América. Probablemente, la unión de estos pueblos hubiese impedido o dificultado en extremo el proceso conquistador, y la Corona hubiese tenido que enviar desde España miles de soldados a su cargo. Sin embargo, tal desunión y la múltiple y masiva colaboración de los nativos con los españoles provocó que el imperio azteca sucumbiese entre 1519 y 1521 y las altiplanicies de Guatemala entre 1524 y 1529. Asimismo, docenas de pequeños núcleos poblacionales, al norte de Yucatán, fueron pacificados entre 1527 y 1547, y para la década de 1550 el imperio inca estaba controlado por la Corona española. Muchos de sus habitantes habían aceptado con gusto la nueva situación y, por ejemplo, cuando a finales del siglo XV los incas conquistaron la ciudad-estado costera de Chimor la arrasaron literalmente hasta los cimientos y deportaron a toda su población. El gobernador Huayna Cápac había trasladado a muchos miles de trabajadores procedentes de todos los rincones del imperio para trabajar en las plantaciones de coca de Cochabamba y se reservó varias decenas de miles de hombres para construir su palacio de verano. Cuando conquistó a los cañaris, Huayna Cápac hizo ahogar a veinte mil guerreros enemigos en el lago Yahuarcocha (Restall y Fernández-Armesto,2013: 135). En ambos casos, los incas consideraban a estos pueblos como salvajes. Otro ejemplo, la etnia de los checa vivía en el valle de Huarochirí y estaba siempre en conflicto con sus vecinos que los definían como salvajes, pero se habían aliado con los incas. Las autoridades incaicas se negaron a bailar de forma ritual y como muestra de respeto al pueblo checa en su principal santuario por lo que los representantes políticos y religiosos de esta etnia rompieron su tratado con los incas, aliándose con los españoles para ayudarles en la conquista. Debemos tener en cuenta otro factor explicativo y es la extraordinaria rapidez con la que los españoles y las élites nobiliarias y políticas de los indios aliados reconvirtieron los antiguos imperios azteca e inca en Reino de Nueva España y Reino de Perú.

Muchos pueblos nativos llegaban a una convivencia pacífica con los españoles y en determinadas áreas geográficas no fue necesario el empleo de las armas pues fueron sacerdotes o embajadores desarmados los encargados de negociar la adhesión a la monarquía española de los nativos. Los conquistadores españoles buscaron la colaboración de las altas jerarquías, de los caciques locales, y los conquistadores y encomenderos fueron proclives (no se dio en ningún otro imperio colonial en América) a aplicar la sexualidad como otro ámbito de la política. Los españoles eran extranjeros en América pero pronto fueron asimilados a aquellas sociedades y el llamado “efecto extranjero” nos ayuda a entender la razón por la cual fueron los conquistadores tantas veces beneficiarios de las guerras internas de los indios. Los cronistas de Indias no pararon en insistir en que tan grandes empresas de tan poca gente eran difíciles de verse en la historia de la humanidad. Los conquistadores seguían siendo muy inferiores en número con respecto a sociedades asentadas como los aztecas, mayas, nahuas y pueblos andinos, pero este desequilibrio numérico se tornó a favor de los españoles por el micropatriotismo indígena que impulsó su desunión y que posibilitó que los conquistadores reclutaran ingentes cantidades de indígenas.

Y, frente a las tesis destructivas de la población autóctona que realizaban los españoles, Bernardo de Vargas Machuca que fue conquistador del actual territorio de Colombia y que buscó la mítica ciudad de Eldorado, sustentaba, por poner un solo ejemplo, que los nativos eran tan violentos y salvajes que su conquista fue, de hecho, una pacificación. Define a los indios como codiciosos, crueles, depravados sexuales y cobardes, y todo ello para explicar la conquista siempre realizada con legitimidad y lealtad a la autoridad real. El monarca, el virrey y el conquistador formaban parte esencial y viva del poder de España, y hasta los retratos que se hacían los tres impregnaban el mayor poderío planetario de la época. Las representaciones de los reyes eran imitadas por virreyes y conquistadores.

5. Desde Tordesillas

Tras la caída del reino musulmán de Granada, en 1492, considerada en la época como la noticia más grande de la cristiandad, por lo que suponía de poner fin a la presión territorial musulmana sobre solar europeo3 , los Reyes Católicos aceptan el proyecto de Cristóbal Colón. Tanto España como Portugal, las naciones más avanzadas del mundo occidental en aquel momento, cuentan, procedente de los filósofos griegos y de las salvaguardas medievales tanto mahometanas como cristianas, con conocimiento de la teoría esférica de la tierra. Y que había sido sustentada desde Eratóstenes, Posidonio o Ptolomeo hasta llegar a Cristóbal Colón, probablemente vía Toscanelli. Así, las rutas atlánticas que ofrecía la teoría esférica a los Reyes Católicos y a Enrique el Navegante, rey de Portugal, y a sus sucesores, permitirán, finalmente, el descubrimiento del Nuevo Mundo. Cristóbal Colón desvela el carácter cristianizado de la empresa:

Y Vuestras Altezas, como cathólicos cristianos y prinçipes amadores de la sancta fe cristiana y acrecentadores d’ella y enemigos de la secta de Mahoma y de todas las idolatrías y heregías, pensaron de enviarme a mí, Cristóval Colon, a las dichas partes de India para ver los dichos prinçipes y los pueblos y las tierras y la disposición d’ellas y de todo, y la manera que se pudieran tener para la conversión d’ellas a nuestra sancta fe, y ordenaron que yo no fuese por tierra al Oriente, por donde se acostumbra andar, salvo por el camino de Occidente, por donde hasta ay no sabemos por cierta fe que aya pasado nadie (Colón, s/f).

En el reparto del mundo por descubrir, según el Tratado de Tordesillas de 1494, la razón que manifestaba el papa Alejandro VI para que España y Portugal accedieran a la tenencia de aquellas nuevas tierras, era que había que cristianar, de forma obligatoria, a todos sus habitantes. Además, el explorador portugués Bartolomé Díaz, fue el primer navegante en doblar el cabo de Buena Esperanza en 1488 y llegar al océano Índico desde el Atlántico. El también lusitano, Vasco de Gama, realizó la llamada volta desde la India en 1489. La vuelta al mundo, de Juan Sebastián Elcano, al mando de la nao Victoria, en 1522, fue la primera constatación práctica y firme de que la tierra era redonda. Completó la primera circunnavegación. Era el triunfo de la redondez del mundo y del descarte del caos infinito que ponían los otros filósofos allende los mares.

La expansión territorial española empezaba con éxito. Hemos de dejar claro cómo, desde el principio, las Indias no fueron colonias en el sentido estricto del término, sino partes integrantes de la monarquía. De esta forma, las sociedades indígenas, menos desarrolladas que la española, o incluso subdesarrolladas, eran elevadas a una condición igualitaria con España. Para empezar, el cuestionamiento por parte de ensayistas de renombre sobre la legitimidad de la presencia española en Indias y la dominación de sus nativos no tiene comparación en ninguna otra estructura imperial. Es lo que Hanke ha definido como “La lucha española por la justicia”. La propia existencia de las Leyes de Indias, surgidas desde 1512 y actualizadas constantemente hasta el siglo XVIII, no tienen parangón con otros imperios coetáneos, máxime cuando se lleva a América toda la organización institucional, réplica de la castellana, en un intento de equilibrar e igualar jurídicamente a ambas sociedades, la originaria poseedora de aquellos Reinos de Indias y la recientemente incorporación a la Monarquía Hispánica.

A diferencia del modelo colonial portugués, basado en factorías y enclaves comerciales costeros, que imitarán holandeses e ingleses, en el sistema español se trataba de reproducir en todo el ámbito territorial americano la estructura legislativa e institucional, y también religiosa, social y comercial de amplio desarrollo proveniente de España. Con respecto a los habitantes de aquel vasto conjunto de nuevos reinos, había que instaurar formas rectas de organización política para evitar la degradación del ser humano. Se trataba de dotar de dignidad antropológica a todos los hombres pues todos tienen en común su procedencia adánica se insistía desde las autoridades españolas. Había que llevar allí la buena nueva del evangelio católico y evitar el pecado original en expresión de la época. Así, la humanidad india (descendiente de Adán) debía acceder al círculo dogmático cristiano. No en vano, se afirmaba, aquellos nativos tenían derecho a recorrer el camino de la salvación y participar de la ciudad de Dios. Se impondrá el derecho de gentes y las naciones nuevas nunca serán supeditadas a la monarquía católica hispánica con toda su ristra legislativa.

Bibliografía

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www.guerracolonial.es

  1. Azteca proviene de una palabra náhuatl que significa gente de Aztlán o lugar mítico del origen de los pueblos nahuas. Los mexicas son un pueblo que se separó de Aztlán pero étnicamente conforman una unidad.

  2. Murió por estrangulamiento de torniquete en la cárcel y su cadáver decapitado en la plaza mayor de Cuzco.

  3. En efecto, esta conquista fue largamente ovacionada en el ámbito mediterráneo cristiano, especialmente en Italia pero también en el corazón de Europa, por el miedo constante que existía en el Viejo Continente al asalto definitivo de los musulmanes a su solar. No debemos olvidar que en 1453 los turcos habían tomado Constantinopla.

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